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No encontró una estación de servicio hasta la medianoche, cuando ya estaba a pocos kilómetros de Florencia. La mayoría de los coches y los camiones estaban estacionados lo más cerca posible del edificio, así que condujo hasta el extremo más lejano del aparcamiento, donde menos probabilidades tenía de encontrarse a nadie. Encendió la luz interior del coche y se miró la cara.

Estaba peor de lo que pensaba. Tenía el cuello de la camisa empapado en sangre, aunque no sabía si era suya, las mejillas llenas de arañazos y un corte que no recordaba haberse hecho en un lado de la cabeza. Se palpó con las yemas de los dedos y apartó la mano en seguida; la herida todavía estaba sangrando y tenía todo el pelo de alrededor lleno de sangre seca.

Apagó la luz, abrió la puerta, se bajó del coche y salió a la lluvia helada. Sólo tuvo que mirarse un momento la ropa para saber que su aspecto no tenía remedio. Tenía sangre en la chaqueta, sangre en la camisa, sangre en los pantalones. La sangre de Azetti, su propia sangre, la sangre del hombre al que había matado.

¿Qué podía hacer? ¿Desaparecería la sangre si se quedaba suficiente tiempo debajo de la lluvia? No, lo único que conseguiría sería coger una pulmonía. Así que hizo lo único que podía hacer. Se quitó la camisa y la empapó en un charco de agua aceitosa. Aunque el aceite le daba náuseas, se limpió la sangre de la cara con la camisa y después limpió la chaqueta. Hecho esto, se puso la chaqueta encima de la camiseta y abrió el capó del coche. El motor estaba sorprendentemente limpio, pero, aun así, encontró suficiente mugre para cubrirse las manchas de sangre del pantalón con una mezcla de grasa y aceite.

Cruzó el aparcamiento cojeando y subió la escalera que llevaba al restaurante. Al cruzarse con él, un hombre de negocios lo miró con gesto de desaprobación, pero no dijo nada; resultaba alentador.

Al llegar al primer piso se encontró con un panel de símbolos que indicaban el emplazamiento de los distintos servicios. Uno de ellos mostraba dos monigotes. Lassiter siguió la dirección que indicaba la flecha.

El servicio de caballeros era grande y, mirabile dictu, incluía unas duchas. Al verlo, el encargado lo miró de arriba abajo y señaló hacia el fondo. Después levantó el brazo por encima de la cabeza y bajó la mano juntando y separando los dedos en una clara referencia al agua de la ducha.

Era un hombre turco, o puede que búlgaro. En cualquier caso, demostró ser bastante avaro con las toallas. Lassiter quería seis. Él le ofreció dos. Después de una breve discusión, el encargado de los aseos frunció el ceño y escribió unas cifras en un papel: tanto por la ducha y tanto por cada toalla. Arqueó las cejas y representó a un hombre afeitándose. Después señaló hacia una bandeja con útiles de aseo: pequeñas pastillas de jabón, cuchillas desechables, crema de afeitar y champú. Lassiter cogió lo que necesitaba y esperó a que el hombre sumara las cifras. Cuando el hombre le enseñó el total, Lassiter le dio el doble del importe y se dirigió hacia el fondo de los servicios.

La ducha le sentó de maravilla hasta que empezó a frotarse las distintas heridas con el jabón. A partir de entonces fue un suplicio. Se limpió la sangre seca del pelo, se lavó los pantalones lo mejor que pudo y los envolvió en una toalla detrás de otra para escurrir el agua. Cuando se los volvió a poner, estaban empapados y seguían llenos de manchas, pero al menos ya no se notaba que las manchas eran de sangre.

Al salir, cuando se vio en el espejo, pensó que parecía un hombre que acababa de perder una guerra.

Eran más de las doce de la noche. Si Roy estaba en casa, sin duda estaría dormido, pues, después de cinco llamadas, Lassiter oyó la señal del contestador automático. Lassiter colgó y volvió a intentarlo por segunda vez. Y por tercera vez.

Oyó un ruido seco al otro lado de la línea.

– Dunwold.

– Roy, soy Joe Lassiter. ¿Estás despierto?

– Aja.

– Necesito que me ayudes.

– Aja.

– Estoy hablando en serio, Roy. Despierta. Necesito que me ayudes.

– ¿Eh? Sí. Ya estoy despierto. ¿Qué pasa?

– Me… Bueno, basta con que sepas que hay un par de cadáveres en un pueblo y que yo me he quedado sin mi pasaporte. Estoy un poco magullado y…

– ¿Y? ¿Hay más?

– Estoy conduciendo un coche robado.

– ¿Y además de eso?

– Además de eso, todo va fenomenal.

– Claro. ¿Y dónde estás, si se puede saber?

– En una autopista. Cerca de Florencia. En una gasolinera. Estoy bastante magullado y… Tengo que salir de Italia. A Francia o a Suiza. A donde sea. A cualquier sitio donde pueda conseguir un pasaporte nuevo. ¿Qué día es hoy?

Silencio.

– Es domingo. ¿Has dicho que había heridos?

– He dicho que hay muertos.

– Sí, claro, muertos. ¿Y dices que estás conduciendo de prestado?

– Exactamente.

– No quiero parecer pesimista, pero puede que lo del pasaporte nuevo no sea tan buena idea. Yo te podría conseguir algo a nombre de otra persona.

– Me arriesgaré con la embajada. Ahora, lo más importante es salir de Italia. Tengo que salir de aquí lo antes posible.

– Sí. Claro. Dame una hora… Mejor dos. Sí, llámame en dos horas. Si no estoy, llama cada hora a la hora en punto. Me encargaré de que alguien vaya a buscarte con un coche.

– Otra cosa.

– Dunwold para servirle.

– Necesito algo de ropa.

– ¡Dios mío! ¿Estás desnudo?

– No, no estoy desnudo. ¡Tengo los pantalones empapados!

– Vaya. Desde luego, parece que lo has pasado en grande. -Roy, déjate de tonterías y consígueme la puta ropa. -Claro. Veré lo que puedo hacer.

Lassiter decidió seguir conduciendo hacia el norte. Al norte estaban las fronteras. Además, si se quedaba allí acabaría llamando la atención. Ya en el coche, puso la calefacción al máximo, encendió la radio y rezó por que los pantalones no tardaran demasiado en secarse.

Estaba diez kilómetros al sur de Bolonia, viajando a ciento treinta kilómetros por hora, cuando un Alfa Romeo blanco se puso a su altura en el otro carril. Avanzaron así un par de minutos, hasta que, irritado, Lassiter increpó al otro conductor. Pero resultó ser un policía. Lassiter aminoró la marcha. El policía levantó la mano y, con un ademán inexpresivo, le indicó con repetidos movimientos de la mano que se detuviera.

Lassiter ni siquiera pensó en intentar escapar. Estaba demasiado cansado y no conocía las carreteras, así que lo más probable es que sólo consiguiera matarse. Detuvo el coche en el arcén y esperó.

El Alfa Romeo se paró detrás de él. El policía se bajó del coche y se acercó a él con la mano cerca de la funda de la pistola. Lassiter mantuvo las manos apoyadas en el volante, a la vista, y esperó hasta que el policía dio un golpecito en la ventanilla con los nudillos. Entonces bajó la ventanilla.

El policía estudió los arañazos que tenía en la cara, el corte de la cabeza y el parabrisas hecho añicos.

– Patente -pidió por fin estirando la mano.

Lassiter se buscó la cartera, sacó su carné de conducir y se lo dio.

– Grazie, signore -dijo el policía mientras cogía el carné. -Inglese? -preguntó.

Lassiter movió la cabeza.

– Norteamericano -contestó.

El policía asintió, como si eso lo explicara todo.

– Momento -dijo y se dirigió hacia la parte delantera del coche. Se puso en cuclillas para examinar el faro roto, se levantó y pasó las puntas de los dedos por el capó, deteniéndose en cada uno de los agujeros de bala. Después estuvo observando el parabrisas durante lo que a Lassiter le pareció una eternidad antes de volver a acercarse a la ventanilla. Se acabó, pensó Lassiter. Hizo ademán de abrir la puerta, pensando que no tenía sentido alargar más ese suplicio. Lo mejor era que se bajara del coche, apoyara las manos en el capó y separara las piernas.

Pero, ante su sorpresa, el policía sacó un cuaderno y empezó a escribir algo. Al acabar, arrancó la hoja y se la dio a Lassiter.

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