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Lassiter sonrió.

– ¿No cree que está exagerando un poco?

Torgoff se rió y movió la cabeza.

– En absoluto. Todo lo que haría falta sería una célula que tuviera el ADN intacto: una gota de sangre, un folículo de pelo, un trozo de piel… Cualquier cosa valdría. Una vez invertida la diferenciación, en cuanto se restituyera la totipotencia de la célula se podría generar un organismo nuevo a partir de ella. Tan sólo habría que introducir el núcleo de esa célula en un óvulo cuyo propio núcleo hubiera sido previamente extraído. Luego, bastaría con cultivar esa célula. Resulta ingenioso, ¿verdad?

Lassiter reflexionó unos instantes.

– ¿Qué quiere decir exactamente cuando habla de cultivar la célula?

– Pues, en el caso de un ser humano, estaríamos hablando de un procedimiento de oocito. -Lassiter frunció el ceño al oír la palabra. -Eso es…

– Sé lo que es -lo interrumpió Lassiter. -Mi hermana se sometió a uno.

– Ah. Bueno…, entonces ya sabe lo que es. -Torgoff volvió a mirar la hora y se reclinó en su silla. -Me tengo que ir -dijo. -Me espera un niño de doce años que quiere ir a un partido de hockey sobre hielo.

– Una última cosa -pidió Lassiter. -Si Baresi lo hubiera conseguido, si hubiera encontrado la forma de invertir la diferenciación celular, lo sabríamos, ¿verdad?

– Por supuesto -repuso Torgoff al tiempo que se levantaba. -Por supuesto que lo sabríamos… A no ser que…

– ¿Que qué?

Torgoff se puso la bufanda, se abotonó el cuello del chaquetón y se enfundó la gorra de marinero.

– A no ser que Baresi tuviera algún tipo de duda. Lo que quiero decir es que tal vez se asustara ante las implicaciones de un descubrimiento así. ¿Quién sabe? Tal vez fuera eso lo que lo incitó a dedicarse a la teología.

En el metro, de camino al hotel Marriott, Lassiter no sabía qué pensar. ¿Encontraría Baresi a Dios en una molécula? ¿Sería eso lo que le había hecho cambiar la ciencia por la teología? Quién sabe. Pero ¿qué tenía que ver todo eso con Umbra Domini? ¿Qué tenía que ver todo eso con las decenas de asesinatos cometidos desde Tokio hasta Washington?

La frustración de Lassiter crecía por momentos. ¿Por qué tenía que suponer que la pasión de Baresi por la ciencia y la religión eran importantes para la resolución del caso? ¿Porque lo había dicho el padre Azetti?

Sí, por eso.

Evidentemente, la clave de todo estaba en la clínica. No en la ciencia ni en la teología, sino en la clínica de fertilidad. La clínica era el eslabón común entre todas las víctimas. Pensándolo bien, no sabía qué hacía persiguiendo fantasmas cuando podría estar entrevistando a las otras pacientes de la clínica. Tenía todos los nombres y las direcciones. Aunque esas mujeres sólo hubieran estado una semana, conocían la clínica. Ninguna de ellas se había sometido al procedimiento de oocito y, por lo que él sabía, ninguna había sido asesinada. Eran más de cien mujeres, y él ni siquiera había hablado con una.

Pero Freddy y Riordan sí lo habían hecho. Y sus conversaciones se podían resumir en una frase: «¡Verdad que es maravillosa la vida!» Estaba claro que ninguna de ellas corría peligro. Aun así…

Lassiter se inclinó hacia adelante en el asiento del metro, se pasó los dedos de las manos por el pelo e hizo un ruido de frustración. Debió de hacerlo bastante alto, porque, cuando levantó la cabeza, el hombre que estaba sentado enfrente de él lo miraba con gesto de disgusto. Lassiter podía leerle perfectamente el pensamiento: «Justo lo que necesito, otro puto psicópata.»

De repente, una posibilidad hizo que se le estremeciera el cuerpo. Lassiter se incorporó en su asiento. ¿Y si Baresi realmente lo hubiera conseguido? ¿Y si hubiera empleado la clínica para clonar…?

¿Para clonar qué? O, mejor dicho, ¿a quién? Lassiter volvió a hacer un ruido de frustración. El hombre del asiento de enfrente se levantó y se fue al otro extremo del vagón.

¿Qué pasaría si lo hubiera hecho? ¿Acaso se habría arrepentido después de hacerlo? ¿Cambiaría de parecer Baresi? ¿Habría sido capaz Baresi de ordenar el asesinato de los niños?

Eso era una locura. Y, además, los niños de la clínica no podían ser clones; no se parecían. Brandon no se parecía a Jesse, y ninguno de los dos se parecía a los otros niños que había visto en fotografías. Ni a Martin Henderson ni al hijo de Jiri Reiner. Eran todos distintos.

Así que no podían ser clones, pensó Lassiter, a no ser que…

¿Qué? A no ser que fueran clones de distintas personas. ¿De qué personas? ¿De los miembros del colegio cardenalicio? ¿De los jugadores de fútbol del Milán?

No, eso era ridículo. Aunque Baresi hubiera podido hacer algo así, ¿por qué iba a querer hacerlo? Desde luego, los niños no formaban parte de una investigación. Las mujeres iban a la clínica, se quedaban embarazadas y volvían a sus casas. Todo era muy normal. Y, por lo que sabía Lassiter, Baresi nunca había pedido una foto de los niños ni había seguido su proceso de evolución. Era un sencillo procedimiento médico y nada más que eso.

Pero tenía que haber algo más.

Porque todas las pacientes habían sido asesinadas.

CAPÍTULO 35

El frío de Washington no podía compararse con el que hacía en Maine.

Lassiter estaba sentado en un Ford Taurus de alquiler delante de la jefatura de tráfico de Portland, Maine. Se estaba regañando a sí mismo, con las manos encima de las rejillas por las que salía la calefacción. No debería haber usado su tarjeta de crédito para alquilar el coche en Hertz; debería haber pagado al contado. Sólo que no aceptaban dinero al contado, así que no le había quedado más remedio que pagar con la tarjeta. Y, de todas formas, daba igual. Con tal de pagar la gasolina al contado… Si lo hacía, nadie podría saber adonde había ido.

A pesar del chorro de aire caliente, todavía tenía los dedos helados después de haber limpiado la capa de hielo que cubría el parabrisas con la sección de deportes del Portland Press-Herald. «Realmente, no estoy equipado para este frío -pensó Lassiter. -Una simple chaqueta de cuero no es suficiente, ni tampoco los elegantes guantes de Bergorf Goodman. Necesitaría unas manoplas y un traje de astronauta.»

El reloj del coche marcaba las 8.56 horas. Sólo faltaban cuatro minutos para que abrieran. Lassiter pensó que debería haber ido antes a Sunday River a enseñarle la foto a los dueños de los apartamentos, a los empleados de las tiendas de esquí, a los monitores, a los encargados de la guardería… Aunque lo más probable era que eso no sirviera para nada; debían de subir miles de personas cada fin de semana. Además, la foto era de hacía dos años y no estaba hecha en la estación de esquí, sino en un centro comercial. En la fotografía, la montaña estaba detrás del McDonald’s, a lo lejos.

Pero, desde luego, era esa montaña. Era Sunday River. Había comparado la montaña de la foto con la montaña de los folletos turísticos del hotel Ramada y no había duda de que era la misma. Calista estaba en Maine o, por lo menos, había estado en Maine dos años atrás.

Lassiter encendió la radio. Una mujer con las caderas muy anchas salió de la jefatura de tráfico con una bandera en cada mano, avanzó hasta las dos astas y, sin más ceremonias, izó la bandera nacional y la del estado de Maine, que consistía en un gran pino verde. Luego, volvió sobre sus pasos por el aparcamiento cubierto de hielo.

Una voz en la radio anunció que la temperatura era de quince grados bajo cero. «Las temperaturas están subiendo», dijo el locutor con voz animosa.

A las nueve en punto, cuando la mujer abrió la puerta de la jefatura de tráfico, una docena de motores se apagaron en el aparcamiento. Una a una, las personas más madrugadoras salieron de sus coches y se dirigieron hacia el edificio. Lassiter los siguió. Medio minuto después estaba delante de la ventanilla de obtención de datos.

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