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Murray fue el único que lloró. Igual que en el caso del sacerdote, su dolor no se correspondía específicamente con los cuerpos que descansaban en los ataúdes; Murray era el tipo de persona al que se le saltaban las lágrimas al deshacerse de un viejo sofá. Aun así, Lassiter se lo agradeció. Esa muestra desinhibida de tristeza parecía mejor tributo a su hermana que el mayor ramo de flores.

Tras una ostentación verbal sobre las luces que guían nuestras almas en el desierto, el sacerdote por fin acabó su sermón. Lassiter arrojó dos puñados de tierra y una rosa blanca para Kathy. Después, se dio la vuelta y se alejó.

Los demás siguieron su ejemplo. Lassiter avanzó por el camino y se detuvo a unos diez metros. Cada uno de los asistentes se acercó a él para estrecharle la mano o besarlo en la mejilla y decirle cuánto lo sentía.

Uno de los primeros en hacerlo fue la mujer con el niño pequeño, que se presentó como Marie Sanders.

– Y éste es Jesse -dijo con orgullo.

Lassiter sonrió al niño y se preguntó si sería su hijo; no se parecían en nada. Él era de tez oscura y tenía unos ojos marrones insondables y un cabello negro azabache que le caía en rizos sobre la frente. Era muy guapo, igual que lo era ella, pero de una manera distinta. Ella era pálida, rubia y… De alguna manera, le resultaba familiar.

– ¿La conozco? -preguntó Lassiter.

A ella no pareció sorprenderle la pregunta, pero movió la cabeza.

– No creo -dijo.

– Es que… No sé, tenía la sensación de que nos habíamos visto antes.

Ella sonrió nerviosamente.

– Sólo quería decirle cuánto lo siento. Kathy… -Bajó la mirada y movió la cabeza de un lado a otro. -Lo vi en las noticias.

– Lo siento. Intenté llamar a todos sus amigos…

– Oh, no. Por favor. No la conocía tanto.

– Pero ha dicho que…

– No vivo aquí -se apresuró a explicar ella. -Estábamos de viaje. Lo vi en un canal por satélite que incluía un noticiario de Washington. -Dejó de hablar y se mordió el labio. -Lo siento, lo estoy entreteniendo.

– En absoluto.

– Conocí a su hermana… en Europa y me cayó muy bien. ¡Teníamos tanto en común! Así que cuando vi su foto y la de Brandon en la televisión… -Su voz se tornó temblorosa. Lassiter vio a través del velo que sus ojos se habían llenado de lágrimas. -Bueno, algo me hizo venir. -Respiró hondo y recuperó la compostura. -Lo siento -dijo. -Siento tanto su pérdida…

– Gracias -repuso Lassiter. -Gracias por venir.

La mujer se fue, y Murray apareció delante de Lassiter con los ojos llenos de lágrimas.

– Qué difícil es -dijo al tiempo que abrazaba a Lassiter. -Maldita sea, ¡qué difícil es!

Lassiter había olvidado cómo se lloraba, pero la garganta le dolía por la tristeza. Había perdido a alguien que lo conocía como nunca podría conocerlo ninguna otra persona, alguien con quien había compartido su infancia. Había perdido la «Alianza», la palabra solemne que había elegido Kathy cuando eran niños para designar su vínculo, esa especie de sociedad de protección mutua que tenían contra sus padres.

Recordó su carita severa, en su cuarto de juegos de Washington, dentro de una especie de tienda de campaña que Kathy había construido con mantas y sábanas. Él tendría unos cinco años y Kathy diez. «Tenemos que mantenernos unidos -había dicho ella. -He decidido que tú y yo tenemos que formar una alianza.» Aunque la palabra no formaba parte de su vocabulario, él entendía lo que quería decir ella. Kathy tenía escrita una lista de normas que resumían sus responsabilidades. Se la leyó: Número 1: Nunca te chives de un miembro de la Alianza. Se pincharon los dedos, dejaron caer una gota de sangre en el papel y después lo enterraron junto al abeto. Incluso de adultos, mantuvieron el hábito de firmar las cartas que se escribían con el símbolo que había inventado Kathy: una A tumbada.

Su padre, Elías, había sido miembro del Congreso durante más de veinte años. Cada vez que su nombre aparecía en algún periódico, algo que ocurría a menudo, iba seguido de un pequeño paréntesis: (R-Ky)?. El dinero que había llevado a Eli hasta el Congreso era de su esposa, Josie. El abuelo de Josie había hecho una fortuna con el whisky, lo cual había convertido a Josie, que era hija única, en un partido más que estimable para un ambicioso joven de una familia sin abolengo.

Eli y Josie nunca estuvieron demasiado cerca de sus hijos. Como la mayoría de los miembros del Congreso, iban y venían entre Washington y su estado de origen. Como resultado de ello, más que por su padre y su madre, Kathy y Joe fueron criados por una sucesión de niñeras, au pairs, canguros y, más adelante, tutores.

Lassiter nunca le había dado demasiada importancia al abismo que lo separaba de sus padres. Tenía miedo de los arranques temperamentales de su padre y veía poco a su madre. Así eran las cosas, y él no le daba más vueltas. En el colegio privado de Washington en el que había estudiado, la mayoría de sus amigos compartían su misma situación. Pero a Kathy sí la afectaba, al menos hasta que todo empezó a darle igual.

Lassiter lo sabía porque en una ocasión, cuando Josie le pidió que le llevara una copa, apareció en pleno enfrentamiento entre su hermana y su madre. Kathy tenía una expresión fiera y estaba diciendo: «Realmente, no te importamos. Sólo querías tener hijos para poder enseñarles las fotos a tus amigos.»

Josie, sentada ante su tocador, bebió un poco de la copa que le había llevado. Ladeó la cabeza y se puso un pendiente. «Pero cariño, eso no es verdad -dijo sin apartar la mirada ni un solo momento de su reflejo. -Eres muy especial para mí.» Todavía podía oír el acaramelado acento del sur de su madre. Después, Josie se incorporó, cogió un perfumador de vidrio, perfumó el aire y atravesó la nube de aroma. «Y ahora dale un beso a mamá -añadió. -Ya llego tarde.»

Eli afrontaba sus responsabilidades paternas como si fueran obligaciones laborales. De hecho, incluía a sus hijos entre sus muchos quehaceres diarios, algo que Joe supo por su hermana. Una noche, en su casa de Washington, Kathy lo llevó al despacho de Eli y le enseñó la agenda forrada en cuero del congresista.

7.00: Oraciones y desayuno con jóvenes republicanos

8.30: Sede del partido. Comité Republicano de Dirección.

10.15: Zoo con los niños.

Prácticamente cada ocasión en la que Eli veía a sus hijos, al menos durante los años que vivieron en Washington, había sido planeada previamente.

Llevar a Joe a Camillo’s: corte de pelo.

Hablar con Kathy sobre Sueños frente a Planes.

Empezaron a mirar la agenda a escondidas para saber lo que su padre tenía planeado para ellos. Así podían fingir que estaban enfermos, o hacer otros planes, para eludir esos eventos a los que eran arrastrados como aderezo visual. Se encubrían el uno al otro. Presentaban un frente unido.

Comida para recaudar fondos para el senador Walling. Llevar familia.

«¡Mamá! ¡Mamá! Kathy está vomitando y yo tampoco me siento demasiado bien.»

Después de la ceremonia se ofreció un refrigerio. Lassiter se sorprendió a sí mismo deseando hablar sobre su infancia con Kathy, sobre la Alianza. Miró a su alrededor, buscando a Murray o a la hermosa mujer con el niño pequeño. ¿Cómo se llamaba? Marie. No podía dejar de pensar que se habían visto antes, que, de alguna manera, se conocían. Aunque puede que simplemente se sintiera atraído hacia ella porque, además de Murray, parecía ser la única persona presente para la que la muerte de Kathy suponía una pérdida personal. No tardó en encontrar a Murray. O, mejor dicho, Murray no tardó en encontrarlo a él. Pero no veía por ninguna parte a la mujer.

Al acabar el refrigerio llevó a la tía Lillian al aeropuerto de Dulles, y volvió por la autopista de peaje. Cuando llegó a su casa, ya era casi de noche. Normalmente solía disfrutar del largo camino de entrada, del crujido de los guijarros bajo las ruedas, del balanceo del coche al atravesar el puente de madera sobre el riachuelo. En cierto modo, ésa era la razón por la que había construido la casa. Se pasaba la mayor parte del día pensando en el trabajo, haciendo planes, acudiendo a reuniones y tomando decisiones; hasta que cruzaba el arroyo. Entonces se olvidaba de todo.

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