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Los dos hombres tenían la piel curtida por el sol y profundos surcos alrededor de los ojos. Mostraban el aspecto vigoroso de los hombres que han pasado toda su vida al aire libre, y un brillo irónico en los ojos.

Lassiter intentó pensar en un lugar de Estados Unidos donde pudiera haber dos hombres como éstos, sentados a una mesa a la intemperie preocupándose de sus asuntos, bebiendo café y brandy mientras jugaban a las cartas. En enero. No se le ocurría ningún sitio, excepto, quizás, una cervecería de clase trabajadora. Pero no era lo mismo.

En el centro de la plaza había una fuente muy simple formada por una taza rectangular de piedra que se elevaba medio metro sobre el suelo. Detrás había un simple muro vertical con un viejo grifo en forma de cabeza de león. Tenía la boca agrietada, así que, en vez de caer dibujando un arco, el agua salía a borbotones. Aun así, la fuente cumplía su función. Desde luego, era algo más que un simple ornamento; en ese momento, una mujer mayor estaba llenando de agua dos grandes cubos de plástico.

Lassiter pidió otro café y se acercó al mirador mientras esperaba a que se lo sirvieran. Delante de él, la tierra caía casi en vertical. Era casi todo roca, pues ya hacia siglos que los últimos rastros de tierra suelta habían desaparecido. Pese a ello, algunos pinos conseguían aferrarse al suelo rocoso.

A lo lejos, justo encima de los pinos más cercanos, se veía Todi. En la lejanía, la ciudad parecía flotar en el aire. Sus murallas rodeaban la montaña dibujando una serie de planos diagonales que escalaban la ladera hasta la ciudad, y a su alrededor se extendían los nuevos barrios de Todi. Más abajo, a ambos lados del río, había un magnífico mosaico de parcelas cultivadas.

Era una hermosa vista que lo llenó de una extraña nostalgia por algo que, después de todo, nunca había conocido. Hacía ya muchos años que la agricultura había dejado de ser así en Estados Unidos, si es que lo había sido alguna vez. En Estados Unidos sólo era posible ver un mosaico de campos como aquél desde la altura de crucero de un avión. Le echó la culpa de la nostalgia que sentía a Cézanne.

Más cerca, a este lado del río, vio el bosquecito por el que había pasado el día anterior, con sus perfectas hileras de árboles plantados. Podía ver el sitio donde la carretera se bifurcaba; a la izquierda hacia la clínica Baresi, o lo que quedaba de ella, y a la derecha hacia Montecastello. Siguió esta última carretera con la vista hasta que desapareció a los pies de las empinadas cuestas del promontorio sobre el que se alzaba Montecastello. La carretera volvía a aparecer a menos de cien metros de él, en el falso plano que había inmediatamente fuera de las murallas. Allí estaba su coche.

Volvió a la mesa y se bebió el segundo café de un solo trago. Dejó un billete de cinco mil liras debajo del plato y cruzó la plaza hacia la iglesia.

Lassiter subió los escalones y atravesó la pesada puerta de.madera. Al otro lado había una especie de antesala; un panel de madera, con una puerta para acceder a la iglesia a cada lado, separaba el mundo de oración del mundo exterior. El reducido espacio tan sólo albergaba una vieja mesa de madera con varios montoncitos de folletos y una caja metálica para las donaciones. Metió unos billetes en la caja y entró en la iglesia.

El interior resultaba sorprendentemente oscuro. Al principio, Lassiter sólo pudo distinguir el altísimo techo. La iglesia olía a humo de velas y a humedad. Se oía un débil murmullo de voces en el otro extremo, donde debía de estar el altar.

La única luz natural provenía de una hilera de pequeñas ventanas en lo alto de uno de los muros, pero no era mucha. El débil sol de invierno caía con un ángulo tan inclinado que iluminaba la penumbra de la parte superior del templo sin llegar a alcanzar nunca el suelo. Los candelabros tampoco eran de gran ayuda. Sólo había unos pocos y, en vez de velas, tenían unas bombillas que parpadeaban débilmente en la oscuridad.

Desde luego, no se parecían nada a las llamas de las velas.

Más cerca de él, a medio camino hacia el altar, vio un atril lleno de pequeñas velas bajo una estatua que se escondía en la penumbra. Lassiter se sentó en uno de los últimos bancos y esperó a que la vista se le acostumbrara a la oscuridad.

Lentamente, el interior de la iglesia fue cobrando forma. Era sorprendentemente grande. Había un grupito de personas delante del altar, formas imprecisas y ropajes blancos, casi fantasmales, que se movían en la penumbra. El estridente llanto de un bebé le dijo que estaba presenciando un bautizo.

La ceremonia no tardó en acabar y los asistentes avanzaron por el pasillo en procesión, encabezados por la madre y su niño, que no dejaba de llorar. El cura iba al final. Era alto, y su cabeza se bamboleaba levemente detrás de las demás como si de un globo se tratara. Al pasar a su lado, sus miradas se encontraron. Era un hombre de cuarenta y tantos años, con el pelo castaño y rizado, una fuerte barbilla y nariz aguileña. Le recordaba a alguien. ¿A quién? Si no hubiera estado tan delgado, tan demacrado, incluso podría haber sido apuesto. Pero no lo era. Había algo extraño en la combinación de sus facciones, que transmitían un aire de largos años de tormento y persecución.

Durante diez minutos, la antesala por la que había entrado Lassiter se llenó de risas, voces y gritos italianos. El bebé, furioso e inconsolable, no dejaba de llorar. Se oyeron las palmadas en la espalda y el ruido seco de los besos. Después, en señal de despedida, las voces subieron de tono, con un poco más de formalidad o alegría de lo normal.

Lassiter oyó el chirrido de la puerta principal de la iglesia al abrirse, y una ráfaga de aire frío le acarició los tobillos. Durante unos segundos, una cortina de luz penetró en la oscuridad mientras las voces y las pisadas se alejaban por la plaza. Se imaginó al cura en lo alto de la escalinata, despidiendo a sus feligreses.

Y entonces volvió a oír la puerta, y el cura entró en la iglesia. Pasó a su lado sin detenerse. Lassiter se levantó, y su voz retumbó en los muros del templo:

– Scusi, padre!

El párroco se detuvo.

– ¿Sí? -dijo al tiempo que se daba la vuelta.

Lassiter había agotado todo su caudal de italiano.

– ¿Puedo hablar un momento con usted?

El padre Azetti sonrió.

– Por supuesto -contestó en perfecto inglés. – ¿En qué puedo ayudarlo?

Lassiter respiró hondo. No sabía por dónde empezar.

– No estoy seguro -repuso. -Estoy alojado en la pensión y me han dicho que usted era amigo del doctor Baresi.

El párroco dejó de sonreír y se quedó absolutamente inmóvil. Por fin, miró a Lassiter con la cautela de un testigo presencial que va a declarar ante la autoridad y dijo:

– Jugábamos juntos al ajedrez.

Lassiter asintió.

– Eso me han dicho. De hecho, lo que me interesa realmente es la clínica.

– La clínica se incendió.

– Lo sé, pero… esperaba que pudiéramos hablar.

Los goznes de la puerta de la iglesia se quejaron ruidosamente, y una ráfaga de aire helado penetró en la penumbra. Una mujer vestida de negro apareció a un par de metros de ellos y se santiguó. Después se arrodilló en un banco y se puso a rezar.

Azetti miró la hora y movió la cabeza.

– Lo siento -se disculpó. -Tengo confesión hasta las dos.

– Ah -exclamó Lassiter sin disimular su desilusión.

– Si no le importa esperar… O si quiere volver en un rato… Podríamos hablar en mi despacho.

Lassiter se lo agradeció.

– Me daré un paseo -dijo finalmente. -Disfrutaré un poco de las vistas.

– Lo que usted guste -respondió Azetti y se dirigió hacia una estructura oscura que había en la nave lateral. Era una especie de armario con cortinas, sólo que más profundo. Lassiter no se dio cuenta de que era el confesionario hasta que el párroco se agachó para entrar.

Dos horas después, Lassiter y Azetti estaban sentados en el despacho del párroco, compartiendo el plato de pasta que una de sus parroquianas le había llevado al cura. Lassiter pensó que debía de haberse equivocado respecto a la cautela inicial del párroco, pues Azetti demostró ser un perfecto anfitrión. Cortó unos trozos de pan crujiente y los empapó en vino. Después añadió un poco de aceite de oliva, sal y pimienta. Lassiter lo observaba sentado junto a una estufa eléctrica.

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