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– Así movían las piedras con las que hicieron las pirámides -explicó Jesse. -Lo hacían así porque no tenían ruedas.

A la hora de cenar, Marie dijo que, si la bruma despejaba, estaba segura de que los guardacostas acudirían por la mañana.

– Y el señor Lassiter podrá volver a la civilización -dijo Marie.

– ¿No puede quedarse? -preguntó Jesse. -Es divertido que esté con nosotros.

– No, no se puede quedar, Jesse. Tiene que volver a su casa. Tendrá muchas cosas que hacer. ¿Verdad, señor Lassiter?

Lassiter miró a Marie durante unos segundos.

– Sí, claro -contestó finalmente. Estaba mintiendo.

Después, Marie se fue a leerle un libro a Jesse a su habitación. Lassiter se ofreció a fregar los platos. Mientras lo hacía, pensó que la verdad era que, aunque los hubiera encontrado, su búsqueda no había acabado. Su búsqueda no acabaría hasta que…

Hasta que supiera qué había pasado y por qué había pasado.

Cuando Marie volvió de acostar a Jesse, los dos se sentaron delante de la estufa. Ella parecía triste. Lassiter se lo dijo.

– Es sólo que…, con usted aquí…, Jesse está tan emocionado que me hace pensar que quizás esté siendo egoísta.

– ¿Por vivir en la isla?

Ella asintió.

– Pero eso cambiará pronto -dijo Marie. -En otoño empezará a ir al colegio, así que tendremos que encontrar una casa en el pueblo.

– ¿No tiene miedo de que alguien pueda reconocerla? -preguntó Lassiter.

Ella movió la cabeza.

– La verdad es que no. Esto está muy apartado… Y, además, yo he cambiado mucho.

– ¿Se refiere a su aspecto?

– No. Me refiero a mis prioridades. De alguna manera, todo eso ya no me parece tan importante. Ahora lo único que me importa es Jesse.

Lassiter asintió.

– Sí, y por eso tienen que irse de aquí.

Ella lo miró con gesto impaciente.

– Creía que eso ya había quedado claro -dijo.

Lassiter respiró hondo.

– Está bien. Pero hágame un favor: cuando vengan los guardacostas, dígales que no me ha visto.

– ¿Por qué? -preguntó ella mirándole con desconfianza.

– Porque la misma gente que la está buscando a usted también me está buscando a mí. Y, créame, no le conviene que los guardacostas me lleven a tierra firme. Si lo hacen, alguien escribirá un informe y mi nombre aparecerá en él. Y, como ha muerto un pescador local, la noticia va a salir en los periódicos. Si me voy con los guardacostas, le aseguro que antes o después aparecerá un desconocido en el pueblo y empezará a hacer preguntas. «¿Alquiló un barco?» «¿Y salió a pesar de que había un aviso de tormenta?» «¿Adonde quería ir?» «¿A quién quería ver?» -Lassiter respiró hondo. -No creo que eso les convenga. Ni a usted ni a Jesse. Lo mejor será que me vaya de la isla por mis propios medios.

– ¿Cómo se va ir?

– Usted tiene una lancha. Podría llevarme.

Marie levantó las rodillas y se las abrazó contra el pecho.

– ¿Y después qué? ¿Qué voy a hacer? ¿Dejarlo en algún peñasco?

– Exactamente.

– Eso es una locura. ¿Qué iba a hacer usted?

– No se preocupe por mí.

Marie movió la cabeza.

– El barco ni siquiera está en el agua; ni tampoco el muelle.

– ¿Cómo que el muelle no está en el agua? ¿Dónde está entonces?

Marie lo miró.

– Hay que retirarlo en invierno. Si no, el hielo lo destrozaría. La cala a veces se congela en invierno.

– Ya, pero si el muelle está bien sujeto…

Ella se rió.

– Estamos hablando de toneladas de hielo. Cuando el hielo se empieza a derretir, si baja la marea…

– Pero ¡si no hay hielo!

– No, ahora no, pero… -Suspiró hondo. -Supongo que podríamos bajar el muelle. Sí, supongo que podría llevarlo.

– Es todo lo que le pido.

– Está bien, eso es lo que haremos.

Permanecieron unos segundos sin decir nada, hasta que Lassiter interrumpió el silencio.

– ¿Puedo preguntarle algo? -dijo.

– ¡Dios santo! -exclamó ella. -Es usted peor que Jesse.

– No, lo digo en serio. Es sobre la clínica. Todas las mujeres asesinadas se habían sometido al mismo procedimiento. Me estaba preguntando por qué se decidió usted por esa técnica.

– ¿Por la donación de oocito?

– Sí. Resulta raro. Quiero decir… A su edad… Las otras mujeres, como Kathy, eran mayores que usted. Lo que quiero decir es que creía que esa técnica era precisamente para eso, para… -Lassiter miró hacia el techo. -Supongo que todo esto es personal.

– ¡Qué demonios! -dijo ella con tono de eterna paciencia. -Ya sabe prácticamente todo sobre mi vida. -Marie hizo una pausa. -Yo deseaba tener un hijo, pero si quería engendrarlo tendría que ser con el material genético de otra persona.

– ¿Por qué?

– Porque soy portadora del síndrome de Duchenne.

– ¿Qué es eso?

Marie miró fijamente las llamas durante unos segundos.

– Es un desorden genético que transmiten las mujeres pero que sólo afecta a los varones.

– ¿Y?

– Es un desorden del cromosoma X. Algo parecido a la hemofilia, excepto que contra este desorden no existe tratamiento. Los varones que nacen con el síndrome mueren jóvenes. Mi hermano sólo tenía trece años cuando murió.

Lassiter recordó lo que la mujer de la oficina postal le había dicho sobre el hermano de Marie.

– Lo siento -dijo.

Ella se recostó en su silla y le explicó en qué consistía la enfermedad. Era una enfermedad degenerativa del tejido muscular. Empezaba en los tobillos e iba subiendo lentamente.

– Al principio se anda raro -explicó Marie. -Después empieza a costar más y, al final, ni siquiera puede hacerse. Pero la cosa no acaba ahí. La enfermedad sigue subiendo hasta que se empiezan a atrofiar los músculos del diafragma. Cada vez cuesta más respirar; ni siquiera se puede toser. Al final se muere de pulmonía o de cualquier otra infección. Yo me hice la prueba cuando tenía veinte años y descubrí que era portadora del síndrome.

Lassiter no sabía qué decir.

– ¿Y el síndrome se transmite a todos los hijos? -preguntó al cabo.

Marie movió la cabeza.

– No. Hay un cincuenta por ciento de probabilidades. Eso quiere decir que existe una posibilidad entre cuatro de tener un hijo varón con el síndrome de Duchenne.

– Las probabilidades no parecen tan altas.

– Preferiría jugar a la ruleta rusa. En ese caso, al menos jugaría con mi propia vida, pero aquí jugaría con la vida de otra persona, con la vida de la persona que más quiero en el mundo -dijo Marie al tiempo que subía las manos y las dejaba caer lentamente.

– Me imagino por lo que debe de haber pasado. Lo siento.

– No importa. Ahora tengo a Jesse y es imposible que hubiera querido a nadie más de lo que lo quiero a él.

– Sí, se nota cuánto lo quiere.

– Además, tampoco se puede decir que me viniera abajo cuando me enteré de que era portadora del síndrome. No tenía pareja, ni ninguna intención de quedarme embarazada a corto plazo. Sí, era una puerta cerrada, pero yo no estaba llamando a esa puerta.

– ¿Qué la hizo cambiar de idea?

Marie se encogió de hombros.

– Fue cuando estaba en Minneapolis. Mi vida estaba llena de secretos. No sé… Supongo que me sentía sola. Era como si nada tuviera sentido. Sabía que las cosas cambiarían si tenía un hijo. Pensé en adoptar un niño, pero con todo el lío de Calista resultaba demasiado complicado. No hubiera funcionado. La cosa es que leí un artículo sobre este nuevo procedimiento de donación de oocito y… dos meses después estaba en un avión, volando hacia Italia. Y dos meses más tarde estaba embarazada.

A la mañana siguiente, cuando llegaron los guardacostas, Lassiter y Jesse estaban «explorando» el otro extremo de la isla.

La temperatura había subido sorprendentemente; casi parecía primavera. La bruma se abrazaba a los árboles, mientras Lassiter seguía al niño por un angosto sendero cubierto de pinaza. Primero pararon en el muelle que había delante de la casa, donde dos embarcaciones descansaban, secas y seguras, en una plataforma natural llena de conchas rotas. Las embarcaciones estaban tumbadas boca abajo, amarradas con varias cuerdas al tronco de un pino. Una de las embarcaciones era una lancha de fibra de vidrio de unos cinco metros de eslora. La otra era un bote neumático. Al lado del muelle había un cobertizo con un motor Evinrude, depósitos de gasolina, remos, chalecos salvavidas, amarras, anclas, aparejos de pesca…

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