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CAPÍTULO 17

Lassiter y Bepi se despidieron delante del hotel Hassler.

En el coche habían quedado en que Bepi intentaría atar un par de cabos sueltos para Lassiter; por supuesto, con suma discreción. Para empezar, el italiano llamaría a los otros hermanos de Grimaldi que figuraban en el expediente del Departamento de Estado. Quién sabe, puede que supieran algo de él.

En cuanto a Lassiter, tenía intención de volar a Suiza al día siguiente.

– ¿No irá a intentar conseguir información sobre la cuenta suiza de Grimaldi? -le preguntó Bepi sorprendido. -Porque, ya sabe… Eso es… -Movió la cabeza de un lado a otro.

– Claro que no -contestó Lassiter, aunque no era sincero. -No olvide que Grimaldi también tenía una casa en Suiza.

– Es verdad -dijo Bepi con voz distraída mientras miraba a la guapa chica que pedía firmas para la reapertura definitiva de la escalinata. -Cerca de Saint Moritz, ¿no? ¿Y después qué planes tiene?

Lassiter no tenía ninguno.

La chica cogió a Bepi de la manga, engatusándolo coquetamente, y él se dejó llevar. Antes de firmar se dio la vuelta y sonrió a Lassiter encogiéndose de hombros.

El vuelo a Zurich sólo duraba una hora. Al aterrizar, Lassiter tardó casi lo mismo en encontrar alojamiento. Los principales hoteles de la ciudad estaban llenos. Finalmente consiguió una habitación en el Florida, un hotelito agradable, aunque un poco avejentado, que había cerca del lago. Ya se había alojado allí en una ocasión, cuando Lassiter Associates había trabajado en un caso relacionado con un litigio entre el Sindicato del Acero y una fundición de aluminio de West Virginia que pertenecía a un misterioso multimillonario europeo.

Su habitación se parecía mucho a la que recordaba de aquella otra ocasión. Era inesperadamente grande y tenía un ventanal que daba al Zurichsee. Probablemente tuviera una hermosa vista del lago, pero el cristal estaba empañado por la humedad.

Aunque no sabía explicar exactamente por qué, Zurich era una de sus ciudades favoritas. Gris y pétrea, antiquísima y apartada de todo, estaba encaramada al borde de un lago oscuro de aguas gélidas. Era una ciudad enamorada de la alta cultura, más alemana que suiza. Además, estaba pensada para pasear. Lassiter metió su bolsa de viaje dentro del armario y salió a caminar por la orilla del lago. Una débil nevada tamizaba el cielo incoloro, posándose en sus hombros. De camino al casco histórico de la ciudad, Lassiter observó a dos cisnes deslizándose por el agua casi negra. Quizá fuera por el barrio en el que estaba, pero cualquiera habría pensado que las principales actividades comerciales de Zurich eran las litografías, los libros y los instrumentos musicales antiguos, con los remedios de herbolario pisándoles los talones.

No tardó en cruzar el puente Munster y en acceder a las estrechas calles adoquinadas del casco histórico, llenas de tiendas con precios astronómicos. Tenía la esperanza de que el paseo le levantara el ánimo, y al principio lo hizo. Pero, al final, lo único que consiguió fue tener más frío que antes. Las tiendas eran preciosas, pero, dadas las circunstancias, inútiles; no necesitaba nada ni tampoco tenía nadie a quien hacerle un regalo.

Giró hacia la Bahnhofstrasse y recorrió un par de manzanas, hasta que llegó al edificio que había estado buscando sin saberlo: la sucursal del Crédit Suisse en la que Franco Grimaldi había recibido una transferencia cuatro meses antes.

No sabía por qué había ido hasta allí; sólo era un banco. Pero estar en esa oscura calle de Zurich, sabiendo que era parte del mundo de Grimaldi, que él había entrado y salido por esas mismas puertas, lo llenó de esperanza. Igual que la habitación desnuda de la via Genova, este lugar formaba parte del mundo de Grimaldi y, aquí, Lassiter sentía más cercana su presencia.

Comió una cena poco inspirada en el comedor del hotel y le preguntó al conserje cómo podía ir a Zuoz. El conserje le recomendó que no hiciera todo el trayecto en coche.

– Llegará antes si va en tren hasta Chur. Desde allí quizá sí le convenga conducir. -Si Lassiter quería, él podía encargarse de los preparativos, incluida la devolución del coche de alquiler. Los suizos son famosos por su falta de curiosidad, pero, puede que animado por la generosa propina de Lassiter, el conserje se interesó por sus planes. -Zuoz es un pueblo precioso. Va a esquiar, ¿no?

– Sí. – ¿Qué otra cosa podría haber dicho?

– Este año no hay mucha nieve, pero siempre puede esquiar en el glaciar de Pontresina.

Estuvieron comentando cosas por el estilo durante unos minutos. Al subir a su habitación, Lassiter abrió el minibar, sacó una botellita de whisky escocés y se sirvió un vaso. Después se sentó y marcó el número de teléfono de Max Lang.

Max era el máximo representante de la Hermandad Internacional de Trabajadores de Banca y Servicios Financieros, una asociación internacional con base en Ginebra que contaba con más de 2,3 millones de afiliados en países tan distantes como Noruega, India o Estados Unidos. Como el propio Max decía, se pasaba la mayoría del tiempo «volando de una conferencia a otra, de un aeropuerto al siguiente».

El caso de la fundición de aluminio había sido distinto. No le habían pedido a Max que diera una conferencia, sino que acabara con una guerra financiera que había dejado sin empleo a mil quinientos trabajadores en Emporia, West Virginia. Lassiter había sido contratado por el sindicato para investigar a la patronal. Desde West Virginia, donde estaba la fábrica, el rastro de papeles llevaba hasta Suiza, algo que resultaba sorprendente en sí mismo. Las sucesivas investigaciones revelaron que la fábrica pertenecía a un industrial holandés, un playboy de extrema derecha cuya principal afición consistía en «reventar» sindicatos.

La asociación de Lang, que, al fin y al cabo, representaba a trabajadores relacionados con el mundo de las finanzas, no tenía nada que ver con los trabajadores del metal. Pero Max, que había aceptado mediar con los banqueros del millonario holandés como «cortesía fraternal», convenció a éstos de que, a largo plazo, reventar sindicatos realmente iba en contra de sus intereses.

Los banqueros le escucharon y, al final, el conflicto se solucionó y los trabajadores recuperaron su trabajo; Max Lang quedó como un auténtico héroe.

– Max, soy Joe Lassiter.

– ¡Joe! ¡Qué sorpresa!

– ¿Cómo estás?

– Muy bien. ¿Tienes otro caso para mí?

– No.

– Es una pena. Les dimos bien, ¿eh?

– Sí.

– Desde luego, los jodimos bien.

– De hecho, Max, eso es exactamente lo que hicimos.

– ¡Porque se lo merecían!

– Así es.

– ¡Bien! Pues que se jodan.

Lassiter se rió. Se había olvidado de la manía de Max de imitar a Al Pacino en Scarface.

– Fueron buenos tiempos -dijo Max riéndose entre dientes. – ¡Los mejores! Con un final feliz y todo.

– Desde luego.

– Bueno, dime.

– Necesito que me hagas un favor, Max.

– Lo que sea.

– Es un favor muy grande. Entendería que no pudieras hacerlo.

Max gruñó.

– Dispara -dijo.

– No es algo de lo que se pueda hablar por teléfono.

– Entiendo.

– ¿Sigues usando PGP?

– Mientras no salga nada mejor -contestó Max.

– ¿El mismo código de siempre?

– Absolutamente.

– Quiero mandarte algo por correo electrónico. ¿Sigues teniendo la misma dirección?

– Sí, claro.

– Perfecto. Después podríamos vernos en Ginebra.

– Wunderbar!

– Puede que en un par de días. Te llamaré.

– Muy bien.

– Y, como te he dicho, si no te sientes cómodo con lo que te voy a pedir… Es importante, pero lo entendería.

– ¿Me vas a mandar la jodida información o no?

– Ahora mismo te la mando.

– Pues, ¿a qué esperas?

Lassiter colgó el teléfono, encendió el ordenador portátil, creó un documento nuevo -grimaldi- y escribió unas líneas:

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