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Todo era igual de espartano. En el comedor había una larga mesa de pino con un gran banco de madera a cada lado y nada más. En la cocina vieron una gran cacerola llena de coles encima de un horno de porcelana que había visto mejores tiempos. En el salón sólo había ocho sillas de respaldo recto dispuestas en círculo, como si la habitación estuviera dedicada a algún tipo de terapia de grupo; y ése era probablemente el caso.

La mayoría de los agentes del FBI estaban registrando los dormitorios. Lassiter y Riordan fueron de una habitación a otra, hasta que por fin encontraron a Drabowsky.

El jefazo del FBI estaba registrando un gran armario en una habitación que, además de ese mueble, sólo tenía un colchón y una lámpara de pie. Al lado del colchón había un frasco de Silvederma y una papelera llena de gasas.

– Éste es el cuarto -dijo Lassiter. Se agachó y recogió del suelo un ejemplar del periódico L’Osservatore Romano. -Ha estado aquí.

Drabowsky se volvió hacia ellos.

– Se nos ha escapado -manifestó.

– Mala suerte -contestó Riordan.

– El cuarto de baño parece un hospital de campaña -señaló Drabowsky. -Desde luego, no le faltaban cuidados.

– ¿Puedo preguntar algo? -dijo Lassiter.

Drabowsky lo miró y se encogió de hombros.

– ¿Cómo cojones se ha escapado?

Drabowsky movió la cabeza de un lado a otro.

– No hay ninguna necesidad de usar ese tipo de lenguaje -replicó Drabowsky, como si Lassiter hubiera herido su sensibilidad.

– ¡Se supone que estaba bajo vigilancia! -insistió Lassiter. – ¿Cómo cojones se puede haber escapado?

– No estaba bajo vigilancia -respondió Drabowsky.

– ¡Y una mierda que no! ¡Claro que lo estaba! -exclamó Riordan.

– He visto la foto -apuntó Lassiter.

– Levantamos la vigilancia ayer por la noche.

– ¿Que hicieron qué?

– ¿Y a quién cojones se le ocurrió una idea tan genial? -preguntó Lassiter.

– A mí -contestó Drabowsky.

Lassiter y Riordan se miraron.

Riordan movió la cabeza.

– Tom, por Dios santo -dijo. – ¿Por qué hiciste eso?

– ¡Porque estamos en un distrito rural! -gritó Drabowsky. -No sé si os habéis dado cuenta. No paraba de entrar y salir gente, y la furgoneta destacaba aparcada ahí fuera como si fuera un platillo volante. No quería que se diera cuenta de que lo estábamos vigilando. ¿Vale?

– ¿Que si vale? ¡Pues claro que no vale! ¡El muy cabrón se ha largado! -exclamó Lassiter.

– Eso parece -repuso Drabowsky.

Lassiter se dio la vuelta y se marchó con Riordan pisándole los talones.

– Aquí hay algo raro -dijo Lassiter entre dientes, -algo que apesta.

– Sé lo que estás diciendo.

– ¡No tiene sentido!

– Ya lo sé.

– No lo entiendo. ¿Y qué si Grimaldi se daba cuenta de que estaban vigilándolo? ¿Qué iba a hacer, excavar un túnel?

– No lo sé. No tengo ni idea de lo que se le pudo pasar por la cabeza a Drabowsky.

Al salir a la calle, Lassiter vio a la enfermera hablando con un agente del FBI. Aunque estaba esposada, sonreía beatamente mientras contestaba a las preguntas del federal.

Lassiter vaciló un instante.

– No lo hagas -le aconsejó Riordan.

Pero Lassiter no podía evitarlo. Se acercó a ella, la agarró del brazo y la obligó a darse la vuelta.

– Su amigo ha asesinado a mi familia. Lo sabe, ¿verdad? Mató a mi hermana y a mi sobrino mientras dormían. Qué tipo tan cojonudo…

– ¡Eh! -exclamó el corpulento agente y apartó a Lassiter de la enfermera. – ¡Ya basta!

Juliette lo miró con unos ojos llenos de sentimiento.

– Lo siento -dijo, -pero ¿qué se esperaba?

De repente, Riordan se metió en medio, subiendo y bajando las manos en el aire, como si fuera la reencarnación irlandesa del Mahatma Gandhi.

– ¡Venga! ¡Ya vale! ¡Vámonos! ¡Venga! -Cogió a Lassiter del brazo, lo apartó de la enfermera y se lo llevó hacia el coche.

– ¿Que qué me esperaba? -murmuró Lassiter. – ¡Que qué cojones me esperaba!

Judy no volvió a la oficina hasta el jueves. Tenía el ojo izquierdo cubierto con un parche negro.

– Se acabó -anunció al entrar en el despacho de Lassiter.

– ¿El qué? ¿Tu carrera de juez de línea? -contestó Lassiter levantando la mirada.

Judy se quedó quieta donde estaba y ladeó la cabeza.

– No, tu carrera de investigador privado.

Lassiter se recostó en su asiento.

– Ah -dijo. Y se odió a sí mismo por intentar parecer tan frío y desinteresado.

– Eso es lo que estaba celebrando cuando pasó lo del corcho. Hemos llegado a un trato con American Express. -Judy se dejó caer en una silla y cruzó las piernas. -Sólo falta que sus abogados redacten los papeles y que los nuestros den el visto bueno.

– Me alegro. ¿Cómo va el ojo?

– Se curará. ¿Te interesa saber cuánto dinero te van a dar o te doy lo que me parezca justo y me quedo con el resto?

– No -replicó Lassiter con una risita. -De hecho, me interesa mucho.

– Ya me lo imaginaba. En números redondos, dieciocho millones y medio.

– ¿De verdad?

– De los que doce millones son para ti y el resto para los accionistas minoritarios.

– Como, por ejemplo, tú.

– Como, por ejemplo, yo. Y Leo. Y Dunwold. Y todos los demás. Hasta Freddy tiene un par de acciones. Lo suficiente para comprarse un coche, en cualquier caso.

– Eso se llama compartir beneficios.

– Ya sé cómo se llama.

Sonó el intercomunicador.

– ¿Sí? -dijo sin levantar la voz. -Escuchó unos segundos. -Está bien, hágalo pasar.

Judy lo miró con gesto interrogante.

– Es Freddy. ¿Te importa que pase un momento?

– No -repuso Judy al tiempo que se empezaba a levantar. -Avísame cuando hayáis acabado.

Lassiter movió la cabeza.

– No hace falta que te vayas -dijo. -Sólo será un minuto. Además, quiero hablar contigo sobre la mejor manera de dar a noticia.

Freddy llamó a la puerta y entró. Parecía malhumorado. Al ver a Judy, saludó:

– Hola, Jude. ¿Qué tal todo? Me alegro de que estés de vuelta con nosotros. -Después se volvió hacia Lassiter. -He estado trabajando en la lista que me diste.

– Ya no hace falta que sigas -contestó Lassiter. -Le he dado la lista a Jim Riordan.

– Ya he acabado -dijo Freddy.

– ¿Que ya has acabado?

– Sí, me temo que sí.

– ¿Y?

– Están muertas.

Lassiter se quedó mirándolo un buen rato sin decir nada, mientras la mirada de Judy iba de un hombre al otro.

– Repite eso -pidió al cabo.

Freddy tragó saliva.

– Lo siento. Están todas muertas.

CAPÍTULO 31

Lassiter no lo podía creer. ¿Están todas muertas?

«Pues, entonces -pensó, -se ha acabado. Ya no queda nada por hacer. Todo ha sido inútil desde el principio.»

La lista que había obtenido del libro de registro de la pensión le había hecho albergar la esperanza de que algunas de las mujeres, y sus hijos, siguieran vivos. De ser así, su búsqueda podría haber servido para algo más que la venganza o la mera satisfacción de su propia curiosidad morbosa. Mientras quedaran supervivientes, él podría salvarles la vida y ellos, a cambio, podrían ayudarlo a descubrir por qué habían matado a Kathy y a Brandon.

Pero no había supervivientes, y eso lo dejaba en un callejón sin salida, sin ningún sitio adonde ir.

«Realmente, estamos solos e indefensos en el mundo -pensó Lassiter. -Los coches tienen accidentes, los aviones se caen, las enfermedades se contagian y las balas perdidas matan a inocentes. Realmente, vivimos en un miserable mundo de despojos. No tenemos más control sobre nuestras vidas que un conejillo de Indias. Por eso es por lo que la gente reza, por lo que la gente toma pastillas y se santigua. Por eso se toca madera y se escriben cartas al director. No son más que maneras de mantener viva la ilusión de que la vida es justa o, si no realmente justa, al menos soportable. Maneras de mantener viva la ilusión de que se puede proteger a los seres queridos si se toman las precauciones adecuadas, o si se tiene suficiente dinero. Sólo que todo es un engaño, porque las vitaminas no valen para nada, nadie lee las cartas al director y no parece que nadie escuche los rezos.»

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