– Claro -repuso Lassiter con tono sarcástico.
– En cualquier caso…, los médicos dicen que va a necesitar ayuda.
– ¿Qué tipo de ayuda?
– Necesita antibióticos. Y una especie de ungüento para las quemaduras. Correremos la voz. Quién sabe, tal vez tengamos suerte.
– A estas alturas, ya podría estar en cualquier sitio. Hasta podría estar en Nueva York.
– No importa dónde esté. Con un agente asesinado, el grado de cooperación de la policía va a ser completamente distinto. Y, además, no olvides que ahora los federales también están metidos en el caso. Y te aseguro que el muy hijo de puta no va a pasar desapercibido.
– ¿Por qué no?
– Porque es italiano, italiano de verdad. Y tiene la cara echa un Cristo. Y eso no va a cambiar. Al verlo, la gente aparta la mirada. Pero lo mirarán. ¿Me explico?
– Sí. Como cuando hay un herido en un accidente. -Los dos hombres guardaron silencio durante unos segundos.
Había algo que no le cuadraba a Lassiter, pero no sabía qué. Por fin cobró forma.
– ¿Cómo es que llevaba encima las llaves del coche?
– ¿Qué? ¿Quién? ¿De qué estás hablando?
– De la enfermera. ¿Cómo es que llevaba encima las llaves del coche? No conozco a ninguna mujer que lleve las llaves del coche en el bolsillo. Lo que quiero decir es que… Estaba de servicio, ¿no? Las mujeres guardan las llaves en el bolso, en un cajón, donde sea, pero no las llevan en el bolsillo.
– Quizás había acabado su turno, o quería coger algo del coche. Yo qué sé.
– ¿Se lo preguntarás?,
– Sí. ¿Por qué no?
– Es que me parece raro que una enfermera se pase todo el día de aquí para allá con un puñado de llaves en el bolsillo.
Riordan guardó silencio unos segundos.
– La verdad, no sé que pensar. Puede ser interesante. Se lo preguntaremos. Pero lo más probable es que simplemente las llevara encima, sin más.
– Ya. Lo más probable es que no tenga ninguna importancia. Pero no te olvides de preguntárselo, porque tu caso vuelve a estar abierto.
Ese día, Lassiter se quedó en la oficina hasta tarde y cenó comida tailandesa en su despacho. Su escritorio tenía un botón a la altura de las rodillas para accionar un panel que ocultaba tres pantallas de televisión en la pared; una modificación arquitectónica heredada de los anteriores inquilinos de la oficina, una empresa de publicidad que se había encargado de los vídeos electorales de Dan Quayle en la última campaña electoral. Lassiter apretó el botón con la rodilla, y el panel se deslizó hacia un lado.
Las noticias de las once abrieron con una ráfaga frenética de música. La foto de Grimaldi apareció en la pantalla, y el presentador comentó: «Una osada huida acaba con la vida de un agente de policía y deja a un asesino suelto entre nosotros.» Siguió un anuncio del Washington Post: «¡Si no te lo llevas, no te enteras!» y, por fin, el desarrollo de la noticia principal.
Una rubia muy atractiva, una tal Ripsy, empezó a hablar desde el aparcamiento del hospital. A su lado había una silla de ruedas caída en el suelo. Luego la cámara cambió de plano, y apareció en pantalla un hombre blanco de mediana edad con los ojos enrojecidos y demasiado pelo. Se llamaba Bill y estaba en una carretera en penumbras, «cerca de Olney». Comentó el «angustioso viaje» de la enfermera, y la cámara pasó a Michele, una mujer negra, que estaba sentada en un chalet de Reston con la madre de Dwayne Tompkins, que a duras penas conseguía mantener la compostura. La madre del policía fallecido miraba a la cámara con los ojos en blanco y parecía incapaz de hablar.
Lassiter lo observó todo con unos palillos en una mano y una cerveza en la otra. Le costaba prestar atención a lo que decía la televisión. La televisión tenía una capacidad especial para quitarle realidad de los acontecimientos, convirtiendo cualquier catástrofe en algo paladeable a la hora de cenar. La muerte de su hermana, la exhumación del cadáver de su sobrino, la huida de Grimaldi; de alguna manera, la televisión había procesado todas esas calamidades y las había convertido en una especie de entretenimiento. O, si no exactamente en un entretenimiento, desde luego en algo a lo que se podía sacar un beneficio, en mieses para el molino. Algo muy distinto de lo que realmente era: una cuestión personal.
Lassiter estaba pensando distraídamente en eso cuando se dio cuenta de que todos los presentadores llevaban el mismo pañuelo, o el mismo tipo de pañuelo: un pañuelo a cuadros negros y tostados que tenía un curioso efecto homogeneizador sobre sus diferencias físicas. Lassiter pensó que, por muy distintos que parecieran entre sí, todos ellos formaban parte de la misma tribu: la nación de Burberry’s.
La idea lo hizo sonreír, pero la sonrisa le desapareció de los labios al advertir que ése era exactamente el tipo de comentario sagaz que solía hacer Kathy. Irritado consigo mismo, apagó la televisión y se fue a casa pensando que al menos Riordan volvía a estar al frente del caso. Y eso lo deprimió todavía más. «Dios santo -pensó, -hablar de aferrarse a resquicios de esperanza…»
Le costó dormirse. No conseguía librarse ni del sonido de a cabeza de Pisarcik al golpear contra el suelo ni de la imagen del bolígrafo clavado en el ojo del policía muerto.
Y, lo que era todavía peor, sabía que era muy posible que no cogieran a Grimaldi por segunda vez. Y eso no sólo significaba que el asesino podía librarse de su castigo, sino que, además, él nunca sabría por qué habían asesinado a su hermana y a su sobrino.
Ciao.
Cuando por fin consiguió dormir, soñó con Kathy. En concreto, con algo que había pasado cuando eran niños.
Kathy debía de tener doce años y él siete. Estaban en Kentucky, remando en el lago, más que nada para huir de Josie. Kathy estaba tumbada en la proa de la barca, leyendo una revista. Llevaba unas gafas de sol graduadas que había elegido dos semanas antes de su cumpleaños para que se las enviaran en la fecha exacta. Le encantaban esas gafas de sol. Las llevaba todo el rato. Incluso dentro de casa. Incluso de noche.
En la barca de remos llevaba las gafas levantadas sobre el pelo. Se levantó, y las gafas se le cayeron al agua. Lassiter todavía podía oír el grito de Kathy, todavía podía ver las gafas hundiéndose en el agua. Recuperarlas parecía fácil. Pero, aunque Kathy se tiró inmediatamente al agua, aunque los dos volvieron al poco rato con gafas y tubos de bucear, aunque se pasaron horas buscando, nunca las encontraron.
En el sueño, Lassiter estaba buceando. Encontraba las gafas en el fondo del lago, con las patillas cruzadas, como si Kathy acabara de dejarlas encima de una mesa. Buceaba y buceaba, pero las gafas siempre resultaban ser un trozo de cuarzo, una lata de cerveza, un truco de la luz. Al final, siempre volvía a la superficie con las manos vacías. Al despertarse, Lassiter se sintió como si hubiera vuelto a fallarle a su hermana; hoy igual que entonces.
A la mañana siguiente, Freddy Dexter estaba en el vestíbulo, decorando un árbol de Navidad. Al ver entrar a Lassiter le dio la caja de ornamentos a la secretaria de recepción y corrió detrás de él.
– ¿Qué tal? -preguntó Lassiter.
– Quería hablarte del cristal -dijo Freddy con gesto satisfecho.
– ¿De qué? -Lassiter se quedó mirándolo.
– Del frasco de cristal -le recordó Freddy.
– Ah, sí. Ven a mi despacho. -Al entrar, Lassiter le señaló una silla. Después se sentó frente a su escritorio y levantó el auricular del teléfono. – ¿Quieres un café?
Freddy dijo que no. Lassiter colgó, se recostó en su asiento y esperó. Freddy se aclaró la garganta.
– Resulta que el cristal es más complejo de lo que parece -empezó.
– ¿Sí?
– Sí. Lo usamos para ver mejor, para beber… Pero eso es sólo el principio. Hay mucho más.
– Eso es lo que esperaba oír.
– Te podría hablar de todo tipo de cosas: cualidades dúctiles, hierros para soplar…