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Estaba agotado. Cerró las tapas de cuero del libro de registro, se levantó y se estiró con tanta fuerza que una de sus costillas hizo un ruido seco. Apagó la luz y volvió a su habitación.

Entonces hizo lo que no se había permitido hacer antes: separó los procedimientos de donación de oocitos, las mujeres que se habían alojado un mes o más en la pensión, de los otros 272 nombres de la lista.

Gracias a los dobles asteriscos, y con la ayuda de una función especial del ordenador, sólo tardó unos minutos en conseguir una lista de dieciocho nombres.

Kathleen Lassiter

Hannah Reiner

Matilda Henderson

Adriana Peña

Lillian Kerr…

Que él supiera, al menos estas cinco mujeres estaban muertas. Y sus hijos también estaban muertos. Y todos ellos habían muerto entre llamas.

Cerró los ojos un momento, y la imagen de Brandon apareció en su mente. «¡Tío Joe! ¡Tío Joe! ¡Mira lo que hago! Puedo hacer una voltereta. ¡Mírame!» El pequeño cuerpo rodó torcido sobre el suelo. No era nada parecido a una voltereta, tan sólo un niño dándose la vuelta patosamente sobre la alfombra, pero Brandon se levantó saltando como un gimnasta olímpico, con las manos alzadas hacia el cielo en señal de victoria y una sonrisa rebosante de orgullo.

Lassiter volvió a mirar la lista. La mayoría de las mujeres eran europeas y norteamericanas, pero también había pacientes de otros muchos lugares: Hong Kong, Tokio, Tel Aviv, Rabat, Río de Janeiro.

Colocó el ordenador en la mesa que había junto a la ventana y conectó el módem al teléfono. Con el programa N-cipher codificó cblista.1 y envió el documento a su oficina de Washington. Después le escribió una breve nota a Judy Rifkin con los nombres y las direcciones de las dieciocho pacientes cuyos nombres había separado, en la que, además, le pedía que le hiciera saber a Riordan que al menos cinco de las mujeres de la lista estaban muertas y que, por tanto, todas las demás podrían correr un grave peligro. Riordan debía ponerse en contacto con las autoridades pertinentes para que pusieran a las mujeres y a sus hijos bajo protección. Cuando volviera a Washington, que sería en dos días a lo sumo, se lo explicaría todo.

Mientras tanto, quería que Judy reuniera toda la información posible sobre el difunto doctor Ignazio Baresi, de Montecastello, Italia, sobre la clínica Baresi y sobre una técnica de fecundación llamada donación de oocito. Finalmente le pedía que intentara ponerse en contacto con las trece mujeres de la lista. Si la policía hacía bien su trabajo, no conseguiría localizar a ninguna.

La nota ocupaba dos páginas enteras. Cuando por fin se la mandó a Judy, a Lassiter se le cerraban los ojos. Pero era fin de semana y existía una remota posibilidad de que Judy no mirase su correo electrónico hasta el lunes por la mañana. Miró la hora. Eran casi las cinco y media de la mañana; las once y media de la noche en Washington. Descolgó el teléfono y marcó el número de la casa de Judy. Al oír la señal del contestador automático, dijo:

– Judy, soy Joe. Mira tu correo electrónico en cuanto oigas este mensaje. Es muy importante. Te veré en un par de días.

Se quitó la camisa y los pantalones y se tumbó boca arriba. Cerró los ojos ante la débil luz del amanecer y escuchó su propia respiración mientras esperaba que la conciencia lo abandonara.

Pero no conseguía dejar la mente en blanco. Vio la cara carbonizada de Brandon y oyó la voz de Tommy Truong: «No queda sangre en niño pequeño.» Se acordó de la mirada vacía de Jiri Reiner. Y de las lágrimas de Kara Baker.

– Por Dios bendito -murmuró cubriéndose la cara con las sábanas. -Es una puta masacre.

CAPÍTULO 27

Se levantó a las once de la mañana. Lo primero que pensó fue que no había dormido suficiente. Pero el agua caliente de la ducha consiguió quitarle el cansancio. Aunque al principio no pensaba afeitarse, al final sí lo hizo. Los curas podían ser muy quisquillosos, o, al menos, eso es lo que se imaginaba Lassiter. Realmente, no tenía ni idea.

Se puso la chaqueta de cuero y bajó al vestíbulo. Quejándose de su resaca, Nigel le indicó cómo llegar a la plaza. Allí encontraría la iglesia y un café.

Fuera hacía frío, tal vez unos cuatro o cinco grados, y además amenazaba con llover. Al salir de la pensión, Lassiter giró a la izquierda y caminó hacia el norte por una estrecha calle adoquinada que no tenía ni aceras ni coches, tan sólo casas de piedra gris con las ventanas cubiertas con postigos para impedir el paso del aire invernal.

Realmente, la calle no resultaba nada hospitalaria. Era bonita, pero, de alguna manera, resultaba amenazadora. Con el paso de los siglos, los cimientos se habían movido y ahora las casas parecían inclinarse, intimidando a la calle que avanzaba indefensa entre ellas.

Lassiter bajó por un callejón y subió por otro. El pueblo, pensó, era un auténtico laberinto, el tipo de sitio donde es fácil perderse y difícil esconderse. Pasó por varios comercios que no tenían ningún tipo de indicación. No parecía haber ni un solo cartel en las calles. Y, la verdad, puede que no hiciera falta. En Montecastello todo el mundo se conocería, así que todos sabrían lo que vendían los demás. Eso sí, casi todas las tiendas parecían tener luces fluorescentes en el interior, y en todas las puertas se veían cortinas de sartas de cuentas. Con un murmullo y un chasquido de las cuentas, un hombre mayor salió de un comercio con una bolsa de verduras, unos paquetes envueltos en papel de carnicería y una barra de pan.

– Ciao -dijo sin levantar la mirada del suelo y se alejó apresuradamente.

Lassiter giró por última vez, abandonó el laberinto de callejuelas y salió al espacio abierto de la plaza principal de Montecastello, la piazza di San Fortunato. La iglesia de San Giovanni Decollato ocupaba todo el lado norte de la plaza. Era un edificio simple, incluso austero, construido con la misma piedra gris que todos los demás edificios del pueblo. Lassiter estaba a punto de subir la escalinata, cuando el olor a café lo retuvo.

Al otro lado de la plaza había un diminuto café con la cortina de cuentas de rigor. Delante había unas mesas y unas sillas de metal. Se trataba, sin duda, de uno de los lugares obligados de paso de Montecastello. Hacía al mismo tiempo de cafetería, quiosco de prensa, bar y estanco; todo ello en una sola habitación. A pesar del frío, Lassiter se sentó a una de las mesas de fuera y pidió un café solo.

Aunque el aire era frío, no corría nada de viento, ni tampoco hubiera habido ningún ruido de no ser por el insistente soniquete de la máquina recreativa de Pac-Man instalada en el café. La plaza estaba rodeada de edificios por tres lados. En el cuarto flanco había un mirador que daba a la planicie de Umbría.

En la mesa de al lado, dos trabajadores de mediana edad jugaban a las cartas. Las apretadas chaquetas de lana que llevaban abotonadas sobre muchas otras capas de ropa les daban un aspecto acolchado. Bebiendo café y brandy alternativamente, maldecían su suerte y bromeaban sobre las manos que el destino les había deparado.

Mientras esperaba a que le llevaran el café, Lassiter observó la docena de periódicos distintos que colgaban de una cuerda sujetos con pinzas metálicas. No había ninguno en inglés. Tan sólo un Le Monde de hacía tres días, pero no se sentía con fuerzas. Estaba intentando decidir si debía inventarse algún pretexto para contarle al cura. ¿Cómo debería abordarlo? ¿Dígame todo lo que sepa sobre el doctor Baresi? Movió la cabeza de un lado a otro.

Cuando llegó el café, Lassiter se lo bebió observando la partida de cartas. La baraja estaba tan gastada que parecía hecha de tela. Por sí solas, las cartas se habrían doblado hacia atrás, así que los dos hombres las mantenían rectas con los dedos de la otra mano para protegerlas de los ojos del rival.

70
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