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Con el paso de los días, tuvo tiempo más que suficiente para reflexionar sobre el hombre al que intentaba ver. Recordaba a Orsini de sus años universitarios. Tenía el cuerpo grande y se movía con una torpeza que contrastaba con la agudeza de su mente incisiva. Orsini poseía una brillantez gélida, carente de cualquier tipo de compasión y de cualquier interés por el punto de vista de los demás.

Su única pasión era la Iglesia, y en la persecución de esa pasión derribó a todos los que se interpusieron en su camino. Su predecible ascenso en la jerarquía del Vaticano fue rápido. A nadie le sorprendió que acabara al frente del CDF. De alguna manera, era un trabajo de policía, y Orsini tenía alma de policía. Al padre Azetti le recordaba al despiadado policía de Les Miserables: insensible e implacable. La virtud convertida en piedra.

Claro que los hombres como él son necesarios, incluso indispensables. Orsini era la persona ideal a quien confiarle la confesión del doctor Baresi; sabría lo que debía hacerse y se aseguraría de que se hiciera.

Pero Azetti no quería pensar en lo que haría Orsini, en lo que podría ser necesario hacer. En vez de eso, intentaba buscar consuelo en la oración.

Pasaba las tardes en la estación de tren, donde, tras las primeras noches, había descubierto que si dejaba el sombrero encima del banco mientras dormía, al despertarse solía tener un par de miles de liras en la copa de su sombrero. Aunque su sueño era poco profundo, nadie lo molestaba. Por la mañana, después de lavarse en el servicio de caballeros, iba a la pequeña cafetería de enfrente y se gastaba las limosnas que había recibido en café, cornettos y agua mineral.

A partir del cuarto día, el padre Maggio dejó de mostrarse cortés. Hacía caso omiso de los buon giorno del padre Azetti y actuaba como si el sacerdote no estuviera presente. Mientras tanto, otros intermediarios iban y venían, preguntando si podían hacer algo por él. Azetti rechazaba sus ofertas con educación, pero firmemente, repitiendo una y otra vez que lo que tenía que decir sólo podía decírselo personalmente a il cardinale.

De vez en cuando, alguien asomaba la cabeza por la puerta para echarle un vistazo a «ese cura chiflado». También se oían murmullos y fragmentos de conversaciones por el pasillo. Al principio, los comentarios expresaban cierta curiosidad y tenían un tono de voz divertido, pero, gradualmente, las voces fueron endureciéndose.

– ¿Qué es lo que quiere?

– Quiere ver al cardenal.

– Eso es imposible.

– ¡Pues claro que es imposible!

Azetti no sólo se estaba convirtiendo en un fastidio, sino también en objeto de mofa. Por una parte, y a pesar de sus abluciones diarias en la estación de tren, empezaba a oler mal. El declive de su higiene personal lo avergonzaba considerablemente, pues, se mirara como se mirase, el padre Azetti era un hombre aseado. Sólo pudo soportar aquella situación porque no le quedaba más remedio. A pesar de todos sus esfuerzos, la suciedad se le incrustaba en la piel y se le pegaba a la ropa. Además, tenía el pelo grasiento. Pero no había nada que pudiera hacer al respecto.

Sus intentos por asearse tenían lugar de noche, cuando menos gente había en el servicio de caballeros. Pero, incluso así, siempre parecía interrumpirlo alguien. Y a la mayoría de las personas les parecía divertido detenerse un momento a observar a un sacerdote entregado a su aseo personal.

Aunque no servía de mucho. Los lavabos eran diminutos y sólo tenían agua fría. El jabón era una especie de sustancia pegajosa que no producía espuma. Y, lo que era aún peor, no había toallas, tan sólo unas máquinas que expulsaban aire caliente. Por mucho que el padre Azetti lo intentara, por acrobáticas que fueran sus posturas, había partes del cuerpo que resultaba imposible secar con aire sin armar un escándalo. Así que la porquería lo acompañaba dondequiera que fuese. Por primera vez en su vida, entendió cómo debían de sentirse los vagabundos.

– ¿No podríamos hacer que lo echen? -preguntó una voz. Al sexto día ya hablaban de él sin ningún disimulo, como si fuera un extranjero, o un animal incapaz de entender lo que decían; como si no estuviera allí.

– ¿Qué pensaría la gente? ¡Es un sacerdote!

Pero Azetti no flaqueó en ningún momento. Bastaba con que recordara las palabras de Baresi. No volvería. No podía volver a Montecastello como único depositario de la confesión del doctor. Antes que eso, estaba dispuesto a esperar eternamente.

Al séptimo día, monseñor Cardone llegó desde Todi. Era un hombre arrugado, con aspecto de pájaro. Se sentó a su lado y guardó silencio durante un minuto entero sin apartar sus negros ojos de la pared de enfrente. Por fin, esbozó una sonrisa y apoyó la mano en la rodilla de Azetti.

– Me han dicho que estabas aquí -dijo.

– Ah -contestó el padre Azetti como si Cardone hubiera satisfecho su curiosidad.

– Giulio, ¿qué ocurre? Quizá yo pueda ayudarte.

Azetti movió la cabeza.

– No a menos que pueda interceder ante el cardenal -repuso. -Si no… -Se encogió de hombros.

Monseñor Cardone hizo todo lo que pudo. Se mostró encantador y le explicó la situación a Azetti. Sin duda, Azetti sabía cómo funcionaban estas cosas. Había maneras de proceder, un protocolo que seguir, ¡formalidades! Sin duda, él sabía mejor que nadie lo precioso que era el tiempo del cardenal.

– Venga, caminemos juntos -sugirió.

– No. Grazie. Molte grazie.

Entonces, Cardone optó por reprenderlo.

– Realmente, Azetti, está descuidando sus deberes. ¡Ha abandonado su parroquia! ¡Ha habido un bautizo, una muerte, una misa de funeral que oficiar! ¿Qué puede ser tan importante? ¡Empiezan a oírse rumores!

También intentó engatusarlo. Si Azetti le contaba lo que pasaba, intercedería por él ante el cardenal. Además, lo más probable es que el cardenal ni siquiera supiera que Azetti llevaba esperando todos estos días.

Azetti rechazó su oferta.

– Sólo puedo contárselo al cardenal Orsini -manifestó.

Finalmente, monseñor Cardone se levantó de golpe.

– Si persiste en su actitud, Giulio…

Azetti intentó buscar las palabras que pudieran mitigar la ira de Cardone; pero, antes de que pudiera decir nada, Donato Maggio asomó la cabeza por la puerta.

– El cardenal Orsini lo recibirá ahora -le dijo al sacerdote. Después de todo, Orsini había decidido que ésa era la manera más fácil de librarse de él.

Stefano Orsini estaba sentado detrás de una enorme mesa de madera, con los hábitos negros adornados en púrpura y un solideo rojo en la cabeza. Era un hombre grande con la cara carnosa y enormes ojos marrones. Sus facciones se tensaron un momento al percibir el hedor del padre Azetti.

– Giulio -dijo. -Cuánto me alegro de verte. Siéntate. Me han dicho que llevas mucho tiempo esperando.

– Eminencia… -El padre Azetti se sentó en el borde de un sillón de orejas y esperó a que el padre Maggio saliera de la habitación. No paraba de darle vueltas a las palabras que había ensayado una y otra vez durante su espera. En vez de irse, Maggio se sentó al lado de la puerta y cruzó las piernas.

Azetti tosió.

– ¿Y? -lo apremió el cardenal Orsini.

Azetti miró al padre Maggio.

Los ojos del cardenal fueron de un sacerdote a otro y volvieron al primero. Finalmente movió la cabeza y dijo:

– Es uno de mis ayudantes, Giulio.

Azetti asintió.

– Y se queda -añadió el cardenal.

Azetti volvió a asentir. Sabía que a Orsini se le estaba agotando la paciencia.

– ¿Es clemencia lo que has venido a pedir? -preguntó el cardenal con tono desdeñoso. – ¿Ya te has cansado de la vida en el campo?

Al oír la risa del padre Maggio a su espalda, Azetti se dio cuenta de que sí había perdido algo en su exilio: había perdido la ambición. Pero, por muy terrible que eso pudiera parecer, incluso a sus ojos, en el fondo sabía que realmente no era ninguna pérdida. Más bien era como recuperarse de unas fiebres. Mientras recorría el despacho de Orsini con la mirada, comprendió que, a pesar de la nostalgia que había sentido el primer día, realmente no deseaba volver a sumirse en las intrigas del Vaticano. En Montecastello había encontrado algo más valioso que la ambición.

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