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– Un asesinato. Asesinatos, en plural.

– ¡Vaya! Verdaderamente, señor Lassiter, ¡es usted una caja de sorpresas!

– Mataron a una mujer y a su hijo -contestó Lassiter.

– Ya veo. ¿Y el señor Grimaldi?

– Grimaldi es el asesino.

– Ah. -Egloff se sentó, cruzó las piernas y bebió un poco de vino. -La verdad, no lo creo.

Lassiter se encogió de hombros.

– Entonces se equivoca.

– Bueno, si está usted tan seguro… Pero ¿qué es lo que espera averiguar en Zuoz?

– Quiero saber la razón. Quiero saber por qué lo hizo.

Egloff hizo un sonido con el paladar y suspiró.

– ¿Y ha viajado desde América para eso? ¿Sólo para ver esta vieja casa?

– Estaba en Roma. Y sabía que Grimaldi tenía una casa aquí, así que…

– Sí. Claro. La casa. Como le he dicho, antes era suya. Pero de eso hace ya muchos años.

– Entonces, ¿usted lo conoce?

– Desde luego -dijo y bebió un poco más de vino.

– ¿Y que impresión tiene de él?

Algo que había apoyado sobre la mesa que Lassiter tenía al lado emitió un suave chirrido. Era una especie de intercomunicador, el tipo de aparato que Kathy solía llevar de un lado a otro de la casa para poder oír a Brandon mientras dormía.

– Mi mujer -explicó Egloff. -Está bastante enferma.

– Lo siento.

– Solo será un momento. Por favor, sírvase usted mismo -dijo señalando hacia la jarra de vino al tiempo que se incorporaba.

Mientras Egloff se ausentó, Lassiter estuvo observando las acuarelas que colgaban en las paredes. Eran unas pinturas realmente extraordinarias de temas religiosos de siempre adaptados a los tiempos actuales. Una Anunciación mostraba a una chica con un camisón con dibujos de renos arrodillada junto a su cama mientras un ángel musculoso salía del televisor. Había una Última Cena en una cafetería. Saúl camino a Damasco era un hombre caminando entre coches con una mochila a la espalda mientras una luz temblorosa caía sobre su cabeza como si fuera una cascada. Egloff no tardó en volver.

– Resultan sorprendentes -comentó Lassiter señalando las pinturas.

– Gracias. Las ha pintado mi mujer -dijo Egloff mientras se sentaba. -Volviendo a su señor Grimaldi… La verdad es que cuando vi la casa por primera vez me llevé una mala impresión de él. Estaba decorada con todo tipo de objetos dorados y los muebles eran de cuero. ¡Cuero negro! ¿Se imagina? ¡En un chalet como éste! Pero, después, cuando lo conocí personalmente…, me sorprendió muy gratamente. Vestía con modestia y se mostraba reservado; un auténtico caballero.

– ¿Y… consiguió la casa a un buen precio?

Egloff vaciló un instante antes de contestar.

– Sí. La compré a un precio justo.

– ¿Le dijo Grimaldi por qué quería vender la casa?

Egloff se encogió de hombros.

– Me dio la impresión de que estaba atravesando ciertas dificultades económicas.

– ¿De verdad? -preguntó Lassiter. -Pues a mí me han dicho que donó todo su dinero a obras de beneficencia.

– ¿Sí? ¿Y quién le ha dicho eso?

– Su hermana.

– Ya veo -dijo Egloff, que por primera vez parecía incómodo.

– Puede que su organización… Ha dicho que era una organización humanitaria, ¿verdad?

De repente, Egloff dio una palmada y se levantó con una sonrisa pesarosa.

– Bueno, aunque su compañía resulte de lo más interesante, me temo que… tengo que volver al trabajo. -Cogió a Lassiter del brazo, lo acompañó hasta la puerta de entrada y le dio la mano.

– Tal vez… -añadió. -Si me deja una tarjeta… Quién sabe, puede que recuerde algo que le pueda resultar de utilidad.

– Muy bien -contestó Lassiter y sacó una tarjeta del bolsillo interior de la chaqueta.

Egloff observó la tarjeta.

– ¿Y mientras permanezca en Suiza, señor Lassiter?

– Estaré en el Beau Rivage de Ginebra.

– Muy bien. ¿Y después?

– Después volveré a Washington -repuso Lassiter. Y mientras lo decía se dio cuenta de que estaba mintiendo.

Egloff abrió la puerta y se dieron la mano por segunda vez. Lassiter salió a la calle y se levantó el cuello del abrigo para protegerse del frío.

Egloff le despidió con la mano y dijo:

– Ciao!

Y después cerró la puerta, dejando a Lassiter solo en los escalones de la entrada. Lassiter permaneció allí unos instantes, mirando la placa de bronce, memorizando los extraños nombres. Salve Cáelo. Services des Catholiques Nord. Gemeinde Pius VI. Al darse la vuelta para marcharse, la mirilla de la puerta pareció parpadear, como si fuera la membrana nictitante del ojo de un halcón, o de un búho.

Pero Lassiter sabía que eso era sólo su imaginación. La puerta no era más que una puerta y, si había alguna rapaz vigilándolo, ése era Egloff.

De hecho, Lassiter tenía planeado viajar a Ginebra esa misma noche. Incluso había comprado el billete para el tren a Ginebra que salía de Chur.

Mientras esperaba en el frío andén de Chur, comprobando la tabla de horarios, estuvo observando uno de esos magníficos mapas de los ferrocarriles suizos. Y cambió de idea. No tenía ninguna prisa por llegar a Ginebra y, además, tenía cosas que hacer allí mismo, en Chur. Encontró una habitación para pasar la noche en un hotelito que había justo enfrente de la estación.

La entrevista con Egloff había resultado desconcertante. Por un lado estaba todo aquello del «imperialismo islámico», pero, además, estaba el hecho de que Egloff no le hubiera hecho ni una sola pregunta sobre el asesinato de su hermana. Y eso resultaba sorprendente; la gente siempre sentía curiosidad cuando había un asesinato de por medio. En cambio, sí se había interesado por sus planes de viaje y por el hotel en el que se iba a alojar en Ginebra.

Pero había algo más, pensó Lassiter, mirando la estación de tren desde la habitación de su hotel. Su encuentro con Egloff había estado plagado de coincidencias, y las coincidencias lo ponían nervioso.

Egloff estaba involucrado en una organización humanitaria de carácter religioso; igual que Grimaldi, aunque sólo fuera como benefactor. Una de las organizaciones de Egloff había estado involucrada activamente en los Balcanes; igual que Grimaldi, según se deducía de su pasaporte. Aunque también podrían ser sólo eso: coincidencias. Mucha gente donaba dinero a obras de caridad y había muchas organizaciones humanitarias en Bosnia. Que Egloff y Grimaldi tuvieran tanto en común no era algo tan extraño. Lo que sí resultaba raro, pensó Lassiter, era la discrepancia sobre la venta de la casa. ¿Había vendido la casa Grimaldi, como mantenía Egloff, o la había regalado, como decía Angela? Diciéndolo de otra manera: ¿le había mentido Egloff? La respuesta le estaba esperando en Chur, la capital del cantón al que pertenecía Zouz.

Por la mañana le preguntó al conserje dónde estaba el Handelsregister, la oficina del registro de la propiedad. Resultó que sólo estaba a un par de manzanas. Una vez dentro, Lassiter le explicó al hombre que lo atendió que estaba interesado en una propiedad de Zuoz. El hombre asintió, fue a otra habitación y volvió un minuto después con un inmenso libro encuadernado en cuero. En él, Lassiter encontró un listado cronológico de cada transacción que había tenido lugar en Zuoz desde 1917. La lista estaba manuscrita en una docena de letras distintas, todas ellas en tinta azul. Pasó las páginas, una a una, hasta que encontró la anotación que buscaba.

La casa había sido vendida a Salve Cáelo en 1991 por un importe de un franco suizo, algo menos de un dólar. Inmediatamente debajo del registro de la transacción aparecían las firmas de Franco Grimaldi (Ital.) y Gunther Egloff. Con el libro delante, de pie en el Handelrregister, Lassiter siguió el trazo de la firma de Grimaldi con el dedo índice mientras se preguntaba por qué le habría mentido Egloff.

Después de pasar por un paisaje de postal tras otro, el tren se detuvo finalmente en la estación de Ginebra con gran estrépito de los frenos. Lassiter aprovechó la media hora que le sobraba para encontrar un hotel; cualquier hotel menos el Beau Rivage. Después fue andando hasta La Perle, donde encontró a Max sentado solo a una mesa con vistas al lago.

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