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– Pero, aun así, Baresi siguió adelante con su proyecto -dijo Lassiter.

El párroco bajó la mirada.

– Él creía que tenía una dispensa especial. -Azetti suspiró. -Además, Baresi no es ni mucho menos el único católico que ha hecho caso omiso de las opiniones del Vaticano sobre esta cuestión. La Iglesia prohíbe el control de natalidad, pero en Italia, un país que sigue siendo católico en su práctica totalidad, la gente tiene pocos hijos y el crecimiento demográfico se ha estabilizado. Y le puedo asegurar que los italianos no son muy dados a la castidad. -Azetti se encogió de hombros y volvió a llenarse el vaso de vino. -Pero, volviendo a usted, ¿qué vamos a hacer sobre su mujer?

Lassiter no le contestó.

– Estará en la pensión, ¿no? Me sorprende que viajaran hasta tan lejos sin tan siquiera llamar antes. La pobre debe de sentir una gran decepción. Si quiere, yo podría hablar con ella.

– No, padre…

– Se me da bien escuchar -lo interrumpió Azetti.

– Me temo que ha habido una confusión -dijo Lassiter.

– Ah.

– No estoy casado.

El párroco parecía confuso.

– ¿Entonces? -preguntó al tiempo que levantaba las palmas de las manos.

– He venido a Montecastello porque mi hermana estuvo en la clínica del doctor Baresi hace varios años.

– ¡Ah! Su hermana. Y ¿consiguió lo que deseaba?

– Sí. Tuvo un niño maravilloso.

Azetti asintió con una sonrisa. Pero en seguida la sonrisa se convirtió en un gesto de preocupación.

– La verdad, no lo entiendo. ¿Por qué ha venido entonces a verme?

– Mi hermana murió en noviembre.

El párroco frunció el ceño.

– Lo siento mucho. ¿Y el chico? Bueno, supongo que ahora eso será cosa del padre.

Lassiter movió la cabeza.

– No tenía padre. Lo crió ella sola. Y, además, el niño también está muerto. Los dos murieron asesinados.

Azetti rehuyó su mirada. Al cabo de unos segundos inquirió:

– ¿Cómo ocurrió?

– Los mataron mientras dormían. Luego incendiaron la casa.

Hubo un largo silencio. Azetti cortó otro trozo de pan y lo mojó en el vino.

– ¿Y por eso ha venido? -dijo por fin.

Lassiter asintió.

– El hombre que los mató era italiano. No creo que conociera de nada a mi hermana. He averiguado que…

El párroco se levantó y empezó a andar en círculos por la habitación. Parecía asustado, como si algo peligroso le rondara la cabeza.

– ¿Y dice que era varón?

Lassiter asintió mientras seguía los movimientos del párroco con la mirada.

– Me pregunto… -dijo Azetti.

– ¿El qué, padre?

– Me preguntó si sabrá… Aunque claro, puede que no lo sepa. Me pregunto si sabe a qué procedimiento se sometió su hermana.

– Sé que era una donación de óvulo. Creo que se llama…

– Donación de oocito. -El párroco pronunció las palabras como si fueran una enfermedad mortal. Siguió dando vueltas unos segundos más. Después se paró, se rascó la coronilla y miró a Lassiter fijamente. -Aunque, claro -añadió, -desgraciadamente, ese tipo de tragedia tampoco es tan infrecuente. Hay tanta violencia en el mundo… Sobre todo en Estados Unidos. ¿Vivían en una gran ciudad? Desde luego, vivimos tiempos difíciles.

Lassiter asintió.

– Tiene razón. Vivimos en un mundo muy violento, pero mi hermana no es la única paciente de Baresi que ha muerto asesinada.

– ¿Qué quiere decir?

– También han asesinado a un niño en Praga. Más o menos en las mismas fechas y en circunstancias similares. Y a otro en Londres. Y en Canadá y en Río de Janeiro. Sólo Dios sabe cuántos más habrán muerto. Por eso he venido, porque todos esos niños asesinados fueron concebidos en la clínica del doctor Baresi.

El párroco se dejó caer en su silla, inclinó la cabeza hacia adelante y cerró los ojos. Después apoyó los codos en la mesa y se acarició el pelo. Permaneció así mucho tiempo, en silencio. Fuera estaba empezando a llover.

Por fin enderezó el cuerpo, apoyó las manos en la mesa, una encima de la otra, y bajó la cabeza hasta descansarla sobre ellas. Así, con la cara escondida y la barbilla prácticamente enterrada en el pecho, murmuró algo que Lassiter no entendió.

– ¿Qué? -preguntó Lassiter.

– Es la voluntad de Dios -declaró Azetti. Empujó la mesa con las manos y miró a Lassiter fijamente. Tenía una mirada salvaje, turbia. -O puede que sea todo lo contrario -agregó después.

– Padre…

– No puedo ayudarlo -lo interrumpió el párroco al tiempo que se daba la vuelta.

– Yo creo que sí puede.

– ¡No puedo!

– Entonces morirán más niños.

Azetti tenía los ojos bañados en lágrimas.

– No lo entiende -dijo. Después respiró hondo y recobró la compostura. -El secreto de confesión es sacrosanto. Lo que se dice en confesión queda sellado para toda la eternidad. Al menos, así debería ser.

– ¿Por qué dice que así debería ser?

El párroco movió la cabeza.

– Usted sabe quién está detrás de todo esto, ¿verdad? -dijo Lassiter.

– No -contestó el párroco, y Lassiter supo que le estaba diciendo la verdad. -No, no lo sé. Pero hay una cosa que sí puedo decirle: cada faceta de la vida de Baresi, su trabajo como científico, sus estudios teológicos, su trabajo en la clínica, forma parte de la respuesta que usted está buscando. -El párroco respiró hondo y volvió a guardar silencio.

– ¿Eso es todo? -preguntó Lassiter.

– Eso es todo lo que puedo decirle -replicó el párroco.

– Pues muchas gracias por su ayuda -dijo Lassiter con evidente sarcasmo. -Lo tendré en cuenta. Y si alguna de las madres me pregunta por qué ha tenido que morir su hijo, le hablaré de su voto. Le diré que su hijo ha muerto por una cuestión de principios. Seguro que lo entiende. -Cogió su chaqueta y se levantó.

– Espere -lo detuvo el párroco. -Hay otra cosa. -Antes de que Lassiter pudiera decir nada, Azetti salió de la habitación y entró en un estudio contiguo. Lassiter oyó cómo abría unos cajones y removía los objetos. Por fin, el párroco volvió a la habitación.

– Tome -dijo y le entregó una carta.

– ¿Qué es?

– Me la mandó Baresi desde el hospital pocos días antes de morir. Creo que podrá responder a algunas de sus preguntas. -Lassiter miró la carta, que ocupaba tres hojas de papel cebolla escritas a mano por las dos caras. Fuera, una campana empezó a repicar.

Azetti se remangó y miró la hora.

– Tengo confesión hasta las ocho -indicó. -Si vuelve después se la traduciré.

– ¿No podría…?

Azetti sacudió la cabeza.

– No -replicó. -Montecastello es un pueblo pequeño y ya debe de haber cola.

– Pero, padre…

– Esto ha esperado miles de años, así que puede esperar unas horas más.

CAPÍTULO 28

Necesitaba pensar. O, mejor aún, necesitaba dejar de pensar.

El párroco le había estado intentando decir algo sin romper su voto de silencio. Algo sobre las distintas facetas de Baresi y el modo en que éstas encajaban entre sí. Pero no tenía sentido. O, si lo tenía, Lassiter no lo encontraba.

Necesitaba salir a correr.

Eso es lo que hacía siempre que tenía un problema que no sabía resolver: dejaba la mente en blanco y corría. A menudo, la solución le llegaba sin buscarla, como un regalo.

Pero no podía salir a correr en Montecastello. Tendría que dar la vuelta al pueblo al menos media docena de veces para conseguir recorrer la distancia mínima. Además, los adoquines eran una tortura para los tobillos y, aunque no hubiera estado lloviendo, las calles tenían tantas esquinas que le sería imposible conseguir un ritmo. Y tampoco podía correr por la carretera que bajaba desde el pueblo; eso sería como tirarse por un precipicio y luego volver a subir escalando.

Así que cogió el coche e intentó no pensar en nada. Con un poco de suerte, la respuesta llegaría sola. Conducir funcionaba a veces, aunque, como técnica de meditación, no era tan fiable como correr.

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