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Según el mapa, Spoleto estaba a cuarenta kilómetros de Montecastello. Parecía una distancia perfecta. Una hora para ir y otra para volver. Además, al llegar, podría darse un paseo por el centro.

Pero en el mapa no aparecía la cordillera que separaba las dos poblaciones. La carretera era una continua sucesión de curvas, y los precipicios bastaban para quitarle el aliento al más valiente. Eso sí, el paisaje era precioso. Tardó una hora y media en llegar a una señal que decía: Spoleto, 10 km. A pesar de todo, siguió adelante hasta que se encontró con un camión que lo obligó a subir las cuestas envuelto en una nube de humo de gasoil. Ante la imposibilidad de adelantarlo, Lassiter acabó dando la vuelta en una gasolinera de Agip que encontró a unos siete kilómetros de Spoleto. El sol se acababa de poner detrás de las montañas y en el cielo sólo quedaba un débil rubor violáceo. El reloj del salpicadero marcaba las 18.15 horas.

– Ha venido alguien preguntando por ti. Se acaba de marchar -le dijo Hugh cuando Lassiter entró en el vestíbulo de la pensión.

– ¿Quién era? -preguntó Lassiter.

– No me ha dicho cómo se llamaba, sólo que era un amigo tuyo.

Lassiter miró al inglés.

– No tengo ningún amigo en Italia -replicó. – ¿No ha dejado ningún recado?

– No. Dijo que quería darte una sorpresa. Me preguntó dónde podría encontrarte. -Hugh frunció el ceño. -Le dije que habías ido a ver al párroco.

Todos los músculos de Lassiter se tensaron a la vez. Al verlo, Hugh frunció el ceño.

– He hecho mal, ¿verdad?

– No lo sé. ¿Qué aspecto tenía?

– Era muy grande. De hecho, era enorme.

– ¿Italiano? -preguntó Lassiter.

Hugh asintió.

– ¿Tiene alguna otra salida la pensión? -inquirió Lassiter.

Hugh se quedó pálido, pero no tardó en reaccionar, asintiendo vigorosamente.

– Sí -dijo y lo condujo por el pasillo, a través de la cocina, hasta una puerta que daba a un callejón trasero.

– Lo siento terriblemente, Joe.

– No pasa nada -contestó Lassiter. Después empezó a correr.

Al poco tiempo llegó a un callejón sin salida cuya única iluminación procedía de una ventana. En el cielo, la luna se ocultó detrás de una gruesa capa de nubes. Lassiter sabía que era muy posible que alguien, probablemente el Armario, lo estuviera esperando en la iglesia, pero no tenía más remedio que arriesgarse. Era temprano, y todavía habría gente por la calle. Y, además, después de todo, era una iglesia. Tal vez podía pedirle al párroco que lo acompañara de vuelta a la pensión.

Entonces advirtió que se había perdido. Ya debería estar en la plaza. Dio la vuelta y volvió sobre sus pasos, o al menos eso creía, pero, de hecho, se adentró más y más en el laberinto de callejuelas. Por fin, cuando empezaba a pensar que nunca encontraría el camino, giró a la izquierda y allí estaba la plaza.

Respiraba pesadamente; delante de él, el aire se condensaba formando pequeñas nubes. No era por la carrera: era la adrenalina. Notaba cómo le llegaba a chorros al corazón, y Lassiter sabía perfectamente que eso podía ser perjudicial. Inspiró hondo, aguantó la respiración y dejó salir el aire. Volvió a llenarse los pulmones de aire. Y otra vez.

Al otro lado de la plaza vio a tres hombres en el mirador que daba al precipicio. A pocos metros de ellos, el dueño del café Luna estaba echando el cierre. Uno de los hombres le pidió un paquete de cigarrillos. El dueño del café murmuró algo entre dientes, subió el cierre y volvió a entrar en el comercio. Lassiter se fijó en los hombres.

Se había equivocado. Sólo eran dos, pero el segundo era grande y cuadrado como un armario.

Con el corazón latiéndole de nuevo a un ritmo normal, Lassiter cruzó la plaza a toda prisa mientras los dos hombres miraban las luces de Todi en la lejanía. Subió los escalones de la iglesia de dos en dos.

Dentro había tan poca luz como en la calle. Las pequeñas velas del atril se derretían dentro de sus pieles, rojas como la sangre, y los candelabros eléctricos sólo daban una luz muy tenue.

– ¿Padre? -susurró con la voz tan baja que la palabra apenas le salió de la garganta. – ¿Padre? -repitió. Pero no respondió nadie. El párroco debía de estar en su despacho. Lassiter se recriminó a sí mismo por llegar tan tarde a su cita con Azetti. Pero la iglesia seguía abierta, así que el párroco tenía que estar en alguna parte.

Volvió a salir a la plaza y fue a las habitaciones de Azetti, que se encontraban en un edificio anejo a la iglesia. Los dos hombres seguían de espaldas a la plaza, fumándose un cigarrillo en el mirador. Lassiter llamó a la pesada puerta de madera, pero no contestó nadie. Cogió el picaporte y, al ver que giraba, entró. Las luces estaban apagadas, pero ya hacía tiempo que los ojos se le habían adaptado a la oscuridad. Fue de una habitación a otra, llamando al padre Azetti, pero no obtuvo ninguna respuesta.

El silencio era extraño, preocupante. ¿Adonde podía haber ido el padre Azetti? Volvió sobre sus pasos y entró por segunda vez en la iglesia. Quizás el párroco estuviera rezando en una de las capillas; tal vez estuviera tan concentrado en sus oraciones que no lo hubiera oído.

Lassiter no sabía lo que era rezar, no realmente. Una vez que su madre tuvo un arrebato religioso, insistió en que él y Kathy se turnaran para bendecir los alimentos antes de comer y en que rezaran el Padre Nuestro antes de irse a la cama. Pero para Lassiter sólo eran palabras sin significado. Santificado sea tu nombre.

Santificado.

Volvió a llamar al párroco, esta vez más alto.

– ¡Padre Azetti! Soy Joe Lassiter.

Una de las velas se apagó, dejando un olor a cera que le hizo pensar en una tarta de cumpleaños.

Puede que el párroco hubiera salido un momento, puede que algún enfermo terminal hubiera solicitado su presencia.

Decidió esperar, y se acercó al atril para encender una vela por los muertos. Un pequeño cartel señalaba la caja de donativos. Sin pensarlo, Lassiter sacó un billete del bolsillo, lo plegó a lo largo y lo introdujo en la ranura. No sabía si era un billete de un dólar o de cien. También podían ser mil liras. No lo sabía y tampoco le importaba. Tenía una extraña sensación, como si nada de eso estuviera sucediendo realmente, como si los hombres de fuera, lo que le había dicho el párroco y el pueblo tenebroso sólo existieran en su imaginación.

Por Kathy, pensó mientras encendía la vela con un palito. Después encendió otra al lado de la primera. Por Brandon. Se sentía como si estuviera tomando prestado un rito ajeno, y así era.

Esperaría un poco más y, si no llegaba el padre Azetti, buscaría una salida que no diera a la plaza. Mientras tanto, se sentaría en un banco del fondo y mantendría los ojos bien abiertos.

De repente resbaló. Dio dos o tres saltitos hacia un lado para no perder el equilibrio y se agarró al respaldo de un banco.

Miró las baldosas donde había resbalado. La oscuridad le robaba el color a la iglesia, pero distinguió una mancha de algo que parecía negro sin serlo realmente. Entonces notó por primera vez el inconfundible olor a carnicería.

Al acercarse más vio el reguero de sangre que teñía el suelo y siguió el rastro hasta el confesionario.

Nunca había estado dentro de un confesionario. Al abrir la cortina, casi suspiró de alivio al descubrir que estaba vacío. Pero la sensación de alivio sólo le duró unos segundos. Al fijarse en el panel de madera que dividía el confesionario en dos supo perfectamente lo que iba a encontrar al otro lado.

Tenía las suelas de los zapatos pegajosas y el corazón volvía a latirle con demasiada fuerza. Al correr la cortina del otro lado del confesionario vio al padre Azetti sentado con la cabeza apoyada en la celosía. Tenía un pequeño agujero en la sien derecha y una herida de salida del tamaño de un puño en la coronilla. No era necesario mirar para saber que los sesos del párroco estarían esparcidos por el panel de detrás.

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