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Le encantaba ver la silueta de la casa elevándose por encima de los árboles. No había ningún edificio igual en todo Washington. En parte porque el arquitecto era holandés y en parte porque estaba chiflado. O era un genio. O un poco de las dos cosas. En cualquier caso, era un antroposofista y, por tanto, un enemigo, por principio, de los ángulos rectos. El resultado era un racimo de curvas sinuosas, ángulos improbables e inesperados volúmenes que le había costado un millón de dólares.

Al ver la casa la gente reaccionaba de una de dos maneras. Algunas personas la admiraban boquiabiertos, incapaces de disimular su placer, mientras que otras se mordían el labio inferior y asentían sensatamente, como diciendo: «Otro millonario extravagante.» A Lassiter le gustaba pensar que podía descifrar a las personas por su manera de reaccionar al ver la casa, aunque realmente no era cierto. Algunas de las personas que más apreciaba, Kathy, por ejemplo, se limitaban a mover la cabeza de un lado a otro o a sonreír educadamente cada vez que la veían.

Pero, una vez dentro, casi todo el mundo acababa por rendirse ante sus encantos. La luz, que se derramaba a través del techo de cristal del atrio con bóvedas de cañón que atravesaba la casa de norte a sur, inundaba cada rincón. Las habitaciones eran enormes y se comunicaban armoniosamente las unas con las otras. De las paredes colgaban antiguas fotos de Nueva York en blanco y negro y dibujos cuidadosamente enmarcados de personajes de dibujos animados. No había muchos muebles, sólo un par de grandes sofás y un magnífico piano con el que Lassiter se enseñaba a tocar a sí mismo.

Volver a casa era su recompensa diaria. Pero, esta vez, ni las grandes paredes blancas ni los altísimos techos consiguieron elevarle el ánimo. Al contrario, la casa le pareció vacía y fría; más bien un fuerte que un refugio.

Se sirvió un poco de Laphroaig y fue a su habitación favorita: el despacho. Tres de las paredes, que dibujaban extraños ángulos entre sí, estaban cubiertas por estanterías desde el suelo hasta el techo y para llegar a los estantes más altos había sendas escaleras sobre rieles. En una esquina de la habitación, como a medio metro del suelo, había una chimenea de adobe con troncos apiñados debajo. Aunque no hacía frío, encendió un fuego y se pasó veinte minutos sentado, bebiendo whisky escocés mientras observaba cómo las llamas se agarraban a la madera.

Por fin, presionó la tecla de «mensajes» del contestador automático. Tenía diecisiete mensajes. Subió el volumen del altavoz y salió a escucharlos a la terraza mientras observaba los abedules agitarse en el viento. Había refrescado y podía sentir la lluvia que llegaría detrás del viento, tal vez en una hora.

Tenía un par de llamadas del trabajo. Estaba teniendo lugar una fusión hostil en TriCom y un abogado de Lehman Brothers quería verlo. Otra llamada le informaba sobre «un pequeño follón» en Londres. Al parecer, uno de sus investigadores había mostrado «un exceso de celo profesional» y la BBC estaba interesada en entrevistarlo.

La mayoría eran llamadas de condolencia de amigos y conocidos que no habían ido al entierro. También tenía una llamada de una cadena de televisión y otra del Washington Post. Y después la voz ronca de Mónica, diciéndole cuánto lo sentía, diciéndole que si había cualquier cosa, cualquiera… Bueno, seguía teniendo el mismo número de teléfono.

Lassiter meditó en ello. Pensó en llamarla, pensó en cómo había acabado su relación, y se dijo: «¿Qué es lo que me pasa?»

Y la respuesta llegó sin demora: «Lo mismo de siempre.»

O, para ser más exactos, lo que empezaba a convertirse en lo mismo de siempre. Conocía a una mujer que de verdad le gustaba, se veían durante un año, más o menos, y entonces la relación llegaba a un punto muerto. A ello seguía un ultimátum, un aplazamiento, otro aplazamiento y, entonces… Mónica daba paso a Claire, o a quien fuere. De hecho, ahora era Claire, aunque en este momento resultaba estar en una conferencia en Singapur. Le había telefoneado hacía dos noches. Le había hablado de la muerte de Kathy, pero Claire no conocía a Kathy, y cuando dijo algo sobre acudir al funeral él rechazó cortésmente una oferta que había sido hecha para ser rechazada.

Se acabó el whisky. La verdad era que disfrutaba de la compañía de las mujeres, de una en una. La monogamia o, por lo menos, la monogamia en serie, era algo natural en él, así que también debería serlo el matrimonio. Pero el matrimonio era algo con lo que Lassiter estaba decidido a acertar a la primera. Además, era lo suficientemente romántico para creer que, cuando llegara el momento, de alguna manera lo sabría. No tendría ninguna duda. Sería lo más importante del mundo, mientras que con Mónica el matrimonio le parecía… Bueno, sólo una opción.

El último mensaje era de Riordan. Lo escuchó sin prestar atención. Al acabar se dio cuenta de que no había oído ni una sola palabra. Rebobinó la cinta y apretó el botón de «mensajes» por segunda vez.

Riordan era uno de esos hombres a los que les incomoda hablar con una máquina. Hablaba demasiado rápido y demasiado alto. «Lo siento si he sido demasiado duro -decía con un tono de voz que no encajaba con el mensaje. -Me gustaría que se pasara por aquí mañana. Quiero comentarle un par de cosas.»

CAPÍTULO 10

El despacho de Riordan estaba en el tercer piso de una de esas horribles cajas que construyeron los responsables municipales durante los años cincuenta. Las fachadas exteriores eran un desfile de paneles de plástico y cristal azul separados por unas franjas de aluminio que hacía ya mucho tiempo que habían empezado a picarse. A pesar de ser un edificio moderno, pues era relativamente reciente, tenía mucho peor aspecto que los elegantes edificios del siglo XIX que se alzaban a su lado.

Dentro, las cosas tampoco mejoraban. Los paneles acústicos del techo estaban reblandecidos y sucios. El suelo de linóleo tenía décadas de porquería incrustadas bajo miles de capas de cera. Las escaleras le recordaban a Lassiter a su colegio. Cuando empezó a subirlas, le vino una bocanada de olor a leche rancia; aunque no podía saber si era real o imaginaria.

El segundo piso estaba reservado para las investigaciones de narcóticos. Cerca de la escalera, un cartel avisaba:

POLICIA SECRETA

PROHIBIDO EL PASO A TODA PERSONA NO AUTORIZADA

Lassiter encontró la brigada de homicidios en el tercer piso. Había un par de despachos, algunas habitaciones vacías que supuso que servían para los interrogatorios, y un laberinto de cubículos separados entre sí por paneles de conglomerado de madera de dos metros de altura. El sitio resultaba desordenado, incluso caótico, y, como en la redacción de un periódico, todo el mundo parecía estar sentado tecleando en un ordenador o, como en el caso de Riordan, inclinado sobre un teléfono.

Riordan tenía unos cincuenta y cinco años y ese tipo de piel irlandesa que más que envejecer se curte. Siempre tenía la cara y las manos rojas, pero seguramente tendría la piel del cuerpo blanca como la leche. Al ver a Lassiter abrió sus pálidos ojos azules en señal de bienvenida. Parecía cansado. Subió y bajó las cejas y señaló hacia una silla con la mano.

El calor era sofocante, ya que, en vez de regirse por el termómetro, el sistema de calefacción dependía del calendario. Todos los detectives estaban en manga corta. Lassiter observó que todos ellos, sin excepción, llevaban pistola, o en una funda colgada del hombro o detrás del pantalón. Los policías, por supuesto, estaban acostumbrados a la presencia constante de armas, pero eso era algo que nunca dejaba de sorprender a Lassiter cuando iba a una comisaría: todo el mundo iba armado.

Ésa era una de las razones por las que Lassiter Associates casi nunca contrataba a un ex policía. No era sólo que no supieran escribir. Es que eran incapaces de disimular su condición de ex policías; conducían «vehículos» en vez de coches y nunca iban a ningún sitio: se «dirigían» a él. Además, tenían un actitud, una manera de comportarse, propia e inconfundible. Prácticamente todos los policías pasaban algún tiempo patrullando las calles en uniforme y, como los actores y los políticos, esperaban que la gente reaccionara ante su presencia de una manera determinada. Daba igual que la reacción fuera negativa; lo importante es que hubiera una reacción. Y la experiencia le había enseñado a Lassiter que el síndrome de la pistola y la placa persistía mucho después de abandonar el cuerpo de policía.

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