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– Entonces -dijo el párroco, -le interesa la clínica.

Lassiter asintió.

– Bueno, si dice que ya la ha visto, se imaginará lo que ocurrió.

– Me han dicho que el incendio fue provocado.

Azetti se encogió de hombros.

– De todas formas, ya estaba cerrada -repuso. -Aunque es una pena. Realmente no creo que conozca a nadie como Baresi durante el resto de mi vida.

– ¿Por qué dice eso? -preguntó Lassiter.

– El doctor Baresi era un hombre de gran talento. No es que yo sea un experto en la materia, pero parece ser que su porcentaje de éxito era excepcional.

– ¿De verdad? -dijo Lassiter animando al párroco a continuar.

– Sí. Probablemente porque, además de médico, era científico. ¿Sabía usted que también era científico?

Lassiter movió la cabeza.

– Nuestro médico tenía muchas facetas. ¡Era un genio! -afirmó Azetti. -Aun así, yo le ganaba casi siempre al ajedrez.

Lassiter sonrió.

– Creo que yo cometía tantos errores que a Baresi le resultaba imposible prever mis movimientos -confesó Azetti. -Solía quejarse de que le arruinaba las partidas. ¿Quiere más vino?

– No, gracias -contestó Lassiter. El párroco le caía bien.

– Su padre y su abuelo eran hombres ricos. Política y construcción. Una familia muy corrupta, incluso para Italia. Así que él no necesitaba dinero. Nunca necesitó trabajar. Pero estudió. Estudió genética en Perugia y bioquímica en Cambridge. En Cambridge. ¡Imagínese! -Azetti se sirvió un segundo vaso de vino, mojó un poco de corteza de pan y mordió los bordes. -Durante algunos años trabajó en una de esas fundaciones de Zurich. Creo que incluso le dieron una medalla, o algo así.

– ¿Por qué?

– No lo sé. Pero, claro, después renunció a todo eso.

– ¿A qué se refiere?

– A la ciencia.

– ¿Quiere decir que se especializó en medicina? -inquirió Lassiter.

Azetti movió la cabeza.

– No, eso fue mucho después. Primero estudió teología en Alemania. Escribió un libro. De hecho, lo tengo aquí mismo. -Sin tan siquiera mirar, el párroco cogió un grueso tomo de la estantería que tenía detrás y se lo ofreció a Lassiter.

Lassiter abrió el libro, leyó el título y movió la cabeza de un lado a otro.

– Está en italiano -dijo y se dio cuenta inmediatamente de lo estúpido que resultaba su comentario.

Azetti sonrió.

– Se titula Reliquia, tótem y divinidad.

Lassiter asintió y dejó el libro a un lado.

– Era todo un experto en la materia -añadió Azetti.

– ¿De verdad? -dijo Lassiter sin demasiado entusiasmo.

– Desde luego.

– La pasta está deliciosa -comentó Lassiter. La conversación se estaba alejando del tema que le interesaba, y no estaba seguro de cómo podría reconducirla hacia la clínica Baresi.

– Baresi relacionaba el poder de las reliquias con determinados instintos religiosos primitivos: animismo, adoración de los antepasados; ese tipo de cosas. El mismo instinto que llevaba a un miembro de una tribu a comerse el corazón de su enemigo, para absorber así su poder, impulsaba a los cristianos a creer que llevar el hueso de un santo en una bolsita, en la mayoría de los casos un simple fragmento de un hueso de un santo, podía protegerlos de la enfermedad.

– Suena interesante -señaló Lassiter con un tono de voz que transmitía todo lo contrario.

– Y realmente lo es. Se lo recomiendo fervorosamente. Todo gira en torno a la magia buena, aunque claro, muchos dirían que ése es exactamente el caso de la comunión cristiana.

– ¿A qué se refiere? -preguntó Lassiter.

Azetti se encogió de hombros.

– Comemos y bebemos la carne y la sangre del Señor. Para los fieles, eso es un sacramento, pero para muchos otros es… algo más. Magia, quizá.

– Parece un terreno peligroso.

– Desde luego -asintió el párroco con una sonrisa. -Pero a Baresi eso no le importaba. Tenía unas credenciales impecables. Y el Vaticano lo tenía en gran estima.

– ¿De verdad?

– A sí es. Solicitaban continuamente sus servicios.

– ¿Para qué?

– Para examinar reliquias. Si había dudas sobre la autenticidad de alguna reliquia, le pedían a Baresi que la examinara. La mayoría de las veces resultaba fácil. Una astilla de la auténtica cruz no puede ser de madera de teca, ni un fragmento del cuero cabelludo de san Francisco puede tener la fórmula genética de un buey. ¿Le suena la sábana santa de Turín? -preguntó el párroco.

– Claro -dijo Lassiter. – ¿A quién no?

– Baresi fue uno de los científicos encargados de examinarla.

– He leído en alguna parte que resultó ser una falsificación.

Azetti frunció el ceño.

– Eso dicen. «Un magnífico sudario del siglo XIII.» Algunos incluso dicen que es la primera fotografía de la historia. Dicen que la hizo Leonardo.

– ¿Que decía Baresi?

– Creía que era un engaño, pero un engaño muy oscuro.

– ¿Qué quiere decir?

– Como dice en su libro, la historia de algunas reliquias es bastante siniestra, y es muy posible que la sábana santa forme parte de esa oscura tradición. Hace siglos, las reliquias eran tan importantes que si un santo enfermaba, la gente se amontonaba en la puerta de su casa a esperar que muriera. Y, cuando por fin moría, entraban en la casa y mutilaban el cadáver. Se llevaban dedos, dientes, orejas… y después vendían los trozos.

Lassiter estaba boquiabierto.

– Así era, créame. Por lo visto, a los dos días de morir, no quedaba ni un solo hueso del cuerpo de santo Tomás de Aquino. -Azetti sonrió. -Y, a veces, incluso se llegaba al punto de acelerar la muerte de algún santo, por ejemplo, con veneno.

– Pero la sábana santa… Sea legítima o no, tan sólo es un trozo de tela -indicó Lassiter.

– Así es, pero está bañada en fluidos corporales… En bilirrubina concretamente.

– ¿Qué es eso?

– Es una sustancia que segrega la sangre. Por lo visto, en circunstancias de extrema tensión, como la tortura, la gente puede llegar a sudar bilirrubina.

– ¿Y la sábana tiene rastros de bilirrubina?

– Así es. Aunque creía que la sábana santa era un engaño, Baresi estaba convencido de que habían asesinado a alguien para conseguir la impresión del cuerpo.

– Por Dios bendito -exclamó Lassiter.

Azetti asintió.

– En el siglo XIII las reliquias daban mucho poder. Una iglesia que tuviera una reliquia famosa atraía a miles de peregrinos y los peregrinos significaban dinero. Después, con la Reforma, los protestantes quemaron miles de reliquias.

– Quemaron miles de reliquias -repitió Lassiter. Las palabras le recordaron por qué estaba allí. Bebió un poco de vino. -Lo que no entiendo es cómo pasó Baresi de las reliquias a la medicina.

– Bueno, sin duda sintió una llamada. Creo que tenía casi cuarenta años cuando empezó a estudiar medicina. Estudió la carrera en Bolonia. Obstetricia y ginecología. -Azetti volvió a fruncir el ceño. -Al parecer, fue durante su etapa de médico residente cuando empezó a interesarse por la esterilidad. Y, después, abrió su propia clínica. La verdad, fue toda una sorpresa.

– ¿Por qué?

– Bueno, como ya sabrá, la fecundación artificial es un tema delicado. Además, Baresi era extremadamente tímido. Y, de repente, ahí estaba, pidiéndole a mujeres que ni siquiera conocía que se desnudaran delante de él. Y no hay que olvidar que era un devoto creyente, así que su actividad le planteaba inevitablemente un conflicto moral.

– ¿Por qué?

El padre Azetti levantó los ojos hacia el techo.

– El cardenal Ratzinger hablaba en nombre de toda la Iglesia cuando condenó cualquier intento de interferir en la concepción natural.

– ¿Se refiere al control de natalidad?

– No sólo a eso. La Iglesia rechaza la inseminación artificial con la misma fuerza que condena la interrupción del embarazo.

– No lo sabía.

– Pues así es. La postura de la Iglesia es muy clara. Los niños deben ser concebidos mediante un acto de unión sexual, o sea, de modo natural. Igual que la anticoncepción interfiere en la voluntad de Dios, también lo hace la… ¿Cómo lo llaman? La tecnología reproductiva. Prácticamente todo lo que se hace en una clínica como la de Baresi está terminantemente prohibido por la Iglesia.

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