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Su cuerpo se llenó de señales luminosas de alarma, mientras miles de terminaciones nerviosas se quejaban a una y la habitación empezaba a parpadear como una bombilla demasiado vieja. O tal vez lo que se estaba apagando y encendiendo fuera su propia cabeza; no estaba seguro.

Algo pesado lo golpeó en el cuello y lo hizo caer de rodillas. Entonces vio un zapato oscuro moverse hacia atrás, como si estuviera a punto de golpear una pelota de fútbol. Lassiter vio el zapato con una claridad asombrosa: las borlas del empeine, los dibujos del cuero, las costuras…

Y entonces oyó un grito. Por un momento pensó que era él quien había gritado, pero, al mirar hacia arriba, vio a una de las mujeres que se encargaban de la limpieza. Estaba en la puerta, con los ojos y la boca abiertos de par en par. Lassiter empezó a decir algo, pero el zapato aceleró repentinamente y una forma borrosa chocó contra sus costillas. Sintió cómo los huesos se le astillaban. La mujer gritó por segunda vez. O puede que no, puede que esta vez fuera él. Pero no. Tenía que haber sido ella, porque él no tenía suficiente aire en los pulmones para expulsar el grito de su garganta. De hecho, ni siquiera podía hablar. Y, ahora que lo pensaba, tampoco podía respirar. El mundo entero se había quedado sin aire, y él se sentía como si se estuviera muriendo.

Y entonces, igual que había empezado, de repente todo acabó. El armario desapareció, y la mujer se puso a correr de un lado a otro del pasillo, gritando con todas sus fuerzas. Lo más probable era que le acabara de salvar la vida, y Lassiter debería haberse mostrado agradecido, pero le dolía demasiado el cuerpo para decir nada. Así que se levantó como pudo, cerró la puerta sin decir nada y avanzó tambaleándose hasta el cuarto de baño.

Cada aliento era como una cuchillada en el costado, así que intentó respirar tomando el menor aire posible mientras se sujetaba con las manos lo que parecía un amasijo de costillas astilladas. Llegó al lavabo. No sabía por qué, pero lo primero que hizo fue abrir el grifo. Y eso lo ayudó. El sonido lo ayudaba.

Luchando contra su vanidad, se inclinó hacia adelante y se miró en el espejo. La verdad, podría haber sido peor. Estaba hecho un asco, pero tampoco se notaba demasiado que le había pasado por encima una apisonadora. Era más bien como uno de esos golpecitos en los que se rompe un faro y se abolla una esquina del coche. Estaba sangrando por la nariz y tenía el labio roto. Se tocó un colmillo con la mano y, ante su sorpresa, el diente se le cayó en la boca. Lo escupió y el colmillo no tardó en desaparecer por el desagüe.

Se levantó la camisa hasta que vio la nube morada que se estaba formando en su costado derecho. Con mucho cuidado, se tocó el hematoma con las yemas de los dedos; casi se desmaya. El dolor rugió en su interior como una ola y, como una ola, rompió, salpicándole las entrañas con una fuerza insoportable. Totalmente pálido, Lassiter lanzó un quejido estrangulado de dolor que no acabó hasta que apretó los dientes con todas sus fuerzas. «Necesitas una radiografía -pensó Lassiter. -Y un dentista. Y Petidina. Y no precisamente en ese orden.»

Y, desde luego, no en Nápoles.

Aunque fuera demasiado tarde, ahora sabía por qué Della Torre le había seguido la corriente en la iglesia: el sacerdote quería mantenerlo ocupado mientras registraban su habitación.

Alguien llamó con urgencia a la puerta.

– ¡Señor Lassiter! ¿Está usted bien? Per favore… -instó una voz de hombre.

– Estoy bien -gritó Lassiter dolorosamente. -No se preocupe.

– ¿Está seguro, signore? La policía…

– ¡Le he dicho que no se preocupe!

Quienquiera que fuese se marchó, murmurando algo en italiano.

Un minuto después sonó el teléfono. Por primera vez en su vida, Lassiter se alegró de que los hoteles tuvieran teléfono en el cuarto de baño. Contestó y, a pesar de la insistencia del director del hotel, le dijo que no quería hablar con la policía y que no quería poner ninguna denuncia.

– Pero, señor Lassiter, está usted en su derecho. ¡Lo han asaltado!

– Limítese a traerme el coche a la puerta y cárgueme la cuenta en la Visa.

– ¿Está usted seguro, signore?

– Bajaré en un momento.

Tardó casi media hora en cambiarse de camisa y hacer la maleta. Después, necesitó hacer acopio de todas sus fuerzas para atravesar el vestíbulo sin encorvarse. El director estaba esperándolo en la entrada. Parecía aterrorizado, digno y avergonzado al mismo tiempo. El coche de alquiler de Lassiter lo aguardaba a un par de metros de distancia con el motor en marcha. El director se adelantó a él, le abrió la puerta y observó cómo su huésped se sentaba al volante. Después cerró la puerta con un ademán experto, inclinó la cabeza y sonrió.

– ¿Dónde está el conserje? -preguntó Lassiter mirando a su alrededor.

El director frunció el ceño.

– ¿Roberto? -preguntó.

– Sí. No lo he visto en el vestíbulo.

– Acaba de marcharse. El pobre hombre sufre de asma.

– Ya. Dígale de mi parte que se mejore.

– Grazie. Il signore é moho gentile! ¡Después de todo lo que ha pasado!

– Y dígale también a ese hijo de puta que la próxima vez que lo vea le voy a romper la cabeza.

Siguió un largo silencio. Por fin, el director dijo:

– Scusi?

– Y dígale que siempre cumplo mis promesas.

Con una bolsa de hielo apoyada en las costillas y hablándose a sí mismo mientras avanzaba hacia el norte por la autostrada, Lassiter condujo hasta Roma esa misma noche.

«¿En qué cojones estabas pensando? Aunque, claro, no estabas pensando, porque si hubieras pensado no habrías sido tan pardillo como para dejar que te pegaran una paliza en tu propia habitación. Y ahora lo más probable es que tengas un par de costillas clavadas en los pulmones; desde luego no vas a dormir de costado en una buena temporada y… ¡Joder! ¡Dios santo, cómo duele!»

Y no era sólo el cuerpo lo que le dolía; tenía el orgullo igual de maltratado. Della Torre lo había entretenido todo el tiempo que había podido, primero con su célebre oratoria y después rezando. ¡Rezando! Mientras tanto, su… colega, el armario, estaba registrando su habitación. Y lo más probable es que se hubiera quedado todavía más tiempo -«Recíbelo en tu corazón, Señor»- de no ser por el borracho que había roto el encantamiento al entrar en la iglesia. Y después el conserje, intentando entretenerlo. «Si me hiciera el honor.» ¿Cuántas pistas necesitaba para darse cuenta de que algo iba mal? ¿De que ese «algo» era él?

Y, después, lo de la habitación. «Pronto?» «¿Quién diablos es usted?» «Scusi.» ¡Zas!

Eso es lo que más le dolía, porque era bueno con los puños. Había boxeado en la universidad y no se le daba nada mal. No estaba acostumbrado a perder peleas; ni siquiera cuando el otro tipo era más grande que él. Sabía cómo golpear. Y cómo esquivar los golpes dirigidos a él. O al menos eso pensaba, hasta ese día.

Aun así, no todo era negativo. Que a uno le pegaran una paliza lo despertaba, afinaba los sentidos y hacía pensar, pensar mucho en cómo evitar que se repitiera la experiencia. Y ésa era la razón por la que Lassiter decidió no volver a alojarse en el Hassler. En vez de eso, se hospedó en el Mozart, un hotel apartado en una bocacalle adoquinada de la via del Corso.

El hotel ocupaba el ala occidental de un palacete que había conocido tiempos mejores. Tenía techos de más de cuatro metros de altura, un jardín medio abandonado y un bar oscuro.

Aunque ya era casi medianoche cuando llegó, consiguió que le dieran una suite en el segundo piso. Un botones de avanzada edad lo condujo hasta su habitación. Lassiter hizo todo lo que pudo por no quedarse atrás, apretando los dientes para amortiguar el dolor.

Cuando se marchó el botones, Lassiter cerró la puerta con llave, se acercó al minibar y vació dos botellitas de whisky escocés en un vaso. Después se sentó delante de la mesa que había junto a la ventana y cogió el cuaderno.

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