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– ¿Sabe si fue a alguna clínica en Italia? -preguntó Lassiter. -Se lo pregunto porque el hombre que mató a mi hermana es italiano.

– No lo sé. Al final, casi no nos hablábamos. Y, ahora, ¡por favor! Tengo una cita.

Cuando salieron, Honor cerró la puerta de golpe.

– Vaya mal bicho -dijo Roy. -Lo más probable es que sí los matara ella.

Kara Baker, la mejor amiga de Matilda Henderson, vivía al otro lado del Támesis, en la zona sur de Londres. Roy se abrió camino a través del atasco del centro con un uso muy liberal del claxon. Por fin, llegaron al puente Hammersmith. El teléfono del coche empezó a sonar justo cuando acababan de atravesarlo. Roy lo maldijo.

– Es un maldito incordio, eso es lo que es.

Lo descolgó, estuvo escuchando unos instantes y, con voz resignada, dijo:

– Está bien. Llámame allí dentro de una hora.

Uno de los empleados de Roy, que estaba trabajando en un caso en Leeds, había tenido un problema con la policía local. Roy no tenía más remedio que ir a arreglar el asunto.

Barnes era una urbanización con estanque para patos y pista de criquet. La casa de Kara Baker era una sólida construcción de ladrillo con viejos setos y dos pequeños leones de piedra, con cintas de terciopelo rojo alrededor del cuello, que hacían guardia sobre los pilares de piedra que flanqueaban la entrada.

La mujer que le abrió la puerta no podría haberse parecido menos a Honor Henderson, ni su casa haber sido más distinta del apartamento acromático de Chelsea. Kara Baker tendría treinta y tantos años y era sumamente hermosa. Llevaba la larga melena pelirroja sin recoger y tenía unos ojos azules llenos de brillo y un cuerpo con unas curvas que ningún hombre podía dejar de apreciar.

La casa estaba amueblada con antigüedades y muebles modernos que le conferían un aire exuberante y ecléctico. Los suelos de madera se hallaban cubiertos con viejas alfombras orientales, y había obras de arte de todas las épocas. Las plantas crecían libres, perdiendo hojas, subiendo por las columnas del salón, enroscándose en la barandilla de la escalera… Había papeles y revistas, libros, tazas y platos, sombreros y guantes por todas partes. Una bolsa roja de agua caliente descansaba en un sillón, y había una bolsa de patatas abierta encima de la banqueta del piano.

Kara se disculpó por el desorden, paró un momento para quitarse los zapatos y avanzó delante de él con los pies descalzos.

– ¿Quiere un café?

Lassiter la siguió hasta la cocina, una habitación inmensa con una fila de puertas correderas en una de las paredes. Se sentó delante de una mesa de madera mientras ella preparaba el café.

– Entonces, ¿ya ha ido a ver a Honor? -preguntó Kara Baker.

– La verdad es que no ha sido de gran ayuda.

– Pobre Honny -dijo ella con un suspiro. -Quiere aparentar dureza, pero realmente está destrozada. Me preocupa.

Lassiter vaciló un momento.

– No parecía precisamente destrozada.

– Ya me lo imagino. A veces se comporta como una bestia. Pero, créame, Tils, Matilda, era la única persona que le importaba en este mundo. Ella y Martin.

Lassiter ladeó la cabeza, como si no hubiera oído bien.

– Eso no es lo que me dijo a mí.

La cafetera empezó a sonar, y Kara la retiró del fuego.

– Tonterías -replicó mientras buscaba unas tazas. -Por eso le digo que me preocupa. Usted ha visto su apartamento, ha visto lo rígida que es. Espere un momento. Le voy a enseñar uno de sus dibujos. -Preparó la bandeja en la mesa: dos tazas con muescas, un azucarero de alabastro y una botellita de nata. Después fue a la pared más lejana de la cocina y volvió con un gran boceto a tinta de Picadilly Circus. Lo apoyó en una silla y los dos lo observaron unos instantes. – ¿Ve? -dijo. -Seguro que es el dibujo más estreñido que verá en toda su vida. -Señaló el dibujo. -Así… es Honny.

Era un gran dibujo con una composición brillante, un trazo atractivo y una perspectiva aérea, un poco inclinada, que resultaba intrigante. Pero era obsesivamente meticuloso y detallista.

– Entiendo lo que quiere decir.

Kara removió el café con un dedo y se lo chupó.

– Honor está sumida en lo que los psiquiatras llaman «negación», sólo que no está negando que los asesinatos tuvieran lugar, ni que Tils y Martin estén muertos; está negando que le importe. No le importa y, por lo tanto, el hecho de que estén muertos no tiene importancia. -Bebió un poco de café y suspiró con placer.

El café estaba muy, muy bueno, y Kara Baker era realmente atractiva, pero Lassiter se sentía extrañamente inmune a ese atractivo. Eso le preocupaba, porque estaba delante de una mujer que en condiciones normales hubiera despertado su deseo. Tal y como estaban las cosas, la atracción que sentía era casi intelectual, en vez de física. Y eso lo inquietaba.

– Mmmmm -dijo ella sujetando la taza con las dos manos. Después miró a Lassiter y arqueó las cejas, esperando a que él dijera algo.

– Honor me dijo que echó a Matilda del apartamento -explicó Lassiter. -Me dijo que se habían convertido en extrañas desde que Matilda se quedó embarazada.

– Tonterías -replicó Kara. -A Honor le encantaba la idea del bebé. Se pasaba horas leyendo sobre las últimas técnicas y los índices de éxito de las distintas clínicas. Le preparaba las citas a Tils. Hasta le controlaba la dieta. Honor se encargaba de todo.

Lassiter movió la cabeza.

– No parece que esté hablando de la persona que acabo de conocer.

– Mire, no tiene por qué fiarse de mi palabra. -Se inclinó hacia él. -Tils dejó escrito en su testamento que Honor recibiera la tutela de Martin si le pasaba algo a ella. Y lo de mudarse fue idea de Tils. No veía cómo iba a poder trabajar Honor con un bebé en el piso. Pero estaban buscando una casa de campo para compartir los fines de semana.

De repente, Kara dejó de hablar y los ojos se le llenaron de lágrimas.

– Lo siento -se disculpó. – ¡La echo tanto de menos! Éramos amigas desde niñas y también queríamos compartir la vejez. Ya sabe, comprarnos sombreros extravagantes y viajar al sur de Francia o a la Toscana o…

Kara perdió el control por completo y rompió a llorar. Se tapó la cara con una mano y salió corriendo de la cocina.

– Lo siento. Lo siento. Ahora vuelvo.

Al quedarse solo en la cocina, Lassiter pensó en lo que le había dicho Kara. La conversación se había atascado en la relación entre las hermanas Henderson. Tendría que dirigirla hacia el tema que le interesaba: las posibles razones por las que alguien podría querer matar a su amiga. Y tendría que contarle su propia historia, lo que les había pasado a Kathy y a Brandon; tal vez ella encontrara alguna similitud con el caso de su amiga.

Recogió las tazas de café, las aclaró y las dejó al lado del fregadero. Después se acercó a la nevera para guardar la botellita de nata.

La nevera era inmensa, sobre todo para Inglaterra, donde lo normal eran los electrodomésticos pequeños. Las puertas estaban literalmente cubiertas con dos o tres capas de papeles, Era un auténtico museo de dibujos, fotos, invitaciones, recortes de periódico, postales, notas viejas y arrugadas, trozos de papel con números de teléfono, multas de tráfico, un dibujo de un niño…

La puerta de la nevera se enganchó al intentar abrirla y, de alguna manera, Lassiter tiró uno de los imanes. Unos papeles cayeron al suelo. Los recogió y, mientras intentaba colocarlos, vio la postal.

Se quedó mirándola petrificado. Kathy le había mandado exactamente la misma postal hacía años. Era una foto dentro de otra foto. El fondo mostraba una vista de un pueblo amurallado encaramado en lo alto de una colina rocosa en Italia. La foto que había dentro de la vista panorámica del pueblo mostraba el precioso hotelito que había encargado las postales: la pensión Aquila.

Lassiter todavía recordaba la parte de detrás de la postal que le había mandado Kathy y la mezcla de sensaciones que había sentido al leerla. Al leerla no, al mirarla, porque era un dibujo, una de esas típicas extravagancias de Kathy. Contenía cuatro recuadros que mostraban la misma cara de una mujer. Pero, de izquierda a derecha, el tono de la cara iba cambiando de color, hasta convertirse en un rojo chillón en el recuadro de la derecha. Lassiter entendió perfectamente el mensaje: embarazada. Kathy había firmado el jeroglífico con la vieja A tumbada de la Alianza.

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