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– Parla italiano? -le preguntó.

Sin poder creer lo que estaba pasando, Lassiter movió la cabeza.

– Lo siento -repuso.

El policía volvió a asentir. Después apuntó hacia el faro y hacia el parabrisas y le señaló el importe de la multa: noventa mil liras.

Lassiter sacó un billete de cien mil liras de la cartera y se lo ofreció al policía.

– Grazie -dijo Lassiter. -Grazie!

– Per favore -contestó el policía mientras se sacaba una inmensa billetera de la chaqueta y abría la cremallera para introducir el billete de Lassiter. Después sacó un billete de diez mil liras y se lo dio a Lassiter.

– Ecco il suo cambio, signore.

Lassiter asintió preguntándose si todo eso no sería una broma de mal gusto.

El policía se tocó la gorra.

– Buon viaggio -dijo y volvió a su coche.

Qué país tan maravilloso, pensó Lassiter.

Encontró otra gasolinera diez minutos después. Telefoneó a Roy y éste contestó inmediatamente.

– ¿Puedes esperar un momento, Joe? Estoy hablando por la otra línea. -No tardó mucho en volverse a poner al teléfono. -Vale -dijo. -Esto es lo que tengo. Tú dime si te parece bien. He hablado con un tipo que trabaja en importación y exportación. Un tipo liberal, para que nos entendamos. Lleva aceite de oliva a Eslovenia y vuelve con cigarrillos; cosas de ese tipo. Todo muy legal, excepto que no le gusta pagar impuestos. Así que tiene sus maneras de cruzar las fronteras. No te saldrá barato, pero puedes apuntarte a una de sus expediciones. ¿Te interesa?

– Sí. No. ¿Dónde cojones está Eslovenia?

– La última vez que miré en el mapa estaba en Yugoslavia. Arriba a la izquierda.

– ¿Cuánto pide?

– Dos mil. Dólares, claro. En efectivo.

– Me parece bien, pero no tengo dos mil dólares en el bolsillo.

– No hay problema. Eso lo puedo arreglar yo desde aquí.

Lassiter suspiró con alivio.

– Escucha, Roy. Si alguna vez puedo hacer algo…

– ¿De verdad?

– Sí.

– Bueno, hay una cosa.

– ¿El qué?

– Podrías dejarme abrir una sucursal en París.

Lassiter se rió.

– Lo dices en broma -dijo.

– No. Allí es donde está el trabajo.

– Ya hablaremos de eso cuando salga de aquí.

Las instrucciones de Roy eran muy simples. Tenía que coger la A-13 hasta Padua y después seguir hacia el norte por la A-4. El encuentro tendría lugar en el kilómetro 56, en la única estación de servicio que había entre Venecia y Trieste. En la cafetería vería a un hombre vestido con un mono azul con el nombre «Mario» bordado en el bolsillo del pecho. Lassiter tenía que quedarse de pie, leyendo un ejemplar de Oggi. Roy le aseguró que se vendía en todas partes.

Lo que no le dijo es que los quioscos no abrían hasta las siete, y el encuentro estaba previsto para las seis de la mañana.

Una vez en la gasolinera, Lassiter buscó entre las papeleras con toda la discreción que pudo, pero el encargado de la limpieza ya las había vaciado. Todo lo que podía hacer era apoyarse en la barra con un menú y confiar en que Mario no fuera el tipo de hombre que se preocupa demasiado por los detalles.

Ya iba por su cuarto café solo, cuando un hombre bajo, pero corpulento, con el pelo entrecano y un mono azul entró en la cafetería. Llevaba un paquete en una mano, un cigarrillo en la comisura de los labios y el nombre «Mario» bordado en el pecho. Se acercó a la barra, miró a Lassiter, pidió un café solo y miró en dirección contraria.

Lassiter dejó que pasara un minuto y se acercó a él.

– Scusi -dijo agotando su italiano. -Scusi!

Mario le dio la espalda y movió la mano, como diciendo: «Déjeme en paz.»

Lassiter vaciló unos instantes antes de tocarle el hombro.

– ¿Sabe dónde puedo comprar un ejemplar de Oggi? -le preguntó.

Mario sacudió la cabeza.

– Estoy buscando un ejemplar de Oggi -insistió Lassiter. -Oggi. El periódico italiano. ¿Le suena?

Mario se volvió hacia él, lentamente, con un gesto sorprendido y una expresión en los ojos que no necesitaba traducción: «¿Está usted loco?»

– Es demasiado temprano, signore -dijo el camarero. -Tiene que esperar.

Lassiter se encogió de hombros. Mario dejó unas monedas en el mostrador, cogió su paquete y, sin mirar atrás, fue al cuarto de baño. Lassiter esperó un largo minuto y fue detrás de él. Dentro, Mario le ofreció el paquete y señaló hacia los retretes con la cabeza.

– ¿Habla mi idioma? -preguntó Lassiter.

– No.

Interesante.

El paquete estaba envuelto en papel marrón y atado cuidadosamente con un cordel. Dentro había un mono de trabajo exactamente igual que el de Mario, sólo que el nombre bordado era «Cesare». Lassiter se quitó los pantalones, se puso el mono y estudió el resultado delante del espejo. Los pantalones le quedaban cortos y sus mocasines con borlas pegaban menos con el mono que un casco de obrero en una función de ópera.

Aun así, era un uniforme, y los uniformes siempre ayudaban a pasar desapercibido. Al ver un uniforme, de cartero, de enfermera, de policía o, como en este caso, de pitufo, la gente no se fijaba en la cara. Y, además, el mono era mucho más cómodo que los pantalones que acababa de tirar a la basura; por lo menos estaba seco.

El vehículo de Mario era más grande que una furgoneta, pero tampoco se podía decir que fuera realmente un camión. Tenía un altavoz de cincuenta vatios en cada puerta.

Desafortunadamente, el gusto musical de Mario se inclinaba hacia el pop europeo y el viejo rock norteamericano. Y, lo que era todavía peor, a Mario le gustaba cantar. Eso sí, Lassiter tenía que reconocer que se sabía las letras al dedillo.

«All the little birds on Jay-bird Street…»

Alguien le estaba tirando del brazo. Se despertó en el asiento delantero del pequeño camión, con la chaqueta de cuero encima de las piernas. Le escocía la cara, el tobillo le ardía, le dolía la cabeza y tenía las costillas en carne viva. Aparte de eso, se sentía perfectamente, excepto por la nube que parecía envolverle la cabeza.

– Attenzione! -La voz lo hizo reaccionar. Miró a su izquierda.

Claro, era Mario. En el asiento de al lado, el hombrecito del mono azul lo miró con gesto serio y se puso el dedo en los labios.

– Niente -dijo por si Lassiter no había entendido.

En la radio se oían las notas de The Wanderer.

«Go ’round and round and round.»

Una señal en el arcén de la carretera indicaba que estaban cerca de Gorizia, dondequiera que estuviera eso. Al poco tiempo, el camión se detuvo en un puesto fronterizo. La señal decía: Sant’ Andrea Este. Un agente uniformado salió de una garita de madera, sonrió y les indicó que siguieran adelante.

Avanzaron despacio. Mario le dio un golpecito en el brazo. Conduciendo con las rodillas, ladeó la cabeza, juntó las palmas de las manos y cerró los ojos un momento. Después hizo como si estuviera roncando, se incorporó y señaló a Lassiter.

El mensaje estaba claro.

Lassiter se apoyó contra la puerta, relajó los músculos y cerró los ojos; casi del todo. Pasaron junto a una señal que decía N. Gorica y, casi inmediatamente, llegaron a un pabellón construido con láminas metálicas.

Un hombre con un uniforme gris salió del edificio y le indicó a Mario que lo acompañara. Estaba claro que quería que se bajaran los dos del camión, pero Mario señaló hacia su compañero dormido. Siguieron algunas palabras en italiano y, por fin, el policía movió la cabeza y se encogió de hombros. Mario le dio las gracias, se bajó del camión y entró en el pabellón detrás del policía. Lassiter observó con los ojos entrecerrados cómo Mario se unía al grupo de hombres que había jugando a las cartas en torno a una mesa cuadrada.

Resultaba raro escuchar lo que decían sin entender una sola palabra. Pero Lassiter se fijaba en cada subida de tono, en la cadencia de las palabras, convirtiendo la escena en algo mucho más vivo y complejo de lo que realmente era. ¿Qué estarían diciendo ahora? ¿Y qué significaría eso?

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