Años atrás, cuando vivía en Bruselas, había adoptado la costumbre de emplear un nuevo cuaderno cada vez que empezaba una nueva investigación. Resultaba útil por varias razones, pero sobre todo por una razón colateral: lo ayudaba a encontrar nombres que de otro modo se le olvidarían. Puede que no recordara el nombre de un investigador o un médico forense en concreto, pero nunca olvidaba un caso, y siempre recordaba con qué caso estaba relacionada la persona que estaba buscando. Una vez hecha esta asociación mental, resultaba fácil buscar el cuaderno en cuestión y encontrar el nombre.
Con el tiempo, se había acostumbrado a usar siempre el mismo tipo de cuaderno: un cuadernillo de espiral de diez por quince que podía sujetar con una mano y que le cabía holgadamente en el bolsillo interior de la chaqueta. A veces pensaba que, si dejaran de fabricarlos, lo más probable era que Lassiter Associates quebrara.
Cuando empezaba un cuaderno, escribía los nombres y los números de teléfono detrás, empezando por la última página. Así sabía dónde buscar cualquier nombre y nunca se quedaba sin espacio.
Había seguido la misma rutina en el caso de Kathy y de Brandon y ya tenía bastantes números apuntados. El primero era el de Riordan. Después estaban los de los médicos. Después, Tom Truong y el hotel de Chicago. Bepi. Angela. Egloff. Y Umbra Domini.
Bebió un poco de whisky y miró por la ventana. La habitación daba a una calle desierta con árboles alineados a lo largo de la acera. Cogió el teléfono, consultó el cuaderno y llamó a Bepi a su casa y al despacho. Después de oír los dos contestadores, lo llamó al teléfono móvil, pero estaba desconectado. Finalmente, lo llamó al busca y dejó el número de teléfono del hotel Mozart. Le preocupaba que Bepi no le hubiera devuelto las llamadas. No era propio de él, y Lassiter intuía que algo iba mal. Para empezar, él era un cliente demasiado bueno para no devolverle las llamadas. Y, lo que era todavía más importante, Bepi estaba enamorado de la tecnología y alardeaba de estar siempre localizable: «Da igual que esté viendo un partido del Lazio o volando a Los Ángeles o a Tokio.»
Lassiter había sonreído al oírle decir eso. Lo más probable era que ni siquiera hubiera estado en Ginebra; ¿qué decir de Los Ángeles?
Llamó a su oficina con la esperanza de que Judy se hubiera quedado trabajando hasta tarde. Cuando le contestaron y oyó el alboroto de fondo se acordó de que era la noche en la que celebraban la fiesta anual de Navidad. Le contestó una becaria cuyo nombre no reconocía y que obviamente no le oía bien.
– ¿Qué?
– Soy Joe Lassiter.
– ¿Quién?
– Joe Lassiter.
– Lo siento, el señor Lassiter no está en la oficina.
– No, eso no es lo que…
– Y, además, la oficina está cerrada.
Lassiter colgó y marcó el número de su buzón de voz. Tenía seis mensajes. El único de interés era de Jimmy Riordan, aunque estaba tan lleno de ruidos de fondo que resultaba incomprensible. Decía algo acerca de unos checos. «¡Te van a encantar los checos!» ¿Qué se suponía que quería decir eso?
Lassiter miró la hora. Eran las siete de la tarde en Estados Unidos. Llamó a casa de Riordan, pero no hubo respuesta. Después llamó a la comisaría.
– Lo siento. El detective Riordan está de viaje.
Lassiter golpeó la mesa con la palma de la mano. El whisky saltó dentro del vaso. ¡Vaya noche!
Preguntó cuándo volvería Riordan.
– No lo sé. Lo más probable es que vuelva el veinticuatro. Ya sabe, para Nochebuena.
– ¿Hay alguna manera de ponerse en contacto con él?
– Depende.
– Soy un amigo.
– Bueno, entonces ya sabrá que está en Praga.
– ¿Tiene algún número de teléfono donde se lo pueda localizar?
– Espere un momento.
Mientras esperaba, Lassiter recordó que Riordan le había mencionado algo sobre un congreso en Checoslovaquia; algo sobre Europa oriental y la democratización de la policía. Incluso le había enseñado un folleto en el que salía impreso su nombre.
– ¿Oiga?
– Sí -contestó Lassiter.
– Jimmy está en el fa… bu… loso hotel Intercontinental de la exótica Praga -dijo el policía. -El número es larguísimo. Primero tiene que marcar 07. Espero que tenga algo para apuntar, porque si no se le va a olvidar.
– Dispare.
Lassiter añadió el número a los demás que ya figuraban debajo del nombre de Riordan en la última página del cuaderno, colgó y marcó el número del hotel Intercontinental. Eran casi las dos de la mañana, pero Riordan no contestaba en su habitación, así que Lassiter le dejó un mensaje.
Después se tumbó en la cama, dejó caer los zapatos al suelo y, con un gemido, se durmió.
Casi era mediodía cuando por fin se despertó. Estaba exactamente en la misma postura en que se había acostado la noche anterior. Ayudándose con los brazos y los codos, consiguió sentarse, se levantó y caminó sujetándose el costado hasta el cuarto de baño. Con mucho cuidado, giró el tronco delante del espejo y se levantó la camiseta. Al ver los colores que le teñían el costado, hizo una mueca: amarillo y malva, morado, negro y una especie de rosa enfermizo.
Tardó casi cinco minutos en conseguir la temperatura apropiada del agua, y luego se duchó. Después tardó casi el doble en secarse. Había partes del cuerpo que casi no se atrevía a tocar con la toalla. No tenía prácticamente ninguna movilidad por encima de la cintura, agacharse era una agonía y los movimientos bruscos eran todavía peor. Y así, con infinita paciencia, se vistió, tomándose un descanso para pedir que le subieran un café y un croissant. Diez minutos después, cuando llegó el desayuno, estaba intentando atarse los zapatos. Pensó que debería comprase unos mocasines.
Al salir el camarero, Lassiter encendió el televisor. Fue cambiando de un canal a otro con el mando a distancia, buscando la CNN, hasta que vio la cara de Bepi en la pantalla del televisor. Ya había vuelto a cambiar de canal, así que tuvo que retroceder.
La foto era vieja, de cuando se había graduado en la universidad, o algo así. Bepi sonreía con orgullo. Lassiter observó que llevaba el pelo más corto y peinado con secador. Parecía un cruce entre un cantante de salón y un niño de coro; la imagen le habría hecho sonreír si no fuera porque le preocupaba que Bepi saliera en la televisión.
Lassiter intentó escuchar lo que decía el locutor, pero no entendió ni una sola palabra. Una escena en directo sustituyó a la foto de Bepi. Un periodista hablaba con ademán sombrío delante de una gran iglesia mientras un grupo de chiquillos gesticulaban ante la cámara. Detrás del periodista se veían dos coches de policía y una ambulancia.
La voz del periodista siguió hablando mientras la cámara viajaba hasta un trío de hombres uniformados que empujaban una camilla. La acera debía de ser irregular, quizá de adoquines, pues parecían tener muchas dificultades. La camilla subía y bajaba, balanceándose bruscamente, y tenían que levantarla continuamente para salvar algún nuevo obstáculo.
La cámara volvió a los estudios centrales. Escuchando con atención, Lassiter consiguió entender algunas de las palabras del locutor: «Santa Maria… Polizia… Bepistraversi… Molto strano.» Hasta que el locutor sonrió, retiró la hoja que tenía delante y pasó a otra noticia.
Lassiter cambió de un canal a otro, apretando sin pausa el mando a distancia. Vio cómo entrevistaban a una mujer de luto con lágrimas en los ojos, pero no sabía si era la mujer de Bepi o una refugiada de guerra.
Lleno de frustración, apagó el televisor y llamó a Judy Rifkin. Eran las siete y media de la mañana en Washington, pero no le importaba despertarla.
– ¡Joe! ¿Dónde estás?
– En Roma.
– Iba a llamarte por la tarde. Lo de American Express se está poniendo al rojo vivo…
– Creo que han matado a Bepi.
Silencio. Judy no dijo ni una sola palabra.
– Las cosas se están poniendo feas y… acabo de ver una foto de Bepi en la televisión -continuó. -No he entendido lo que decían, pero había una ambulancia, coches de policía y una camilla.