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Eludieron por los pelos una serie de encontronazos mortales mientras el italiano serpenteaba entre el tráfico, insultando a los otros conductores al tiempo que apretaba el claxon sin parar. Lassiter le enseñó las tres direcciones que tenía: la del pasaporte de Grimaldi y las dos que le había proporcionado Woody. Bepi frunció el ceño al ver las direcciones.

– Son dos mundos distintos -dijo. – ¿Por cuál quiere empezar?

– Por el más reciente. El del pasaporte.

El apartamento estaba en Testaccio, un barrio de clase trabajadora justo debajo del Aventine. Era un feo edificio de seis pisos con las fachadas grises salpicadas por la ropa que colgaba de cada ventana. Una vieja demacrada barría la acera mientras hablaba consigo misma.

– No puede ser aquí -opinó Lassiter.

– ¿Por qué no? -contestó Bepi mientras comprobaba la dirección.

– Porque tiene un Land Rover y una casa en Suiza.

– Es aquí. Éste es el número ciento catorce.

Lassiter no lo podía creer.

– Tiene que haber un error.

– Voy a preguntarle a la vieja. -Bepi se bajó del coche y se acercó a la mujer con las manos entrelazadas y la cabeza inclinada en ademán suplicante.

– Scusi, bella…

Sólo tardó un minuto en volver.

– No lo ha visto desde hace un par de meses, pero ha pagado el alquiler. Vamos. Puede que consigamos echarle un vistazo al apartamento.

El apartamento de Grimaldi resultó estar en el último piso del edificio, que no tenía ascensor. Permanecieron un momento delante de la puerta, recuperando el aliento.

– Odio estas cosas -dijo Lassiter.

– ¿A qué se refiere? -preguntó Bepi.

Lassiter hizo una mueca.

– Este tipo de cosa. Sólo lo he hecho una vez, en Bruselas, y no salió bien.

– ¿De verdad?

– Sí. Hace que desee tener una pistola.

– Eso no es ningún problema -repuso Bepi sacando una Beretta de la funda que llevaba detrás de la cintura. -Tome coja la mía.

Lassiter lo miró boquiabierto.

– ¡Por Dios santo! -exclamó. – ¡Aparte eso! ¿Quién se cree que es, Sam Spade?

Bepi se encogió de hombros y guardó la pistola. Lassiter llamó a la puerta sin saber bien lo que iban a encontrar dentro. Al comprobar que no contestaba nadie, volvió a llamar, un poco más fuerte. Y una tercera vez. Por fin se apartó para dejar que Bepi abriera la puerta, forzando la vieja cerradura con una tarjeta Visa.

– Sigo pensando que nos hemos equivocado de sitio -insistió Lassiter en el momento en que el pestillo cedía.

Entraron en una habitación inmaculada y tan vacía como la celda de un monasterio. El viejo suelo de madera de pino parecía recién acuchillado. Las paredes estaban desnudas, excepto por un crucifijo de madera con una palma seca entrelazada. No había ningún otro ornamento, ni ninguna foto, y muy pocos muebles. Tan sólo un estrecho camastro de metal, un armario viejo, una mesa, una silla de respaldo recto y un lavabo con el espejo roto. La única ventana daba a un patio lleno de basura, y no había más luz que la de una desnuda bombilla de cuarenta vatios que colgaba del techo.

– Mire -indicó Bepi señalando la mesa. -Parece que le gusta leer. -Cogió uno de los libros. Después otro. -O quizá lo que le guste sea rezar.

Había tres libros. El primero era una Biblia, con las páginas tan gastadas por el uso que no se cerraba bien. Debajo de la Biblia había un libro de lecciones de latín y, debajo de éste, un librillo que se titulaba Crociata Decima.

– ¿Qué es eso? -preguntó Lassiter.

Bepi le acercó el librillo. Debajo del título había un gran círculo ovalado que contenía un ligero trazo que sugería una colina con una cruz desnuda en la cima. La cruz proyectaba una larga sombra. Escritas en la sombra, en brillantes letras doradas, estaban las palabras Umbra Domini. Lassiter señaló el título.

– ¿Crociata Decima? ¿Qué quiere decir eso?

– Décima Cruzada -dijo Bepi.

– ¿Y qué es eso?

– No lo sé. No soy supersticioso.

– Querrá decir religioso.

– ¡Ehhh!

El sonido estalló a sus espaldas. Los dos se dieron la vuelta, esperando encontrarse con un policía, o algo todavía peor. En vez de eso, un hombre mayor entró en la habitación, moviendo el dedo índice de un lado a otro, como si estuviera regañando a unos niños, mientras gritaba:

– Vietato! Vietato! Vergogna!

Le arrancó a Lassiter el librillo de las manos, lo dejó encima del escritorio y los obligó a salir a empujones sin dejar de mover el dedo ni un solo momento.

– ¿De qué está hablando? -preguntó Lassiter mientras bajaban por la escalera.

– Dice que somos malos. Dice que debería darnos vergüenza.

Aunque la situación resultaba desconcertante, cuando llegaron al piso bajo y salieron a la calle los dos sonrieron.

– Desde luego, nos ha dejado en ridículo -dijo Lassiter mientras subía al coche. – ¿Qué era eso que hacía con el dedo?

– Vergogna! -contestó Bepi mientras arrancaba. – ¡Mire, sigue ahí! Creo que está apuntando el número de la matrícula.

Lassiter se dio la vuelta y vio al viejo de pie en la acera, observando cómo el coche se alejaba.

– ¿Y qué es eso de vergogna? -preguntó.

– Es lo mismo. Quiere decir que debería darnos vergüenza. -Bepi se encogió de hombros, sacó la mano por la ventanilla y se despidió del viejo. -Bueno, ¿adonde vamos ahora?

Lassiter se sacó un trozo de papel del bolsillo y se lo enseñó a Bepi.

– Via Barberíni.

El edificio de apartamentos era muy lujoso. Estaba justo al norte de Villa Borghese, en uno de los barrios más elegantes de Roma. La fachada era de un mármol cremoso y todo lo demás parecía ser de cristal o de bronce. Encontraron al portero en el vestíbulo, regando un banco de helechos al borde de u pequeña fuente. Incluso sin mirar, Lassiter supo que la estaría llena de carpas japonesas.

Al principio, el portero no recordaba a Grimaldi, pero un buen puñado de liras le refrescaron la memoria. El hombre mayor se metió el dinero en el bolsillo y sonrió. Le dijo a Bepi en italiano que hacía mucho tiempo, pero que recordaba bien al signor Grimaldi y a su hermana, y dio a entender que Grimaldi era un hombre muy ocupado.

– ¿A qué se dedicaba? -preguntó Lassiter.

Bepi se lo preguntó al portero y luego le tradujo la respuesta a Lassiter.

– A los negocios y a las mujeres. Se movía mucho.

El portero se rió y dijo:

– Si, si! ¡Giacomo Bondi!

– Dice que era como… -empezó a traducir Bepi.

– Ya. Como James Bond.

El portero procedió a describir a un hombre que vivía a lo grande hasta que, ¡puf!, se desinfló como un globo. Representó una explosión, levantando los brazos en el aire como si fueran paréntesis.

Por lo visto, de la noche a la mañana, el signor Grimaldi se había convertido en un hombre assolutamente diverso. Ni mujeres, ni fiestas, ¡ni propinas! Había vendido el coche. ¡Había vendido el apartamento! ¡Había vendido el otro apartamento! Había regalado los muebles, los cuadros; tutto, tutto, tutto. Se había deshecho de todo.

El portero reconoció que él mismo se había beneficiado de la filantropía de Grimaldi. Por lo visto, le había regalado una magnífica chaqueta de cuero.

– Si, si, si. Fino, suave.

El portero se acarició la manga durante unos segundos. Finalmente respiró hondo y miró hacia el cielo con gesto perplejo.

– ¿Cuándo ocurrió todo eso? -preguntó Lassiter. Bepi tradujo la pregunta.

– Hace cinco años.

– ¿Y después?

El portero se encogió de hombros.

– Niente.

– Pregúntele si sabe qué fue de su hermana.

Bepi lo hizo y el portero encadenó una serie de síes. Les indicó con un gesto que lo siguieran y los llevó hasta una pequeña habitación. Cogió una carpeta de la estantería, pasó las páginas hasta que encontró los nombres que buscaba y se los enseñó a Lassiter y a Bepi.

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