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– Pronto?

– Hola. Eh… ¿Habla mi idioma?

– Si-iii. -Lo dijo en dos sílabas, acabando en una nota alta. Al fondo, un niño reía fuera de sí.

– Estoy buscando al señor… Bepi… -El nombre resultaba imposible de pronunciar.

– ¡Bepistraversi! Soy yo. ¿Es usted Joe?

– Sí.

– Judy me dijo que llamaría.

– ¿Tiene un momento?

– Claro que sí. Y, por cierto, todo el mundo me llama Bepi.

– Bueno, Bepi, ¿dónde podríamos vernos? Puedo ir a su oficina…

– Un momento… -Bepi tapó el auricular y Lassiter oyó una súplica explosiva al otro lado de la línea. -Per favore! Ragazzi -Silencio. Risas. Y de nuevo la voz meliflua de Bepi. -Creo… Quizá sea mejor que quedemos en La Rosetta. Así podremos cenar algo. -Le explicó a Lassiter cómo llegar a una trattoria en el Trastevere. -Reservaré una mesa.

Lassiter se vistió y salió rápidamente a la calle. Compró el Herald Tribune en un quiosco de prensa y paró a tomarse un café en la pasticceria que había al lado. Las noticias eran malas, pero el café estaba tan bueno que pidió otro. Cerca borboteaba el agua de una fuente, y un aparato de música sonaba machaconamente al lado de un vendedor ambulante africano que se especializaba en escribir nombres en granos de arroz. La Rosetta era un diminuto restaurante en un antiguo barrio de clase trabajadora que hacía tiempo que se había convertido en un lugar de moda frecuentado tanto por turistas como por los propios romanos. Lassiter había estado allí el verano anterior, cuando la ciudad se cocía bajo el sol. Mónica y él habían comido en una osteria, sentados a una mesita en un estrecho callejón por el que pasaban continuamente todo tipo de ruidosos ciclomotores. Por lo que recordaba, la experiencia había resultado agridulce, una mezcla de romanticismo con velas y humo de gasolina.

Pero ahora era invierno. Las mesas habían pasado al interior, y con ellas los turistas, los hombres de negocios y las parejas de enamorados. La Rosetta resultó ser una cueva acogedora con ristras de ajos colgando de vigas de madera y un fuego encendido en la chimenea. Un joven elegantemente vestido se materializó delante de Lassiter en el preciso instante en que entró. Tenía una melena negra hasta los hombros, ojos verdes y una sonrisa esperanzada. Excepto por la sonrisa, parecía salido directamente de un anuncio de Armani.

– ¿Es usted Joe, verdad?

– Sí.

– Toni Bepi.

Se dieron la mano y encontraron una mesa al fondo de la habitación, cerca de la puerta de la cocina. Al principio, la conversación giró tensamente en torno a tópicos tan manidos como la polución de Roma y las fluctuaciones del tipo de cambio entre la lira y el dólar. Por fin, el camarero les llevó una garrafa de vino de la casa y una botella de San Gimingano y tomó nota de su pedido.

Cuando se marchó, Bepi se inclinó hacia Lassiter, bajó la voz y le preguntó:

– ¿Está enfadado conmigo?

– ¿Qué?

– ¡Una factura tan grande a cambio de tan poca información!

– ¿Qué factura?

– Grimaldi. -Bepi se apoyó contra el respaldo de su silla y asintió comprensivamente.

Lassiter movió la cabeza.

– No. No estoy enfadado.

– No me extrañaría que lo estuviera.

Lassiter se rió.

– No, de verdad…

– ¿Entonces…? -Bepi frunció el ceño. Si no era por eso, no entendía por qué habían quedado.

– He hablado con un amigo -explicó Lassiter, -un amigo que trabaja para el gobierno. Dice que Grimaldi es un tipo de cuidado.

Bepi repitió la expresión en voz baja, dudando sobre su significado.

– ¿De cuidado?

– Peligroso. Mi amigo del gobierno me ha dicho que ir por ahí haciendo preguntas sobre Grimaldi puede resultar peligroso. Eso es lo primero que quería decirle. Si no fue muy precavido, es posible que…

Bepi rechazó la idea con un movimiento de la cabeza. Le ofreció un paquete de Marlboro a Lassiter y, cuando éste lo rechazó, le preguntó si le molestaba que fumara. Lassiter le dijo que no. Bepi suspiró con alivio. Se encendió un cigarrillo, aspiró el humo y expulsó una nube de aire gris hacia la mesa de al lado.

– Fui -empezó. -Fui… ¿cómo se dice? Vigile, cuidadoso. Judy me dijo que tuviera cuidado. Siempre uso el mismo conducto, ¿sabe? Y cuando ellos hacen una investigación… -Parecía confuso mientras buscaba la palabra adecuada. -Cuando hacen una investigación… a fondo y no encuentran nada, ya sé que la persona es… ¿Cómo ha dicho? Un tipo de cuidado.

– ¿Y eso por qué?

Un ademán amplio de los brazos y otra nube de humo.

– ¡Somos italianos! ¡Tenemos la burocracia más famosa del mundo! ¡En Italia hay medio millón de personas que viven sólo para sellar papeles! Después siempre escriben tu nombre en alguna lista. ¡Hay miles de listas! Así que, cuando uno investiga a alguien y no encuentra nada… -Se encogió de hombros y se volvió a inclinar hacia adelante. -Dígame una cosa. ¿Conoce a Sherlock Holmes?

– ¿Qué quiere decir?

– Bueno -dijo Bepi con una sonrisa satisfecha. -Éste es el perro que se comió el hueso: es el único que no ha ladrado.

Lassiter se rió. Después hablaron de cosas sin importancia hasta que llegó el camarero con media docena de platos en el brazo y los repartió, uno a uno, como si fueran naipes. Cuando se volvió a ir, Bepi miró fijamente a Lassiter.

– Dígame otra cosa.

– ¿Qué?

– ¿Es el SISMI o la Mafia? ¿O las dos cosas?

Lassiter lo miró un momento, pensando que no lo había valorado lo suficiente.

– El SISMI -contestó al fin.

Bepi asintió.

– Por eso es una suerte que haya tenido cuidado -añadió Lassiter.

El italiano se encogió de hombros.

¿Y ahora ha venido tras este hombre? ¿Tras Grimaldi? -Movió la cabeza de un lado a otro. -Si no es muy importante, no creo que sea una buena idea. Puede gastarse mucho dinero y no llegar a ninguna parte.

– No se preocupe por el dinero.

Bepi estuvo pensando unos segundos. Después hizo una pequeña mueca.

– ¿Puedo preguntar quién es el cliente?

– Yo soy el cliente. ¿No se lo ha dicho Judy?

– Ya conoce a Judy. Sólo dijo que usted llamaría y que esperase al lado del teléfono; nada más.

– Bueno, Grimaldi… apuñaló a mi hermana en el corazón. Y después le cortó el cuello a mi sobrino. Los dos están muertos.

– ¡Oh! -Bepi bajó la mirada un momento. -Yo… lo siento mucho. -Tras un silencio apropiado volvió a levantar la mirada. – ¿Y? -dijo moviendo la mano hacia adelante y hacia atrás, como si una puerta de batiente se estuviera abriendo y cerrando entre los dos.

– Necesito ayuda.

– Si-iii? -Igual que antes, cuando habían hablado por teléfono, la voz del italiano subió una octava, transmitiendo una sensación de cauta disponibilidad.

Lassiter sirvió dos vasos de vino y bebió del suyo.

– Voy a ir a las dos direcciones que tengo de Grimaldi, a ver si puedo averiguar algo. Tal vez vaya a visitar a su hermana. Necesitaré un intérprete y un guía.

Bepi bebió un poco de vino, lo meditó durante unos instantes y volvió a inclinarse hacia Lassiter.

– Lo ayudaré -declaró.

– ¿Está seguro?

Bepi hizo un gesto, como si estuviera apartando el peligro con la mano.

– Si es como dice, es una cuestión personal entre usted y Grimaldi -dijo Bepi. -Entonces no tengo por qué preocuparme. Después de todo, éste es un país civilizado. Ni siquiera los mafiosos están tan locos. Si sólo le estoy haciendo de intérprete…, entonces soy como el papel pintado de la pared. ¿Entiende?

Aunque seguía albergando ciertas dudas, Lassiter asintió y los dos hombres hundieron sus tenedores en los platos de calamares y verduras a la parrilla.

Al día siguiente, Bepi recogió temprano a Lassiter en su Volkswagen Golf. Aunque el coche era viejo, estaba inmaculado, tanto por dentro como por fuera. Aun así, tenía una estatuilla de Lenin en el salpicadero y un pequeño balón de fútbol colgando del espejo retrovisor. Bepi metió una cinta en el radiocasete y Verdi tronó por los altavoces.

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