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Murray volvió a asentir y dijo:

– Parece que alguien le ha hecho la colada.

– ¿Qué?

– Por lo que dice, lo más probable es que sacaran el disco duro del cajetín para copiarlo. De ser así, la contraseña ya no serviría para nada porque está en el sector de arranque del ordenador.

– ¿Y qué me dice del sistema de codificación?

– Depende -contestó Murray. – ¿Dónde guardaba la clave? ¿En el disco duro o en un disquete aparte?

– En el disco duro.

Murray arrugó el gesto.

– Gran error -señaló.

– ¿Me está diciendo que han podido acceder a todos los documentos?

– Es muy posible que sí.

Lassiter pensó en la información que había enviado desde Montecastello, en la lista con los nombres de las mujeres de la clínica Baresi que le había mandado a Judy. Como los había mandado desde su ordenador portátil, al menos esos nombres estaban seguros.

– Parece aliviado -dijo Murray.

Lassiter asintió.

– Gracias a Dios mandé la información que más me preocupa por correo electrónico desde mi ordenador portátil.

Murray evitó su mirada.

– ¿Qué pasa? -preguntó Lassiter.

– Lo más probable es que también tengan eso.

– ¿Qué? Pero ¿cómo? Eso es imposible.

– Me temo que no lo es. Déjeme hacerle una pregunta. Cuando accede a Internet, ¿cómo lo hace exactamente?

Lassiter se encogió de hombros.

– Realmente, hago poca cosa -contestó. -Está todo automatizado. Sólo tengo que teclear alt-E y el ordenador hace el resto.

Murray asintió.

– Eso es lo que me imaginaba. Tiene un sistema de acceso automático, una macro, ¿verdad? Y, además, tendrá la clave de acceso incorporada, ¿no?

– ¿Y?

– Quienquiera que estuviera en su casa también tiene acceso a ella -dijo Murray.

– Puedo cambiar la clave -sugirió Lassiter.

– Una idea brillante -replicó Murray, pero se arrepintió inmediatamente del sarcasmo. -El problema es que eso sólo funcionaría en una dirección. A estas alturas, ya tienen todos sus viejos mensajes; da igual desde qué ordenador los mandara.

Lassiter se quedó mirándolo sin decir nada.

– Todo está archivado en su estación local de Internet -le explicó Murray. -Cualquier persona que tenga la clave puede acceder a todos los mensajes que haya enviado en el pasado.

Lassiter se recostó en su asiento y cerró los ojos. Así que era eso. Así era como lo habían encontrado. En Montecastello, en la pensión Aquila. Volvió a abrir los ojos.

– Gracias -dijo. -Ha sido de gran ayuda.

Murray se levantó torpemente.

– Lo siento -contestó y se dio la vuelta.

– No es su culpa -repuso Lassiter. -Murray…

– ¿Sí?

– Por favor, al pasar por el despacho de Judy dígale que quiero verla.

Murray vaciló un momento delante de la puerta.

– ¿Judy? -preguntó.

Lassiter levantó la mirada.

– Sí. Judy Rifkin, su jefa.

Murray tragó saliva.

– No creo que esté.

Lassiter parecía sorprendido.

– ¿Por qué dice eso? -Miró la hora. Eran las diez y media.

– Todavía no le han dado el alta en el hospital.

– ¿Qué hospital?

– Creo que está en el Sibley.

Lassiter no dijo nada.

– Ha tenido un accidente -explicó Murray.

– ¿Qué tipo de accidente?

– Por lo visto fue en una fiesta. Creo que estaba celebrando algo. La cosa es que…, por lo visto, se disparó en el ojo al abrir una botella de champán.

Lassiter no lo podía creer.

– ¿Con qué?

– Con el corcho de la botella.

– Me está tomando el pelo.

– En absoluto. Ya sé que suena ridículo, pero por lo visto fue algo bastante serio. Mike me ha dicho que tuvieron que sedarla para que no moviera el ojo; algo sobre la retina.

Lassiter estaba anonadado.

– ¿Cuándo pasó eso?

– El viernes por la noche -dijo Murray. Después se despidió y salió del despacho.

Lassiter permaneció sentado, intentando decidir cuál de los objetos que había sobre la mesa iba a estampar contra la pared. La figurilla japonesa de marfil no, ni tampoco el escarabajo egipcio; le gustaban demasiado. Puede que la grapadora, o el teléfono. ¡Las tijeras! Con un poco de suerte, hasta se clavarían.

Al final no tiró nada. Se levantó y, olvidando el bastón, fue cojeando hasta el cubículo de Freddy, un cuadrado de dos metros por dos que estaba dominado por un inmenso póster de Metrópolis, la película de Fritz Lang.

– ¡Jefe! Bien venido.

– Gracias -contestó Lassiter al tiempo que acercaba una silla al escritorio de Freddy. – ¿Tienes un momento?

Freddy relajó la espalda, cruzó los brazos y esperó.

– Necesito que hagas algo inmediatamente.

– ¿Has oído lo de Judy?

Lassiter asintió.

– Sí. Por eso estoy aquí. Le mandé un informe por correo electrónico el fin de semana pasado. Me imagino que nunca le llegaría.

– Me imagino que no.

– Murray sabe cómo hacer esas cosas. Dile que quiero que imprima el documento de dos páginas que le mandé a Judy el… -Lassiter calculó mentalmente. -Debió de ser el viernes por la noche, hora de Washington.

– Vale.

– Cuando lo tengas quiero que dejes todo lo que estés haciendo y que te concentres en eso. Básicamente, son dos cosas. Primero, hay una lista de mujeres; creo que eran trece. Hay que ponerse en contacto inmediatamente con todas ellas. Además, necesito toda la información posible sobre un científico italiano que se llamaba Baresi. Libros, artículos… Todo lo que puedas encontrar.

Freddy asintió.

– Vale -repuso. – ¿A qué le doy prioridad?

– A las mujeres.

– Les diré a los chicos de investigación que busquen la información. De las mujeres me ocuparé yo personalmente.

Lassiter le dio las gracias y volvió a su despacho. Quería llamar a Judy, pero antes tenía que hablar con Riordan. Y también tenía que llamar a la pensión de Montecastello.

Le dejó un recado a Riordan en el buzón de voz de la comisaría pidiéndole que lo llamara lo antes posible. Después llamó a la pensión.

– Pronto!

– ¿Hugh?

– No. Soy Nigel.

– ¡Nigel! Soy Joe Lassiter.

– Ah. -Siguió una larga pausa. – ¿Cómo estás?

– La verdad, bastante mal.

– Ya. Bueno, nosotros tampoco nos hemos aburrido.

– Ya me lo imagino.

– ¿Te has enterado de lo del padre Azetti?

Lassiter asintió, como si Nigel pudiera verlo.

– Yo fui el que lo encontró en la iglesia -dijo.

– Además, han encontrado otra víctima en…

– En la arboleda que hay a las afueras del pueblo.

Esta vez, la pausa fue todavía más larga. Por fin, Nigel dijo:

– Exactamente.

– Yo no llamaría víctima a ese tipo -dijo Lassiter. -Intentó matarme. Escucha, voy a ponerme en contacto con la Embajada de Italia; haré una declaración.

– Antes, creo que te convendría hablar con un abogado.

– ¿Y eso por qué? -preguntó Lassiter.

– Bueno…, cuando encontraron al hombre en la arboleda… Hugh y yo estábamos convencidos de que eras tú. Como nos dijiste que ibas a ver al padre Azetti y todo eso… Y, claro, cuando oímos que habían encontrado el cadáver de un hombre… Como no volviste a la pensión… Me temo que llamamos a la policía.

– No te preocupes.

– No puedes ni imaginarte la alegría que sentimos al enterarnos de que no eras tú. Pero creo que la policía quiere que los ayudes…

– No me extraña -repuso Lassiter al tiempo que el teléfono empezaba a parpadear. -Espera un segundo, por favor. -Apretó la tecla de espera y cambió de línea. -Lassiter.

– ¡Joe! Soy Jim.

– Ahora mismo estoy contigo, Jim -dijo Lassiter y volvió a cambiar de línea. -Escucha, Nigel, tengo una llamada muy importante. Dile a la policía que me pondré en contacto con la embajada. En Washington. Y, ya que estás en ello, creo que sería buena idea que le dieras a la policía el libro de registro de huéspedes.

– ¿El libro? Pero ¿por qué?

– Porque los que mataron a Azetti quizá vuelvan a buscarlo. Así estaréis más seguros.

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