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Max tenía la mala suerte de parecerse a uno de esos pequeños duendecillos de juguete que Kathy coleccionaba de niña. Tenía los mismos hoyuelos, las mismas grandes mejillas, el mismo cuerpo rechoncho y hasta el pelo algodonoso de color naranja que tenían los muñecos. Parecía un elfo, o uno de los ayudantes de Papá Noel. Con una gran sonrisa, Max se levantó como un resorte y cogió la mano de Lassiter entre las suyas. Cuando se sentaron, Lassiter no pudo evitar preguntarse si los pies le llegarían al suelo; probablemente no.

Max tenía un apetito enorme para ser un hombre tan pequeño y apenas tardó unos minutos en dar buena cuenta de un plato doble de carpaccio.

– Según mi médico, tengo el metabolismo de un colibrí -dijo Max.

– ¿Pasas mucho tiempo revoloteando por el aire?

Max masticó y guiñó un ojo.

– Eso es exactamente lo que hago: revolotear. -Se rió, divertido consigo mismo. -Vivimos buenos tiempos para los negocios. Cada vez hay más empresas. Debería haber más trabajo, pero no. Lo que hay son cajeros automáticos en sitios donde hace dos años no había ni un jodido teléfono. Hay cajeros automáticos hasta en las islas Célebes. ¡Hasta en Phnom Penh! ¡Si hace dos años ni siquiera tenían un banco! Antes, los bancos cobraban por las operaciones realizadas en cajeros automáticos. ¡Ahora quieren cobrar extra por hacer negocios con un ser humano! Pronto todos los cajeros se quedarán sin trabajo. ¡Yo mismo me quedaré sin trabajo! Y, entonces, me pregunto quién tendrá dinero para hacer ingresos en los bancos. Así que los bancos también se quedarán sin trabajo. Y eso sería el fin de la civilización. Créeme, Joe, no son los mansos los que están heredando el mundo. ¡Son los jodidos cajeros automáticos! ¿Se te ocurre algo más trágico que eso? El camarero retiró los platos. Mientras flambeaba con gran pompa el steak diane de Max, éste escarbó en busca de algo en su maletín. Por fin, sacó un sobre y lo deslizó sobre la mesa. Era de color rojo chillón y tenía algo escrito en letras blancas en el centro imitando la cruz de la bandera suiza. Las letras decían:

Seguridad

DISCRECIÓN

y confidencialidad con

su cuenta

suiza

Al otro lado de la mesa, la ironía del mensaje hizo que Max se sonrojara.

Los movimientos de la cuenta estaban impresos en una hoja de papel de ordenador a la vieja usanza. Lassiter los estudió en la habitación de su hotel. La hoja estaba salpicada de asteriscos escritos a mano acompañados de comentarios de Max.

Grimaldi había abierto la cuenta hacía doce años. Al principio, los movimientos eran relativamente escasos y de poca relevancia. Observando los apuntes, Lassiter pudo adivinar cuándo se había comprado Grimaldi los apartamentos de Roma, la casa de Zouz y los dos coches. Sin embargo, en la primavera de 1991 el patrón cambiaba. En el mes de abril, había una serie de transferencias procedentes de la cuenta de Grimaldi en el Banco di Lazio de Roma. Uno de los asteriscos de Max comentaba que estos apuntes reflejaban transacciones inmobiliarias; sin duda procedían de la venta de los apartamentos de Grimaldi. En ese momento, el saldo de Grimaldi ascendía a casi dos millones de francos suizos. Dos días después, no obstante, una serie de cheques redujeron el saldo a exactamente mil francos suizos. Tres de los cheques eran por importes relativamente pequeños: 10 000 francos suizos para ayudar a la restauración de la capilla Cecilia, 5000 francos suizos donados al Congreso Nacional Africano y 5 000 francos suizos donados a un fondo educativo del País Vasco.

El cuarto cheque, a nombre de Umbra Domini, S. A. (Napoli), era por el saldo restante: 1 842 300 francos suizos.

Lassiter se quedó mirando fijamente la hoja impresa, intentando sacarle algún sentido. Dos de los cheques de menor importe parecían relacionados con sus sangrientas actividades del pasado; gestos hacia el Congreso Nacional Africano y el movimiento vasco de liberación nacional, a cuyos líderes había cazado Grimaldi en el pasado. La donación a la capilla Cecilia probablemente fuera… simplemente eso: una donación. Y, después, el pez gordo: un cheque por casi dos millones de dólares.

Lassiter frunció el ceño. Sus conocimientos de latín se limitaban a un solo año de clases soporíferas en el colegio de Saint Alban’s. Aun así, sabía lo que significaba Umbra Domini. Sombra. Señor. «La sombra del Señor.» Y recordaba dónde había visto antes ese nombre: en el librillo que había en la habitación que tenía alquilada Grimaldi en la via Genova.

CAPITULO 18

Lassiter se levantó, se estiró y se acercó a la ventana para ver el lago Leman. La niebla formaba aureolas alrededor de las farolas. A lo lejos, un barco se deslizaba sobre el agua, avanzando casi imperceptiblemente. Una sirena sonó roncamente en la orilla francesa del lago, y Lassiter se maravilló ante la belleza de la escena. Aunque, realmente, no sentía la belleza en su interior.

Lo que le parecía realmente emocionante era la hoja de ordenador con los movimientos de la cuenta de Grimaldi. Seguirle el rastro al dinero casi siempre resultaba gratificante y Lassiter estaba acostumbrado a exprimirle todos sus secretos a los números.

Volvió a concentrarse en la hoja. Observó que en 1992 y 1993 Grimaldi había tenido unos ingresos de unos mil dólares mensuales procedentes de Salve Cáelo, la «organización humanitaria» de Egloff. Los ingresos habían durado aproximadamente un año. Luego habían dejado de llegar. A finales de 1993, la cuenta volvió a tener un saldo de exactamente mil francos suizos. Al lado había una anotación de Max: «Mínimo de mantenimiento exigido por el banco.»

Después, no había ningún movimiento hasta el 4 de agosto de 1995; la fecha del justificante de la transferencia que se le había caído del pasaporte en Chicago. Lassiter vio que los cincuenta mil dólares procedían de una cuenta de la sucursal de Nápoles del Banco di Parma. De nuevo, había un asterisco y la cuidadosa letra de Max: «¡Cuenta de Umbra Domini!»

Una semana después, el 11 de agosto, Grimaldi retiró todo el dinero en efectivo.

Así que el dinero que Lassiter había encontrado en Chicago, los veinte o treinta mil dólares en billetes de distintas monedas que había escondidos en el fondo de la bolsa de viaje de Grimaldi, debían de ser lo que quedaba del dinero de Umbra Domini. Pensó en ello durante unos minutos. Todo parecía indicar que Grimaldi había sido contratado para hacer un trabajo. Pero ¿qué trabajo?

¿Y a qué correspondían los pagos de 1992 y 1993? Lassiter miró las páginas del pasaporte, confirmando lo que creía recordar: los pagos mensuales coincidían con la época en la que Grimaldi había viajado a Serbia, Croacia y Bosnia. Todo parecía indicar que había estado trabajando para Salve Cáelo, pero ¿haciendo qué? El carácter de Grimaldi no era precisamente humanitario, aunque, pensándolo bien, tampoco podía decirse que la visión que Egloff tenía de la zona fuera precisamente compasiva. ¿Cómo lo había llamado? Un «tumor político».

Cogió el teléfono y marcó el número de Bepi en Roma sin apartar la mirada de los anillos de luz que surcaban las aguas del lago. El teléfono sonó y sonó. Cuando estaba a punto de colgar, oyó un golpe distante, el sonido de una mano buscando torpemente el auricular y la palabra:

– Pronto?

Risitas de mujer al fondo.

– ¿Bepi? Soy Joe Lassiter.

– ¡Joe! -Se aclaró la garganta. – ¿Cómo está?

Lassiter se disculpó por la hora, pero necesitaba algo urgentemente. Necesitaba saber todo lo que pudiera averiguar sobre Umbra Domini y sobre una organización religiosa de carácter humanitario que se llamaba Salve Cáelo.

– Vale.

– Pero con discreción. No quiero que haga ruido.

– Sí, sí. Seré discreto -contestó Bepi.

– Bien. ¿Puede ponerse a trabajar inmediatamente?

– ¿Necesita un informe escrito?

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