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– Está bien. Te haré caso.

– Tengo que colgar -dijo Lassiter y cambió de línea. -Hola.

– Tengo noticias -anunció Riordan.

– ¿Buenas o malas?

– Júzgalo tú mismo. Tenemos a tu hombre.

– ¿A quién?

– A Grimaldi.

– ¿Qué?

– Vamos a ir a buscarlo dentro de una hora. ¿Te apetece venir?

Veinte minutos después, Lassiter estaba sentado al lado de Riordan en el Crown Victoria del detective. El coche avanzaba hacia Maryland a unos 140 kilómetros por hora con una luz roja girando en el salpicadero.

– Cuando volvamos -dijo Lassiter, -tengo que darte una lista de nombres.

– ¿Qué tipo de lista?

– Una lista de posibles víctimas. Mujeres y niños. Creo que convendría que te pusieras en contacto con las autoridades competentes para que las pongan bajo protección preventiva.

Riordan se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó una fotografía.

– Échale una ojeada a esto -indicó ofreciéndosela a Lassiter.

Era una foto de Grimaldi. Estaba en el porche de una vieja mansión victoriana. Aunque tenía media cara cubierta de cicatrices, no había ninguna duda de que era él. Lassiter sonrió.

– ¿De dónde la has sacado? -preguntó. -La hizo el FBI anteayer con un teleobjetivo de alta potencia. Por eso tiene tanto grano.

– ¿Cómo lo han encontrado?

– ¿Te acuerdas de la enfermera?

– Sí.

– Resulta que vive en una casa comunitaria al norte de Frederick, bastante cerca de Emmitsburg.

– Conque una casa comunitaria, ¿eh? Déjame que lo adivine.

– No te molestes. Basta con que digas: «Ya te lo había dicho.» Dejémoslo así, ¿vale?

– Bueno, ¿y qué es exactamente? ¿Un centro de retiro espiritual?

– No sé cómo lo llamarán ellos, pero sí, es una especie de lugar de retiro. Básicamente, es una mansión a las afueras de la ciudad.

– ¿Y pertenece a Umbra Domini?

– Sí, al menos eso es lo que figura en el registro de la propiedad.

Lassiter respiró hondo y se recostó en su asiento. Ninguno de los dos dijo nada durante unos diez kilómetros. Al final, Lassiter no pudo contenerse.

– Bueno -dijo. -Ya te lo había dicho.

Veinte minutos después llegaron a una calle llena de árboles. Cinco coches de policía sin marcas, una ambulancia y una furgoneta preparada como centro de comunicaciones esperaban detrás de una cinta amarilla. En medio de la calle había un furgón blindado de asalto. Un helicóptero daba vueltas encima de la mansión, golpeando el cielo con sus aspas. No demasiado lejos, un par de policías locales bromeaban con una pandilla de chicos en bicicleta.

Toda la atención se concentraba en torno a la gran mansión de tipo Victoriano que se alzaba rodeada de robles sin hojas en una gran pradera. Delante de la casa había una estatua cubierta de nieve de la Virgen María con el Niño Jesús en brazos.

Riordan detuvo el coche junto a la acera. Se bajaron y se acercaron a la furgoneta desde la que se dirigía la operación. Todas las puertas estaban abiertas. En el asiento delantero, un hombre con un chubasquero azul hablaba por un teléfono móvil. Al ver a Riordan, lo saludó en silencio levantando la barbilla. Alrededor de la furgoneta, doce hombres más esperaban divididos en pequeños grupos. Todos llevaban chubasqueros con las letras FBI escritas en la espalda.

– Ése es Drabowsky -señaló Riordan. -Es el número dos de operaciones especiales en Washington.

– ¿Qué ha sido de Derek?

Riordan entrecerró los ojos.

– No se te olvida nada, ¿eh? -comentó.

– ¿Y?

– No lo sé. Creo que lo destinaron a otro caso. Ahora tengo a Drabowsky. Desde luego, es un pez mucho más gordo.

– No dudo que lo sea, pero ¿qué está haciendo aquí?

– Bueno, así, de buenas a primeras, yo diría que está dirigiendo el cotarro.

– De eso ya me he dado cuenta, pero ¿por qué?

– Secuestro a mano armada. Es jurisdicción de los federales.

– Eso ya lo sé. Lo que no entiendo es qué hace alguien de su rango participando directamente en un operativo como éste.

Antes de que Riordan pudiera decir nada, Drabowsky dejó el teléfono sobre el asiento de al lado, sacó los pies de la furgoneta y saltó.

– Está bien. ¡Escuchad! -dijo al tiempo que daba unas palmadas para atraer la atención de los agentes. – ¡Van a salir en tres minutos! ¡Ocho personas! ¡De uno en uno! ¡Ocho personas! ¡Ocho! (?) ¿Entendido? -Los agentes asintieron en un murmullo. -Cuando salgan, LaBrasca y Seldes se encargarán de las identificaciones en la furgoneta. Cuando yo dé la orden, sólo cuando yo dé la orden, quiero que el grupo de asalto entre en la casa y la despeje, habitación por habitación. Después procederemos al registro. ¿Alguna pregunta? -Drabowsky miró a su alrededor. -Está bien. Una última cosa. Esto no es una redada de drogas. ¡Es una comunidad religiosa! Así que no quiero ni un solo exceso, caballeros. ¿Entendido? ¡Está bien! ¡Vamos allá!

De repente, los agentes parecieron cobrar vida y se colocaron con rápidos movimientos detrás de los vehículos mientras Drabowsky se acercaba a Riordan y le estrechaba la mano.

– Bien venido -saludó.

Riordan se encogió de hombros.

– Pasaba por aquí. Quiero presentarle a alguien. Joe Lassiter, Tom Drabowsky.

Drabowsky frunció el ceño mientras le estrechaba la mano.

– Es el hermano de… -empezó a decir Riordan.

– Sé quién es -lo interrumpió Drabowsky. – ¿No estará pensando en hacer ninguna tontería, verdad?

Lassiter movió la cabeza de un lado a otro.

– No. Sólo quiero ver de cerca a ese hijo de puta.

– Está bien, pero como se…

– ¡Empieza el espectáculo! -anunció Riordan girando la cabeza hacia la mansión.

La puerta de la mansión se abrió de golpe y una mujer de mediana edad salió andando con las manos apoyadas encima de la cabeza. Detrás de ella salieron un veinteañero, que no pudo evitar sonreír afectadamente, y un hombre mayor con un andador de aluminio. Uno a uno, los ocupantes de la casa fueron desfilando hacia la calle, donde los agentes del FBI los cogían del brazo y los llevaban a la parte trasera de la furgoneta.

– Ahí está ella -susurró Riordan cuando la enfermera salió de la mansión. Detrás de ella salieron un fornido coreano, un cartero con uniforme, un hispano elegantemente vestido y una mujer joven en bata.

Y, después, nadie.

– ¿Dónde está? -preguntó Lassiter tras un largo y tenso minuto.

Riordan pisó el suelo con fuerza y movió la cabeza.

– No lo sé -contestó mirando a Drabowsky, que estaba hablando por su teléfono móvil con gesto de tensa tranquilidad. De repente, tres agentes del FBI corrieron agachados hacia la mansión. Cuando entraron en el edificio, la calle se sumió en un largo y tenso silencio.

Lassiter esperó a que sonaran los disparos. Pero lo único que pasó fue el tiempo. Finalmente, los agentes salieron de la mansión. Encogiéndose de hombros, movieron a una la cabeza mientras enfundaban las armas.

– Está bien -declaró Drabowsky. -Vamos a echar una ojeada. -Y avanzó hacia la casa seguido de dos agentes.

Lassiter se volvió hacia Riordan.

– Creía que me habías dicho que Grimaldi estaba dentro -dijo.

– Y eso se suponía -repuso Riordan.

– En la foto estaba ahí mismo, en el porche.

– Ya lo sé.

– ¿Qué cojones ha pasado?

– ¡No lo sé!

Lassiter y Riordan siguieron los pasos de Drabowsky. Al llegar a la puerta, un agente del FBI se interpuso en su camino.

– No se puede pasar -dijo.

Riordan le enseñó la placa.

– Policía de Fairfax -explicó. -Es nuestro caso.

El agente se apartó de mala gana.

El panorama con el que se encontraron en el interior de la mansión era de una sencillez abrumadora. Las paredes pintadas de blanco estaban prácticamente desnudas y los suelos de madera brillaban bajo innumerables capas de cera. No se veía ningún televisor ni ningún equipo de música y los escasos muebles que había eran viejos. Los únicos «ornamentos» eran los crucifijos que había en cada puerta y la fotografía enmarcada de Silvio Della Torre sonriendo bondadosamente que colgaba de la pared de cada habitación.

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