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La oración era un escudo, así que intentó rezar, intentó usar la oración como una pantalla, pero era inútil. La voz del doctor Baresi calaba a través de sus rezos y ni siquiera la señal de la cruz conseguía alejarla.

El párroco movió la cabeza y posó la mirada en las malas hierbas que crecían llenas de polvo entre las grietas de hormigón de las vías del tren. Igual que las semillas que habían caído en esas grietas albergaban en su esencia la promesa de esta vegetación destructiva, de no tomarse medidas, el pecado confesado por el doctor albergaba en su esencia… ¿Qué albergaba?

¿El fin del mundo?

El calor de julio era tan intenso que las vías del tren y los edificios que se alzaban detrás de ellas parecían estremecerse, confundiéndose con el aire. Debajo de sus hábitos, el párroco estaba bañado en una fina capa de sudor.

Se secó la frente con la manga y empezó a ensayar lo que iba a decir al llegar a Roma; suponiendo, claro está, que el cardenal Orsini tuviera a bien recibirlo.

«Es un asunto de la mayor importancia, eminencia…»

«He tenido noticias de una grave amenaza contra la fe…»

Ya encontraría las palabras. Lo más difícil iba a ser eludir la burocracia eclesiástica. Intentó imaginarse las circunstancias en las que el cardenal, un dominico, aceptaría recibirlo. Sin duda, Orsini reconocería su nombre y, al acordarse de él, comprendería que su solicitud de audiencia no era una frivolidad. O puede que la familiaridad se volviera en su contra. Tal vez el cardenal pensara que estaba allí para defender su propio caso, que quería volver a Roma después de su largo exilio en Umbría.

El padre Azetti cerró los ojos. Ya encontraría una manera. Tenía que encontrar una manera.

Y, entonces, el suelo empezó a vibrar y un sordo zumbido ascendió a través de las suelas de sus brillantes zapatos negros. No muy lejos, una niña con sandalias rosas de plástico empezó a dar pequeños saltos. El padre Azetti se levantó. El tren estaba llegando.

CAPÍTULO 3

El tren que iba de Perugia a Roma era un viejo locale con asientos tapizados y fotos del lago de Como. Apestaba a colillas y paraba prácticamente en todas las estaciones. Extenuado por el hambre, pues todavía no había comido, y el tedio del tren, el padre Azetti se recostó en su asiento con la mirada fija en el crepúsculo. Poco a poco, el paisaje se fue haciendo más urbano, menos interesante, hasta ceder finalmente ante los lúgubres suburbios industriales de la capital de Italia. Al llegar a la estación, el tren se detuvo con un estremecimiento, los frenos de disco suspiraron con alivio, las puertas se abrieron de golpe y los pasajeros inundaron el andén.

El padre Azetti buscó un teléfono y llamó a monseñor Cardone a Todi. Pidió perdón por su ausencia. Había ido a Roma por un asunto de gran importancia.

¡Roma!

Esperaba estar de vuelta en un día o dos, pero quizá tardara un poco más. En ese caso, alguien tendría que ocuparse de sus labores en Montecastello. Monseñor Cardone estaba tan asombrado que sólo emitió una última queja airada antes de que Azetti se disculpase por última vez y colgara.

Como no tenía dinero para pagar una habitación de hotel, el sacerdote pasó la noche tumbado en un banco de la estación. Por la mañana se aseó en el servicio de caballeros y fue a buscar una cafetería. Encontró una justo enfrente de la estación, se bebió un café solo y devoró un bollo que se parecía a un croissant, pero que no lo era. Con el hambre saciada, volvió a entrar en la estación y buscó la gran M roja que indicaba la entrada del metro. El destino del padre Azetti era una ciudad-Estado situada en pleno corazón de Roma: el Vaticano.

«Esto no va a ser fácil -pensó, -nada fácil.»

Como en cualquier Estado independiente, los asuntos del Vaticano son administrados por un aparato burocrático, en este caso por la Curia, cuya misión consiste en dirigir el inmenso organismo que todavía se conoce como el Sacro Imperio Romano. Además de la Secretaría de Estado, que se ocupa de los asuntos diplomáticos de la Iglesia, la Curia está formada por otras nueve «congregaciones» sacras. Cada una de ellas es equiparable a un ministerio y se encarga de una faceta u otra de los asuntos de la Iglesia.

La más importante de todas es la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, que hasta 1965 se conocía como la Congregación para la Sagrada Inquisición del Error Herético. Con más de cuatrocientos cincuenta años de vida a sus espaldas, la Inquisición sigue ocupando un lugar central en los asuntos cotidianos de la Iglesia, aunque ya nadie la llame así.

Además de supervisar los planes de estudios de los colegios católicos a lo largo y ancho del mundo, la CDF, como se conoce popularmente, sigue investigando casos de herejía, juzgando amenazas contra la fe, disciplinando a sacerdotes y excomulgando a pecadores. En algunos casos excepcionales, parte de la congregación puede ser llamada a realizar exorcismos, a luchar cuerpo a cuerpo contra Satanás, o a tomar medidas especiales en caso de producirse una amenaza contra la sagrada fe.

Y el asunto por el que el padre Azetti había viajado a Roma estaba relacionado directamente con estas últimas responsabilidades.

El máximo responsable de la CDF era Stefano Orsini, el cardenal Orsini, que veinticinco años antes había compartido estudios con Azetti en la Universidad Gregoriana del Vaticano. Ahora, Orsini era un príncipe de la fe, el líder de una congregación vaticana que incluía a otros nueve cardenales menores, a doce obispos y a treinta y cinco sacerdotes; todos ellos académicos de primera fila.

Las dependencias del cardenal estaban a la sombra de la basílica de San Pedro, en el palacio del Santo Oficio; un edificio que Azetti conocía muy bien. Había pasado sus primeros años de sacerdocio rodeado de libros y manuscritos en una pequeña habitación, brillantemente iluminada, del segundo piso. Pero hacía mucho tiempo de aquello y, mientras subía la escalera que llevaba al tercer piso, el corazón le latía con fuerza.

No era por el esfuerzo físico, era por los peldaños, por la manera en la que el mármol se hundía desgastado en el centro después de tantos siglos de pisadas. Al ver la erosión de la piedra, al pensar que casi habían pasado veinte años desde la última vez que había subido esa escalera, se dio cuenta de que su vida se estaba consumiendo, de que ya llevaba haciéndolo mucho tiempo. Como los escalones, él también estaba empezando a desaparecer.

La idea hizo que se detuviera. Se quedó quieto en el rellano de las escaleras, agarrando la barandilla con tanta fuerza que los nudillos se le quedaron blancos. Un sentimiento parecido a la nostalgia se apoderó de él, pero no era nostalgia, era algo… más profundo, una sensación de pérdida que le produjo una punzada en la garganta. Lentamente, reemprendió su ascenso y, al hacerlo, penetró más y más profundamente en su propia melancolía.

Ahora era un forastero, alguien que iba de visita a la mansión de su Padre, y su intimidad con los detalles del edificio -la textura de la pintura, el cobre aterciopelado de la barandilla, la manera que tenía la luz de descender en rectángulos oblicuos sobre el suelo de mármol -le partía el corazón.

Siempre había pensado que pasaría la mayor parte de su vida entre las paredes del Vaticano: en la biblioteca, dando clases en una de las universidades de la Iglesia, en este mismo edificio. Había sido lo suficientemente ambicioso para pensar que algún día incluso podría llevar una birreta roja de cardenal.

Pero, en vez de eso, se había pasado la última década predicando a los fieles en Montecastello, donde su «rebaño» estaba formado por tenderos, campesinos y modestos comerciantes. Era un pensamiento poco caritativo, pero no podía evitarlo: ¿qué hacía un hombre como él en un sitio como ése?

Tenía un doctorado en derecho canónico y conocía a la perfección las maneras del Vaticano. Había trabajado durante años en la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe y, después, en la Secretaría de Estado. Había hecho su trabajo admirablemente, inteligentemente, con compasión y eficacia. Algo que lo había llevado a ser considerado como un valor en alza. Durante el tradicional período de maduración en el extranjero había trabajado como subsecretario del nuncio apostólico, primero en México y después en Argentina. Nadie dudaba que algún día él también sería un embajador del papa.

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