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La gente suele pensar que la policía es la única que puede obtener legalmente los datos del dueño de un vehículo. Pero ésa es una noción muy antigua, de cuando el derecho a la intimidad todavía era posible. En la era de la información, además del tiempo, también los datos son oro. Y el estado de Maine participaba de este negocio vendiendo información a cualquier persona que pagara por ella.

Como Lassiter sabía de sobra, había empresas que vendían listados personalizados a gusto del consumidor. Si alguien quería un listado de los dueños de inmobiliarias de una zona determinada que, además de no tener hijos, tuvieran unos ingresos de más de cien mil dólares anuales, podía conseguir la información en cuestión de horas.

La jefatura de tráfico de Maine también era capaz de elaborar listados a gusto del consumidor. Y, gracias a la informática, podía proporcionar esos listados en cualquiera de sus oficinas de atención al público. Así que, cuando Lassiter rellenó un formulario pidiendo los nombres y fechas de nacimiento de los dueños de todas las furgonetas Volkswagen matriculadas en el estado de Maine, la mujer que lo atendió le hizo una única pregunta:

– ¿Lo quiere impreso en papel normal o en adhesivos para envíos postales?

– En papel normal -contestó Lassiter. Después le pagó cien dólares y le dio treinta más para acelerar el pedido.

– Lo puede recoger mañana por la mañana a partir de las diez -dijo la mujer.

Lassiter se pasó el resto del día conduciendo de un lado a otro, sin ninguna dirección en particular. Le gustaba Maine. El paisaje rocoso, los pinos y la nieve transmitían una sensación limpia y espaciosa. Aunque, incluso allí, las franquicias y los centros comerciales tenían demasiada presencia para su gusto. Pero encontró una docena de pueblos que parecían estar organizados alrededor de pistas de hielo, quioscos de prensa y tiendas de alimentación. Y, aunque algunas poblaciones estaban manchadas por algún edificio restaurado de manera artificialmente pintoresca, Lassiter se sentía como en casa. Quizá fuera falsa nostalgia, pero esos pueblos le parecían mejores sitios para mantener una vida civilizada que la subdividida expansión urbana que se reproducía a sí misma una y otra vez a lo largo de la costa.

A las cinco de la tarde, cuando volvió a su hotel, ya había anochecido. Una vez en su habitación, cogió uno de los artículos sobre Calista, se acomodó en un sillón y apoyó los pies encima de una mesa baja.

Había estado leyendo los artículos que había enviado la agencia de relaciones públicas de Calista en orden cronológico, pero invertido. A estas alturas, ya había vuelto hasta 1986. En vez de la habitual avalancha de detalles personales, los artículos de hacía diez años eran sobre todo especulaciones sobre su identidad, su origen y el porqué del hermetismo que mostraba acerca de su pasado.

Había obtenido su primer papel en Hollywood en 1984, en una película de bajo presupuesto que, contra todo pronóstico, resultó ser un éxito. La mayoría de los críticos pensaban que aquel sorprendente éxito se debía a esa cautivadora actriz desconocida que interpretaba el papel de la protagonista femenina. En pocas palabras, Calista iluminaba la pantalla. La película podría haber sido un vulgar melodrama new-age lleno de música vertiginosa y paisajes idealizados, pero el travieso personaje de Calista rescataba la película de sus productores y consagraba al encargado del reparto como un genio.

Cuando desapareció, en 1990, la insistencia de la estrella en no hablar sobre su pasado ya había sido aceptada por la prensa. Pero, en 1986, Calista todavía era un filón para la prensa sensacionalista. La actriz dijo en una ocasión que una cosa era la libertad de prensa y otra muy distinta el derecho a la intimidad y que no concedería entrevistas a los periodistas que no respetaran su intimidad. Hubo reacciones de todo tipo. Algunas publicaciones le tomaron la palabra y evitaron hacer preguntas sobre su pasado. Otras, en cambio, se dedicaron a investigar su pasado en busca de algún misterio que desenterrar. Pensaban que su actitud era una fachada y, además, para justificarse, razonaban que sin publicidad, la carrera de Calista se vendría abajo.

Calista dijo que le parecía muy bien, que ellos tenían que hacer su trabajo y ella el suyo, que husmearan todo lo que quisieran, pero que no esperasen encontrar ni complicidad ni comprensión por su parte. Poco después se estrenó Flautista. Aprovechando el gran éxito de la película, una revista publicó un rumor basado en una entrevista con la secretaria personal de Calista:

«La tragedia secreta de Calista:

¡es huérfana!»

La actriz nunca desmintió la historia, pero tampoco la confirmó. Se limitó a despedir a su secretaria y a decirle a su sucesora que no atendiese ninguna llamada de esa revista.

La prensa sensacionalista tardó bastante tiempo en darse cuenta de que Calista iba en serio. Durante dos o tres años se publicaron todo tipo de artículos que especulaban sobre los posibles horrores de su juventud. Aparecieron más de una docena de «auténticos padres» de Calista, se dijo que había ahogado a su hermano pequeño, que había actuado en películas porno y que había estado en la cárcel por fraude, hurto y tráfico de armas.

Una revista llegó incluso a publicar la foto de Calista en un cartel de «Se busca». Otra revista tenía un número de teléfono al que se podía llamar a cualquier hora de la noche o del día para dar información sobre el pasado de Calista. Hasta se publicaron una serie de fotos descaradamente trucadas que pretendían dar la vuelta al proceso de envejecimiento de la actriz, mostrando cómo habría sido con dieciséis años, con doce, con ocho… Incluso de recién nacida.

Se sucedían titulares del tipo: «¿Conoce a esta niña?» o «Mamá Calista, ¿dónde estás?».

Todo ello resultaba ridículo, molesto y perjudicial. Y, además, inútil, pues las revistas sensacionalistas nunca llegaron a averiguar nada de interés sobre el pasado de Calista. La prestigiosa revista New Yorker convirtió a Calista en el centro de atención de un artículo de doce mil palabras sobre la «metástasis de la fama» y sus efectos negativos sobre las vidas privadas de los personajes públicos. Otras publicaciones también aplaudieron la postura de Calista, aunque, citando a Andy Warhol, una de ellas también hizo hincapié en la inevitabilidad del fenómeno.

Realmente, nada de eso ayudaba a Lassiter en su investigación. Calista podía ser huérfana o quintilliza: no había forma de saberlo. Las fuentes de los artículos de la prensa sensacionalista eran anónimas o poco fiables, o ambas cosas al mismo tiempo. Pero, eso sí, había algo que estaba claro: si Lassiter conseguía encontrar a Calista Bates, ella desde luego no se lo iba a agradecer.

Por la noche, Lassiter salió a cenar a un típico restaurante local. Pidió una langosta y la acompañó con una botella de cerveza Pilsner Urquell.

– Son más dulces en invierno -dijo la camarera con entusiasmo. Lassiter tardó unos segundos en darse cuenta de que se refería a las langostas.

A las diez de la noche estaba de vuelta en su habitación, leyendo el Boston Globe. Los titulares del periódico no decían nada que Lassiter no hubiera oído ya por la tarde en la radio del coche: las últimas novedades sobre un accidente de avión y algo sobre Bosnia. Además, el periódico traía distintas noticias sobre las tasas de interés, las elecciones y el problema de la falsificación de dinero en Oriente Medio.

Lassiter no solía prestarle demasiada atención a las noticias locales cuando estaba de viaje. ¿Qué interés podrían tener para él las maniobras políticas en el ayuntamiento de Boston o el fraude del subsidio de desempleo descubierto en Foxboro? Pero, aun así, se detuvo a leer un artículo que parecía interesante sobre un escritor llamado Cari Oglesby. Al pasar la página para acabar de leer el artículo, Lassiter se quedó atónito al ver una foto de Silvio della Torre sonriéndole en blanco y negro.

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