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Aguantó la respiración.

Estaba claro. Sólo había una manera de salir del pueblo. El Armario tampoco había tenido que estrujarse demasiado los sesos. Si no se había matado en el salto, ¿adonde podría ir sino a su coche? ¿Qué iba a hacer si no? ¿Bajar rodando el resto de la montaña y hacer trekking hasta Todi?

Podía volver a Montecastello, pero el pueblo era una trampa. Pensó en el campo de fútbol. Si pudiera llegar, quizá consiguiera perderse entre la multitud. No. Tenía la ropa hecha jirones y estaba cubierto de sangre y con la cara llena de cortes; además, era incapaz de andar sin tambalearse. No existía una muchedumbre suficientemente grande en toda Italia para que él pudiera pasar desapercibido. Lo más probable era que la gente gritara al verlo. Aunque también podía gritar él; puede que consiguiera atraer a la policía. Aunque, por otra parte, si lo conseguía… ¿Qué pasaría? Lo más probable era que lo encerraran, al menos hasta que encontraran un intérprete. Pero estaría a salvo durante algún tiempo. A no ser que Umbra Domini, o el SISMI, pudieran comprar a sus carceleros. Algo que, estando en Italia, resultaba bastante probable. De ser así, no tenía la menor duda de que a la mañana siguiente aparecería colgado en su celda.

Realmente, no era una buena idea. Y, además, el Rover estaba entre él y el campo de fútbol, entre él y la policía. Y eso sólo le dejaba una opción: las bicicletas que tenía delante. Había todo tipo de bicicletas estacionadas en una larga hilera. Lassiter se agachó y fue de una en otra hasta que finalmente encontró lo que buscaba: una bicicleta de carreras que su dueño no se había molestado en candar.

No iba a ser fácil salir del aparcamiento sin que lo vieran. Aunque, si el Armario y su amigo estaban vigilando el coche, tal vez no se fijaran en alguien que pasaba en una bicicleta. Aunque, claro, bien podían hacerlo. Y, si se fijaban, todo se acabaría en unos segundos. Sólo tendrían que dispararle en la cabeza y marcharse tranquilamente. !

Vaciló unos instantes, pero la verdad era que no tenía otra opción. Si se movía en silencio, quizá lo consiguiera. Respiró hondo, subió la pierna izquierda sobre la barra central y se empujó con la derecha. Después, pedaleó con fuerza. Al pasar junto al Rover, avanzando cada vez más rápido, la bicicleta empezó a hacer un ruido terrible.

Lassiter miró la rueda trasera. El dueño había sujetado un as de picas a la bicicleta con una pinza para colgar la ropa, de tal manera que los radios golpeaban ruidosamente contra el naipe cuando la rueda giraba. ¡Mierda!

Dejó el Rover atrás y avanzó hacia la salida del aparcamiento. Salvado. O al menos eso pensaba hasta que oyó el ruido del motor al ponerse en marcha. Miró hacia atrás y vio encenderse los faros. Un momento después, el Rover empezó a seguirlo. Lassiter ya estaba fuera del aparcamiento y pedaleaba furiosamente. La carretera giraba alrededor de la montaña, como un sacacorchos, dibujando una espiral descendente hasta la llanura. Era un torbellino de fuerzas centrífugas. No podía saber a qué velocidad iba, pero era de vértigo. El Rover estaba a suficiente distancia para que Lassiter sólo pudiera ver la luz de sus faros. A mitad del descenso, no le había ganado nada de terreno.

Lassiter se limitaba a inclinarse en las curvas y a frenar un poco cuando la velocidad era excesiva, dejando que la gravedad hiciera el resto del trabajo y rogando a Dios que no lo mandara disparado por el precipicio. El corazón le latía con fuerza, el viento hacía que le llorasen los ojos y el naipe producía un fuerte zumbido contra los radios de la rueda trasera.

Poco a poco, el valle se fue acercando y el descenso se fue haciendo menos pronunciado. Pronto llegaría a terreno llano y la gravedad empezaría a trabajar en su contra. Perdería velocidad, el Rover le daría alcance y…

Ahí estaba el llano. Salió de la montaña como una bola en una bolera, rodando a toda velocidad hacia la arboleda que tanto le había sorprendido el día anterior. Cuando llegó al claro que había delante de los árboles, el Rover ya lo estaba iluminando con sus faros.

Pedaleó con todas sus fuerzas, hasta alcanzar la arboleda. Desapareció en la oscuridad de los árboles y dejó que la bicicleta siguiera rodando sin pedalear. Cuando la bicicleta se detuvo, dejó que cayera al suelo y, cojeando, se adentró entre los árboles.

Era un lugar artificialmente ordenado, un bosque de hoja caduca donde todos los árboles tenían más o menos el mismo tamaño y crecían equidistantes entre sí. No había maleza y no crecía ninguna rama a menos de dos metros de altura.

Se dio la vuelta y vio el Rover en el claro. Tenía puestas las luces largas. Durante unos segundos, no ocurrió nada. Después, los faros se apagaron, las puertas se abrieron de golpe y el Armario y su compañero se bajaron del coche.

Lassiter se quedó quieto. No podía creer lo que le estaba ocurriendo. Él no encajaba en esa escena. Estaba demasiado bien relacionado en las altas esferas para estar escondiéndose detrás de un árbol. Tenía un mundo entero de influencias a su disposición y una gran multinacional estaba intentando comprarle el negocio. Había hombres muy duros en tres continentes que darían cualquier cosa por trabajar para él…, pero ahí estaba, escondiéndose entre los árboles después de haber bajado una montaña en bicicleta.

«Joder, que frío hace -pensó, -y con este tobillo…» Lo tenía muy inflamado, pero no se lo había roto. Una de dos, o sus endorfinas estaban trabajando como locas o la torcedura no era tan mala como había pensado. Al menos, podía andar; sólo tenía que aguantar el dolor.

Oyó la corriente del río a lo lejos. Avanzó en esa dirección pensando que el ruido podría cubrirlo. Además, en el peor de los casos, siempre podía tirarse al agua y nadar con la corriente y…

Ahogarse. El agua estaría congelada.

Detrás de él oyó el crujido de una rama. El hombre con cara de camello seguía su rastro con los movimientos confiados de un depredador. Lassiter se escondió detrás de un árbol, a unos diez metros de distancia, y esperó. De repente, el hombre se detuvo, miró a ambos lados y se bajó la bragueta. Con un largo suspiro de alivio, empezó a orinar.

Al ver cómo subía el vapor, Lassiter supo que nunca tendría una oportunidad mejor. Si iba a hacer algo, éste era el momento. Respiró hondo, salió de detrás del árbol y cargó contra él.

De haber podido correr normalmente, habría cubierto la distancia en cuatro o cinco zancadas. Después, sólo habría tenido que darle un golpe seco en la nuca y el italiano se habría desplomado con las manos en la polla.

Pero no fue eso lo que ocurrió. Lassiter tenía el tobillo demasiado débil para correr y demasiado dolorido para hacerlo de forma silenciosa. Cuando llegó a la altura del italiano, éste ya se había dado la vuelta. Y, entonces, de repente, Lassiter se encontró boca abajo, con la mejilla derecha apretada contra el suelo. El italiano tenía el brazo enganchado debajo de su hombro derecho y la palma de la mano apretada contra su nuca. Le tenía sujeta la muñeca izquierda y le apretaba la cara contra el suelo.

Lassiter forcejeó, pero no sabía cómo deshacerse de la llave del italiano, que, desde luego, no era improvisada. «Este tipo hace lucha libre -pensó, -y es bueno.» Podía oír la respiración del italiano y oler su sudor.

Estuvieron así unos segundos, con los músculos en tensión, luchando en silencio sin moverse. De repente, el italiano soltó la muñeca izquierda de Lassiter y buscó algo en su chaqueta. Al hacerlo, cambió un poco el peso. Lassiter intentó golpearlo con el codo, pero no lo consiguió. El hombre lo agarró del pelo y tiró hacia atrás. Al ver la luna brillando delante de sus ojos, Lassiter pensó que le iba a cortar el cuello.

El italiano murmuró algo con un tono de voz arrogante, casi seductor. El mensaje estaba claro: Lassiter iba a morir. Con un gruñido, Lassiter apretó los dientes y bajó la cabeza, resistiendo la fuerza de la mano que le tiraba del pelo. Hundió la barbilla en el pecho y, entonces, sin ningún tipo de aviso, lanzó la cabeza hacia atrás y la estrelló contra la cara del italiano.

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