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La base de datos funcionaba mediante parámetros lógicos: términos inclusivos como y/o y restrictivos como no, que operaban conjuntamente con las palabras claves que definían la noticia. Lassiter tecleó: «incendio provocado y homicidio y niño».

La pantalla del ordenador brilló silenciosamente durante unos segundos, hasta que apareció un mensaje diciendo que se habían encontrado más de mil citas, por lo que la búsqueda quedaba interrumpida. Después de reflexionar unos instantes, Lassiter estrechó los parámetros de la búsqueda añadiendo «y 1995.»

En escasos segundos, la base de datos anunció que había 214 citas. La mayoría eran recopilaciones de informes criminales, en las que el incendio provocado en cuestión no tenía ninguna relación ni con el niño ni con el homicidio que se mencionaban a continuación. Lassiter redefinió los parámetros de la búsqueda y tecleó: «Kathleen Lassiter y incendio provocado}’ 1995.»

Figuraban diecinueve noticias procedentes del Washington Post, el Washington Times, el Fairfax Journal y la Associated Press. Las noticias se dividían en tres categorías: ocho artículos sobre los asesinatos publicados durante los tres días siguientes, un par de historias sobre la exhumación del cadáver de Brandon y un torrente de historias sobre la fuga de Sin Nombre y el asesinato del agente de policía. Después de eso, no había nada.

La lectura de los artículos resultaba deprimente, en parte porque le volvía a presentar en toda su magnitud el horror de los asesinatos de su hermana y su sobrino, y en parte porque hizo que se diera cuenta de lo inadecuado del método de búsqueda que estaba empleando. Aunque podía configurar la búsqueda de tal manera que le permitiera obtener todas y cada una de las noticias relacionadas con la muerte de su hermana incluidas en Nexis, los términos de la búsqueda eran demasiado amplios para localizar casos similares de manera eficaz. «Niño», «incendio provocado» y «homicidio» tenían decenas de sinónimos. Si los incluía todos, tendría que abrirse paso entre miles y miles de artículos.

También resultaba descorazonador que la prensa le hubiera prestado tan poca atención a los asesinatos. Las muertes de Kathy y Brandon aparecían en las secciones locales de los periódicos y habían dejado de ser noticia mucho antes de lo que habría sido necesario para dejar claro el carácter deliberado y cruel del doble asesinato. Tampoco se había parado nadie a pensar en las implicaciones del desenterramiento de Brandon ni en la posibilidad de que Sin Nombre tuviera un cómplice. Se informaba sobre los hechos, pero nadie se había molestado en analizarlos.

Lassiter suponía que pasaría lo mismo en cualquier gran ciudad, donde el doble homicidio del sábado daba paso necesariamente al tiroteo del domingo. El caso de Kathy había sido especialmente horrible, pero, incluso así, había tenido una repercusión escasa y pasajera en los medios de comunicación.

Lassiter tecleó: «Reiner y incendio provocado y Praga.» Y no encontró nada. Frustrado, volvió a la búsqueda original y empleó una función especial que lo llevaba directamente a las palabras claves de cada una de las noticias. Al final, sólo encontró una noticia que podía tener interés. Era una breve noticia publicada en un diario de Bressingham, un pueblecito canadiense situado ciento cincuenta kilómetros al norte de Vancouver. La noticia contaba cómo Brian y Marión Kerr y su hijo de tres años, Barry, habían fallecido en un fuego de origen sospechoso.

Aunque no se trataba sólo de una mujer y su hijo, como en el caso de su hermana y de los Reiner, Lassiter procedió a realizar una nueva búsqueda: «Kerr y Bressingham y incendio.»

Como las muertes habían tenido lugar en una pequeña localidad, lo más probable es que la noticia fuera de relieve. Y así era. Encontró ocho artículos. Dos días después del suceso, la policía confirmó que el incendio había sido provocado. Las llamas habían empezado en tres sitios distintos y los análisis del laboratorio confirmaban el uso de sustancias acelerantes. Según varios testigos, un hombre había salido corriendo de la casa poco antes de que empezara el incendio.

Lo primero que se le ocurrió a Lassiter fue que todos los niños eran varones, al menos hasta el momento. Brandon. Y el hijo de los Reiner. Y ahora el hijo de los Kerr.

Aunque, por otro lado, los Kerr no acababan de encajar. El pasaporte de Grimaldi no incluía ningún sello de entrada en Canadá. Y, lo que era más importante todavía, el fuego había tenido lugar el 14 de noviembre. En esas fechas, Grimaldi estaba en el hospital. De hecho, el funeral por Kathy y Brandon había tenido lugar un par de días antes. Lassiter apagó el ordenador y llamó a Judy a la oficina de Washington.

– ¡Joe! ¿Dónde estás?

– En Praga.

– ¡Se suponía que ibas a mantenerte en contacto! Dame tú número de teléfono -dijo Judy.

Lassiter se lo dio.

– ¿Sabes algo nuevo sobre lo de Bepi? -preguntó ella.

Lassiter permaneció unos segundos en silencio.

– No -repuso al cabo.

– Entonces, puede que tuviera algo que ver contigo -comentó Judy. -Pero puede que no.

– Lo que está claro es que su asesinato está relacionado con el caso.

– Entonces creo que ya es hora de que hagas las maletas. ¡Lárgate de ahí!

– No estoy «ahí». Estoy en Praga. En cualquier caso, todavía es demasiado pronto.

– ¿Por qué?

– Porque todavía me quedan cosas que hacer. Y, además, hay un par de cosas que quiero que hagas tú. Para empezar, quiero que te ocupes de la familia de Bepi. Prepárales algún tipo de pensión. Lo suficiente para el niño y para quienquiera que tenga su tutela. Ya sabes a lo que me refiero: lo suficiente para salir adelante.

– ¿Durante cuánto tiempo?

– Durante todo el tiempo que sea necesario.

– Eso podría ser mucho dinero.

– Judy, tengo mucho dinero.

– Vale. ¿Qué más?

– American Express.

– ¿Qué pasa con American Express?

– Dímelo tú.

– Quieren saber cuál será tu… papel después de la venta.

– Ninguno.

– Eso no es lo que quieren ellos.

– Me da igual lo que quieran.

– En ese caso, tenemos una oferta de doce millones quinientos mil dólares, además de opciones sobre futuros por un importe aproximado de otros tres millones. El truco está en que no se puede disponer de esos tres millones hasta dentro de cinco años. Y además quieren que les firmes un compromiso de no competencia.

– No hay ningún problema.

– El tipo encargado de adquisiciones dice que, si tú te quedas al frente del negocio, estarían dispuestos a subir considerablemente la oferta.

– Lo harán de todas formas. Y diles que no me interesan las opciones sobre futuros. Quiero dinero.

– Vale.

– La idea es vender. Y, si voy a vender, quiero…

– Vender del todo. Entendido. Déjalo en mis manos.

Después, Lassiter llamó a Roy Dunwold, el director de la sucursal que Lassiter Associates tenía en Londres. Roy era un chico de clase trabajadora que se había criado en Derry, o Londonderry, dependiendo del punto de vista. De lo que no había duda es que había tenido una infancia dura. Había pasado dos años entre rejas en Borstal por una serie de robos de coches que acabaron bruscamente cuando el Porsche robado que conducía en ese momento chocó contra un cortejo funerario del IRA.

Después de tres meses en una cama de hospital y una estancia mucho más larga en un centro de reclusión de menores, salió en libertad condicional bajo la custodia de una tía que vivía en Londres. Su tía, una mujer de ideas claras que regentaba una pensión en Kilburn, le dijo algo que era obvio: robar coches era, en el mejor de los casos, una vocación, pero él necesitaba una profesión.

Así que Roy se matriculó en la escuela nocturna y, a continuación, en una de las mejores escuelas politécnicas del país. Era un buen estudiante y, después de licenciarse, encontró trabajo como especialista en sistemas de gestión de datos en el GCHQ-Cheltenham, el equivalente británico al Consejo Nacional de Seguridad de Estados Unidos. Después de trabajar un año en la sede central lo destinaron a las montañas Troghodhos de Chipre. Pasó cinco años en el Mediterráneo, donde bebió suficiente vino griego y tuvo suficientes líos de faldas para quedarse saciado de por vida. Después volvió a Inglaterra, esta vez al sector privado. Como solía decirles a sus amigos: «Echaba de menos la lluvia.» Lassiter consiguió llevárselo a su empresa ofreciéndole un coche, además del mismo sueldo que ganaba en Kroll Associates.

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