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Una bala de baja velocidad. Una bala de punta blanda. Una bala que se deshacía con el impacto y se abría en todas direcciones. Antes tenía que fabricárselas uno mismo cortando una cruz en la punta de plomo de la bala, pero ahora las vendían ya preparadas y, además, su efecto era todavía más mortífero.

Lo más probable era que el párroco hubiera estado sentado con la oreja apoyada en la pequeña celosía. El asesino debía de haber entrado por el lado reservado a los penitentes, se había sentado y había sacado la pistola mientras hablaba. «Bendígame padre, porque he pecado.» Y, después, le había disparado a bocajarro con una bala que habría matado a un elefante.

Lassiter tardó un minuto entero en sacar a Azetti del confesionario. Una vez fuera, lo tumbó en el suelo. No sabía bien por qué lo hacía. Quizá fuera porque Azetti parecía incómodo en el confesionario. Le hubiera gustado tener una almohada para ponérsela debajo de la cabeza, pero…

No la tenía. Dejó a Azetti en el suelo y fue hacia el fondo de la iglesia, detrás del altar. Buscó en la confusa zona del ábside, pero no encontró ninguna puerta. Lo más probable era que el ábside de la iglesia estuviera pegado a otro edificio. Tenía dos posibilidades: o se quedaba o se iba. Pero, si se iba, tendría que hacerlo por la puerta principal.

Empujó la puerta con suavidad y miró la plaza. Estaba vacía y, al menos por el momento, iluminada por la luz de la luna. Bajó los escalones corriendo y fue hacia la fuente, cuyo borboteo era el único sonido que se oía. La luz de la luna se reflejaba en el chorro de agua que caía de la boca del león.

Y, entonces, vio a un hombre.

Lo vio con nitidez, de pie, iluminado por la luna, en la esquina de la plaza con la vía della Felice. Un instante después la luna se deslizó detrás de una nube, y el hombre desapareció por completo de su vista. Lassiter fue hacia la otra calle que salía de la plaza, pero la luna volvió a asomarse, iluminando lo que parecía ser un muro.

Era el Armario.

Lassiter se dio la vuelta y empezó a correr. Pero no tenía adonde ir.

– Ecco! Cenzo! -llamó suavemente el Armario. Su voz sonaba sorprendentemente aguda, casi femenina.

Lassiter recorrió la plaza con la mirada: la fuente, la iglesia, el café, el mirador. No tenía escapatoria. El Armario y el hombre que lo acompañaba se acercaban lentamente. Estarían a unos veinte metros. Podía verles la dentadura en la oscuridad. Sonreían.

Lassiter empezó a andar hacia atrás, sin preocuparse por la dirección de sus pasos; bastaba con que fuera la contraria a los hombres. El compañero del Armario se metió la mano en la chaqueta y sacó una Walter y un silenciador. Ajustó el silenciador y le dijo algo al Armario. La espalda de Lassiter chocó contra el muro del mirador. Se acabó. Fin del trayecto.

Mientras los hombres se acercaban lentamente a él, Lassiter se fijó en sus caras iluminadas por la luna. El de la pistola era joven y feo. Tenía la cara aplastada, como si al nacer le hubieran estrujado las facciones con un fórceps. Además, tenía los ojos saltones y el pelo tan corto que no era más que una sombra en su cuero cabelludo. Realmente, parecía un camello.

El Armario, en cambio, parecía hecho de hierro. Tenía la cara y el cuerpo cuadrados, el pelo enmarañado y pinta de necesitar un afeitado cada dos o tres horas. Lassiter observó la fiereza de sus ojos.

«Podría cargar contra ellos a toda velocidad -pensó. -O podría ir en la otra dirección y saltar el muro.» No parecía probable que sobreviviera a ninguna de las dos opciones, pero quizá tuviera más posibilidades con una de ellas. ¿Era una caída limpia hasta el fondo del precipicio o había algún saliente que interrumpiría su descenso? No se acordaba. Y, aunque, literalmente, le iba la vida en ello, no se dio la vuelta para comprobarlo; era incapaz de apartar los ojos de los dos hombres que se acercaban a él.

El compañero del Armario empezó a levantar la pistola. Y, entonces, Lassiter se dio cuenta de que ya había tomado una decisión. De manera casi despreocupada, apoyó la mano izquierda en el muro, giró sobre sí mismo y saltó al vacío. Detrás de él oyó un sonido seco. Tres disparos consecutivos. Mientras tanto, él descendía y descendía.

«Estoy muerto -pensó, -muerto.» La oscuridad daba vueltas a su alrededor sin que sus ojos pudieran procesar las imágenes. Y, entonces, sin previo aviso, la gravedad lo aplastó contra la ladera de la montaña, arrancándole el aire de los pulmones. Rodó de un lado a otro, descendiendo por la ladera. Ahora volaba. Ahora volvía a ser una avalancha que descendía por la pendiente sin ningún control. De forma instintiva, apretó las rodillas contra el pecho y se cubrió la cabeza con los brazos; era una bala de cañón humana rodando por la pendiente.

Su último pensamiento coherente fue que, si se golpeaba contra algo, sería el final. «Una roca… -pensó. -Cabeza… Roca… La cabeza como un huevo… El huevo se rompe… Los sesos se derraman por todas partes… O un árbol… Un árbol me partiría en dos… Ángulo de descenso… ¡Física…! A mayor masa, mayor velocidad.»

Y entonces, como un jugador de béisbol llegando a una base, extendió las piernas como si fueran un freno al tiempo que intentaba agarrar la tierra con las manos. Una uña se le partió de cuajo mientras sus piernas cortaban los arbustos como si fueran un cuchillo. Cerró los ojos para protegerse de los latigazos de las ramas. Por fin, un pie chocó contra una gran roca y Lassiter se detuvo bruscamente.

Estaba a salvo.

A no ser que estuviera muerto. Pero no podía estar muerto; le dolía demasiado el cuerpo. Tenía el costado derecho en llamas, justo donde le había dejado su tarjeta de visita el Armario en Nápoles, y el tobillo le dolía como si alguien se lo hubiera atravesado con una estaca. Un dolor agudo le subió disparado por la pierna derecha. Notaba el sabor de la sangre en la boca. Tenía la mejilla en carne viva y… no se atrevía a moverse.

¿Y si intentaba levantarse y no pasaba nada? Estaba dolorido, confuso y paralizado por el miedo a haberse quedado paralítico. Así que se quedó quieto, mirando cómo la luna jugaba al escondite con las nubes. El aire olía a pino y la noche era sorprendentemente clara. A lo lejos, oyó el piar de muchos pájaros.

¿Qué?

¿Dónde estoy?

Ah, sí.

Tenía que levantarse. Si no se podía mover, sería mejor que empezara a gritar lo antes posible, que alertara al Armario y a su amigo para que le metieran una bala en la cabeza y acabaran con su sufrimiento.

Con un gemido, rodó sobre sí mismo hasta quedar boca abajo, agarró la rama de un pino con una mano y se levantó. Miró a su alrededor. Estaba en la ladera de la montaña, justo debajo de las murallas, en una zona relativamente llana. El aparcamiento estaba a unos cien metros y, justo detrás, el campo de fútbol, bañado en luz. Volvió a oír los pájaros. Pero no eran pájaros, sino personas silbando en un partido de fútbol. Un partido de fútbol en toda regla, pensó Lassiter. Había demasiado ruido y demasiada luz para que fuera un partidillo entre amigos.

Mientras se sacudía la camisa, buscó algo que pudiera servirle de bastón. Encontró una rama seca de pino y comprobó si resistía su peso. Se dobló, pero no se rompió.

Fue cojeando hacia el aparcamiento, intentando hacer caso omiso del dolor del tobillo. No sabía si se lo había roto, Pero notaba cómo se le hinchaba con cada paso. Y le quedaban muchos pasos. Tardó diez minutos en llegar al aparcamiento. El ruido creció en el campo de fútbol; alguien había Metido un gol.

El pequeño aparcamiento estaba lleno de coches y bicicletas de los espectadores. Lassiter se detuvo debajo de un ciprés y buscó su coche de alquiler. Tenía miedo de que pudiera haber quedado bloqueado por otro coche. Pero no. Ahí estaba, justo donde lo había dejado esa tarde, con vía libre hacia la carretera. Estaba a punto de empezar a andar hacia el coche, cuando, a unos quince metros de distancia, vio la llama de un mechero dentro de un Rover negro. Había dos personas dentro y, aunque no podía verles la cara, desde luego no se comportaban como una pareja de enamorados.

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