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Max:

Ya sé que lo que te voy a pedir no es fácil, pero… necesito los movimientos de una cuenta de la sucursal de la Bahnhofstrasse del Crédit Suisse de Zurich. Pensé que alguno de tus afiliados quizá podría conseguirlo. En cualquier caso… la cuenta está a nombre de un italiano. Se llama Franco Grimaldi. El número de cuenta es Q6784-319. Y lo que me interesa especialmente es una transferencia de $50.000 que recibió en julio. Necesito saber quién mandó el dinero.

Joe

Lassiter salvó grimaldi en el disco duro y accedió al directorio /n-cipher,pgp. Se trataba de un programa individualizado que garantizaba la más alta privacidad, un potente programa de codificación que resultaba prácticamente impenetrable. ¡Y ya podía serlo! Lo que le estaba pidiendo a Max Lang no sólo era un delito: era prácticamente una declaración de guerra, un ataque frontal a la mismísima raison d’être de Suiza: el secreto bancario. Tan sólo hablar de ello podía costarle el puesto a Max, así que Lassiter codificó el mensaje en el disco duro. El procedimiento era muy simple. Sólo tenía que acceder a la ventana principal, teclear «codificar» y seleccionar grimaldi como el documento elegido. Al hacerlo, una nueva ventana apareció en la pantalla, y Lassiter buscó en una larga lista hasta que encontró [email protected]. Una vez codificado el documento volvió al menú original y, para asegurarse de que Max no salvara el texto decodificado en su disco duro, Lassiter seleccionó «otras opciones» y eligió la opción «sólo lectura». Eso significaba que, una vez decodificado, el texto podría leerse en la pantalla pero no se podría salvar en ningún archivo.

Una vez tomadas estas precauciones, envió el documento. La respuesta le estaría esperando cuando llegara a Ginebra. O quizá no. Después de todo, lo que le estaba pidiendo a Max no era cualquier cosa.

La mañana siguiente, Lassiter desayunó en su habitación Y llamó por teléfono a Riordan.

– No deberías haberte molestado -dijo Riordan. – ¿Que qué novedades hay? ¿Qué cómo van las cosas? -Se rió. -No tenemos nada. Nada. Lo único que te puedo decir es que encontraron el coche de la enfermera en un descampado al norte de Hagersown.

– ¿Y Grimaldi?

– Se ha esfumado. Eso es lo que dicen los periódicos y, la verdad, tengo que darles la razón. El tipo se ha esfumado, ¿vale? Es un maldito desastre. Y encima han matado a otro agente en acto de servicio; es el segundo en una sola semana. Es Navidad y tenemos dos funerales. ¡Dos! Imagínatelo. A un lado la valiente madre número uno, al otro la valiente madre número dos y, en medio, una joven viuda incapaz de contener las lágrimas y un niño huérfano. ¿Y qué tenemos nosotros? Nada. ¡A un asesino con la cara como una piel de cerdo! -Se volvió a reír. -Pero no lo ha visto nadie. -Riordan hizo una pausa para recuperar el aliento. – ¿Y tú qué te cuentas? ¿Me vas a alegrar el día con alguna buena noticia? Y, además, ¿dónde demonios estás?

– En Suiza.

– Ah.

– Acabo de llegar de Roma.

– ¿De verdad? ¿Te has enterado de algo nuevo?

– Me he enterado de que Grimaldi tuvo una especie de conversión religiosa hace unos años. Se deshizo de todos sus bienes materiales. Donó todo su dinero a obras de caridad.

– Me estás tomando el pelo.

– En absoluto.

Después de un breve silencio, Riordan dijo:

– No lo creo.

Zuoz era un pueblecito precioso acurrucado en la ladera de una montaña. Las estrechas calles estaban flanqueadas por casas señoriales del siglo xvi de color crema, ocre o gris con grandes y bellísimas puertas de madera. Las aceras estaban repletas de personas excepcionalmente bien vestidas que iban de un lado a otro bajo una débil lluvia.

Incluso con un mapa, Lassiter tardó bastante en encontrar la dirección que buscaba, que, al final, resultó estar tan sólo a diez minutos andando del centro del pueblo. Pero, a pesar del mapa, y del reducido tamaño del pueblo, se perdió y tuvo que preguntar el camino dos veces, luchando con su alemán.

– Ist das der richtig Weg zu Ramistrasse?

– Ja.

Pasó por una placita con una fuente austera y perfectamente cuadrada. ¡Era tan distinta de las fuentes de Roma! El único ornamento lo constituía una estatua de un oso de pie con una de las patas cortadas: el emblema de alguna ancestral familia suiza.

Por fin, encontró la casa. Era un chalet de tres pisos con una placa de bronce al lado de una puerta de madera que sin duda tenía más años que todo Estados Unidos. La placa decía:

Gunther Egloff, Direktor

Salve Cáelo

Services des Catholiques Nord

Gemeinde Pius VI

Lassiter llamó a la puerta y esperó. Al cabo de bastante tiempo, oyó una voz por un micrófono escondido junto a la placa.

– Was ist?

Lassiter se identificó. Al poco tiempo, un hombre de mediana edad con aspecto próspero abrió la puerta. Algo de barriga, un jersey de cachemir, zapatillas de borrego en los pies. Sujetaba unas gafas de leer en una mano y un vaso de vino caliente en la otra. Del interior de la casa salía música de ópera y olor a leña.

– Bitte?

Lassiter vaciló. La razón que lo había llevado allí parecía remota, casi imposible, en ese reducto burgués de bienestar. Asesinatos. Incendios provocados. Terror en la noche.

– ¿Habla usted mi idioma?

– Un poco.

– Es que mi alemán…

– Sí, sí. Entiendo. ¿En qué puedo ayudarlo?

– Se trata del dueño de la casa, el señor Grimaldi.

Una expresión de sorpresa se apoderó de la cara del hombre. Después sonrió y abrió la puerta.

– Por favor, pase. Debe de tener frío.

Lassiter le dio las gracias y se presentó mientras cruzaban el umbral de la casa.

– Me llamo Egloff -dijo el hombre, haciéndole pasar a una enorme habitación presidida por una inmensa chimenea de piedra. – ¿Quiere un vaso de vino?

– Es usted muy amable -repuso Lassiter mientras su anfitrión bajaba el volumen de la música de Puccini. Después cogió una herramienta para el fuego y atizó las brasas.

– Pero me temo que está equivocado sobre la casa -dijo Egloff. -El señor Grimaldi dejó de ser el dueño hace varios años.

– ¿De verdad?

– Sí. ¿Puedo preguntarle…? ¿Es usted norteamericano? ¿Canadiense?

– Norteamericano.

– Y dígame: ¿Está interesado por la casa… o por el señor Grimaldi?

– Por Grimaldi.

– Ya veo. -Egloff sirvió un vaso de vino y se lo ofreció a Lassiter.

– Soy investigador privado -explicó Lassiter.

Las cejas de Egloff se alzaron. Parecía divertido.

– ¡Un detective!

La mirada de Lassiter se vio atraída hacia la pared del fondo, donde un mapa topográfico mostraba una región montañosa en un país sin fronteras. Egloff siguió su mirada.

– ¿Sabe de qué país se trata? -preguntó.

Lassiter se encogió de hombros.

– Puede ser Rusia. Quizá Georgia.

– Bosnia. Trabajamos mucho en Bosnia, con los refugiados.

– ¿A quién se refiere?

– A Salve Cáelo.

Lassiter movió la cabeza.

– Lo siento, pero no…

– Es una organización humanitaria. Trabajamos muy duro en los Balcanes.

– Ah -dijo Lassiter recordando los numerosos sellos de Zagreb y Belgrado que contenía el pasaporte de Grimaldi.

– ¿Está familiarizado con el problema de Bosnia, señor Lassiter?

Lassiter hizo un ademán indefenso con las manos.

– Lo suficiente para saber que es muy complejo -respondió.

– Al contrario. Es muy simple. Se lo puedo explicar en dos palabras.

Lassiter sonrió

– ¿Sí?

Egloff asintió.

– Imperialismo islámico. A lo que nos enfrentamos en Bosnia es a un tumor político, al principio de algo terrible. ¿Qué le parece?

– Me parece que ha usado más de dos palabras -señaló Lassiter.

Egloff se rió.

– ¡Tiene razón! Le ofrezco mis disculpas. Pero, ahora, dígame: ¿qué es eso que está investigando?

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