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– ¿La grande?

– Sí.

– ¡Dios mío! Qué moderna es.

– Gracias.

Lassiter le dio al taxista dos billetes de veinte dólares y le dijo que se quedara con el cambio. Después se dio la vuelta y subió los escalones hacia la puerta principal.

Entonces se dio cuenta. La casa estaba oscura, completamente oscura. Él no la había dejado así. Siempre que se iba de viaje dejaba un par de luces encendidas; más para darse la bienvenida a sí mismo que para ahuyentar a los posibles ladrones. Pero la única luz que se veía era la del diodo rojo del sistema de alarma, que parpadeaba de forma constante en el panel de aluminio que había al lado de la puerta.

«Al menos la alarma sigue puesta», pensó Lassiter al acordarse de que llevaba pilas independientes por si se producía un corte de luz.

Lassiter sabía que no tenía sentido guardar una llave fuera cuando se había gastado una fortuna en un sistema de seguridad para la casa. «No sabe con qué facilidad las encuentran los ladrones. Muchos, hasta usan detectores de metal», le habían dicho al instalar la alarma.

Así que Lassiter no le dijo a nadie lo de la llave. Ahora se alegraba de no haber hecho caso a los expertos. Además, él siempre se había justificado pensando que la llave no valía de nada si no se conocía la clave de la alarma. Con la nieve casi hasta las caderas, se alejó un par de pasos de la puerta y se agachó debajo del porche. Siempre escondía la llave detrás de una de las viguetas, fuera de la vista, de forma que sólo se pudiera encontrar mediante el tacto. Y allí estaba. Volvió a la puerta, la abrió, buscó a tientas el cuadro de mandos que controlaba el sistema de alarma, abrió la tapa y tecleó la clave que la desactivaba.

Después cerró la puerta y permaneció quieto en la oscuridad, escuchando los sonidos de la casa. Después de lo de Nápoles se había hecho más precavido. Pero no había nadie. Nada. Sólo la tenue luminosidad de la nieve derramándose a través de las ventanas. Apretó el interruptor de la pared, pero la luz no se encendió. Probó con otro interruptor. Tampoco. Ahora que lo pensaba, la calefacción tampoco funcionaba.

Lassiter respiró hondo. La casa estaba helada, pero en el despacho tenía una chimenea y un sofá de cuero que se convertía en cama. Dormiría allí y, si seguía sin haber luz por la mañana, se mudaría al hotel Willard hasta que solucionaran el problema.

Al menos, el teléfono sí funcionaba. Lassiter llamó a su compañía de suministro eléctrico para notificar la avería. La mujer que le contestó soltó una carcajada.

– ¿Dónde ha estado metido? -le preguntó. – ¡Hace tres días que no hay luz en McLean! Pero estamos trabajando en ello. Ya no creo que tarde mucho.

Y así fue.

Cuando se despertó, el fuego se había apagado, pero la calefacción estaba encendida; en vez de fría, la casa estaba templada. Fue al cuarto de baño de puntillas, se dio una ducha y se vistió. Mientras pensaba en todo lo que quería hacer en la oficina, oyó un débil zumbido en el despacho.

El ordenador estaba encendido. Debía de haberse encendido por la noche, cuando había vuelto la electricidad. Lassiter se acercó a la mesa y lo apagó. Luego, se dio cuenta.

Si el ordenador se había encendido al reanudarse el suministro, tenía que haber estado encendido cuando se produjo el corte. Una de dos, o se había olvidado de apagarlo cuando se fue a Italia, hacía casi un mes, o lo había encendido otra persona.

– Yo no lo dejé encendido -se murmuró a sí mismo Lassiter. -No lo hago nunca.

Así que tenía que haber entrado alguien mientras él había estado fuera. Pero eso tampoco tenía sentido. La alarma estaba puesta. Y hacía falta un auténtico profesional para burlar un sistema de seguridad tan sofisticado como el suyo. Y, además, pensó Lassiter mirando a su alrededor, no faltaba nada. En el vestidor tenía un reloj de pulsera Breitling que valdría unos dos mil dólares, y el equipo de música estaba intacto. En una esquina del despacho vio la pequeña vitrina que contenía primeras ediciones valoradas en más de veinticinco mil dólares; nadie había tocado los libros. Y las valiosas litografías del salón también seguían allí.

Todo estaba intacto.

Lassiter se sentó delante del ordenador y apretó la tecla intro tres o cuatro veces. El autoexec.bat hizo su trabajo y apareció un rótulo en el centro de la pantalla: «¿Clave de acceso?»

De hecho, la clave no era una palabra, sino una combinación de letras, números y signos de puntuación sin ningún sentido. Precisamente por eso era imposible de adivinar, porque no era ni una palabra ni una frase. Mientras no se introdujera la clave en el ordenador, el disco duro permanecía inaccesible. Aun así…, alguien con mucho talento había conseguido entrar en la casa sin que sonara la alarma. ¿Habría conseguido acceder también a los datos del ordenador? Lassiter no lo sabía. «Pero para eso están las claves de acceso -se dijo a sí mismo, -para que la gente no pueda entrar. Pero claro -se contestó inmediatamente, -para eso están también las alarmas.»

Se agachó hacia la unidad central y buscó con el tacto el botón de encendido. Tardó unos segundos en encontrarlo. Al mirar debajo de la mesa vio por qué: alguien había movido el ordenador. No mucho, pero desde luego alguien lo había movido. Una marca en la alfombra indicaba el sitio donde había estado apoyado durante más de un año. Ahora estaba unos centímetros hacia la derecha.

«Te estás volviendo paranoico -pensó. -Lo más probable es que lo dejaras encendido al irte a Italia. Eso lo explicaría todo.»

Sólo que no era así. Y Lassiter lo sabía perfectamente.

– Hombre, Joe…

– ¿Qué le ha pasado, señor Lassiter?

– Bienvenido, señor Lassiter.

– Me alegro de volver a verlo, señor Lassiter.

Al pasar por los cubículos, Lassiter recibió todo tipo de saludos, sonrisas de bienvenida y miradas de preocupación sincera. Cuando finalmente llegó a su despacho cerró la puerta, tiró la chaqueta y el bastón encima del sofá, llamó a su secretaria por el intercomunicador y le dijo:

– Mire a ver si está Murray Fremaux.

– ¿Se refiere al chico de los ordenadores?

– Sí.

– Está bien, pero debo de tener unas cincuenta llamadas para usted.

– Las llamadas pueden esperar. Usted tráigame a Murray.

Dos minutos después, Murray entró en el despacho con cara de preocupación y un café en la mano.

– ¿Qué le pasa? -preguntó Lassiter.

– Nunca me había llamado a su despacho.

– ¿Y? Siéntese.

– Sí, pero…

– ¿Qué?

– Es que… ¿Me va a despedir?

– No.

– Menos mal -dijo Murray al tiempo que se sentaba. -Acabo de comprarme un Toyota Camry.

– Enhorabuena. Lo he llamado porque creo que alguien ha entrado en mi casa mientras estaba de viaje.

Murray frunció el ceño.

– Creía que tenía un buen sistema de alarma -comentó.

– Y lo tengo, pero eso no ha detenido a quienquiera que entrara.

– ¿Se han llevado algo? -preguntó Murray.

– No. Nada que yo haya notado. Pero creo que accedieron a la información del ordenador.

Murray asintió.

– Es posible -dijo.

– La cosa es que no entiendo cómo pudieron hacerlo; siempre uso una clave de acceso.

– Las contraseñas no valen para nada.

– Además, tengo codificados todos los documentos importantes.

Murray lo miró con gesto escéptico.

– ¿Qué sistema usa?

– N-cipher.

– Es un buen programa -repuso Murray.

– Entonces, no podrían acceder a la información, ¿verdad?

Murray se encogió de hombros.

– No lo puedo saber. ¿Ha notado alguna otra cosa?

Lassiter reflexionó unos instantes.

– No -dijo. -Aunque…

– ¿Qué?

– Creo que movieron la unidad central del ordenador.

– ¿Por qué dice eso? -inquirió Murray.

– Porque… Porque alguien la movió. Cuando me agaché para apagarlo, vi que alguien la había movido unos centímetros.

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