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– ¿Su tía le dijo eso?

Ella apretó los labios.

– Sí. -Suspiró. -Aunque no debería quejarme. Tenían más de cincuenta años y tuvieron que cargar con una niña de jardín de infancia. Siempre me trataron bien.

– ¿Por qué dice que tenía tantos problemas?

– Yo era una cosita pequeñaja y muy tímida… Era timidísima. Primero murió mi hermano y después murieron mis padres. Lo de vivir en tantos sitios distintos era difícil, y la tía Alicia y el tío Bill realmente no me hacían demasiado caso. Así que me hice muy… No sé… Reservada. Y, excepto en Arabia Saudí, ni siquiera iba a colegios norteamericanos. Aprendí que lo mejor era pasar desapercibida. Y la verdad es que lo hacía bastante bien.

Lassiter la miró con escepticismo.

– No creo que fuera fácil; a no ser que los chicos estuvieran ciegos -señaló Lassiter al cabo de unos segundos.

– Todo lo contrario. Le aseguro que era una niña muy fea. Tenía las orejas demasiado grandes. Tenía la nariz demasiado grande. Y la boca… La verdad es que tenía todo demasiado grande. ¡Hasta las rodillas! Y tenía unos pies inmensos… Parecía un pato.

Lassiter sonrió.

– A veces, mi tía se quedaba mirándome, movía la cabeza y decía: «Puede que si te crece bastante el resto del cuerpo…» Pero, por su voz, no parecía que confiara mucho en ello. -Sonrió y, de repente, frunció el ceño, se enderezó y lo miró con gesto desconfiado. -Desde luego, esto que le estoy contando sí que no puede ayudarlo en nada. Creo que ya es hora de que…

– Pensaba que podría haber algo en la clínica del doctor Baresi que la diferenciara de las demás… No sé.

– Bueno, el doctor Baresi no dejaba que uno eligiera. Eso, desde luego, no pasa en las demás clínicas. Supongo que para la mayoría de las mujeres sería un inconveniente, pero a mí no me lo parecía. De hecho, a mí me parecía que era una ventaja.

– ¿A qué se refiere cuando dice «elegir»? ¿Elegir el qué?

– A los donantes. Al donante de esperma y la donante de oocito.

– ¿Se eligen los donantes?

Ella asintió.

– Sí, en la mayoría de las clínicas sí. Una vez fui a una clínica de Minneapolis a informarme sobre el proceso. Me explicaron todos los pasos. Después, cuando me preguntaron si quería emplear el esperma de mi marido y les dije que no, me enseñaron una carpeta llena de datos sobre los distintos donantes. Era increíble. -La voz de Calista adoptó el tono animoso de un presentador de un concurso de la televisión que quiere darle emoción a un premio. -El donante número ciento veintitrés es un ingeniero aeroespacial con cuerpo atlético. Tiene un coeficiente intelectual de ciento treinta y un magnífico lanzamiento triple a canasta. El donante ciento cincuenta y nueve mide un metro noventa y ocho y pesa… -Marie se estremeció e imitó el ruido de una arcada. – ¡Qué asco! -exclamó después.

Lassiter se rió.

– Demasiado perfectos, ¿no?

– Sí, yo diría que sí. Pero en la clínica Baresi no había nada de eso. No daban ninguna información sobre los donantes. No decían nada, ni una palabra. Y eso a mí me parecía perfecto. Yo prefería no saber nada. -De nuevo, su voz adoptó un tono distinto; esta vez un susurro grave con acento italiano: -«María, carissima, será una piccola sorpresa.

– ¿Qué quiere decir eso?

– Una pequeña sorpresa, una sorpresita. Conmigo, el doctor hablaba en italiano. -Marie sonrió al recordarlo. -Nos llevábamos muy bien.

Marie parecía más relajada, así que Lassiter volvió a intentarlo.

– Sé que no quiere oírlo -dijo, -pero realmente no creo que estén seguros aquí.

Calista desvió la mirada. Estaba claro que no quería hablar del tema.

– Mire -insistió Lassiter. -Esa gente tiene mucho dinero. Y no sólo dinero. También tienen muchos contactos. Tienen contactos hasta en el FBI. Si yo he conseguido encontrarla…

– Por cierto, ¿cómo lo ha conseguido?

– Por Gunther.

Ella parecía confusa.

– ¿Por la furgoneta?

– Sí, básicamente sí.

– Ya no la llamo Gunther.

– Eso no significa que ellos no puedan encontrarla.

– Ya lo sé, pero…

– Déjeme que le pregunte una cosa. ¿Cómo lo consiguió?

– ¿El qué?

– Crearse una nueva identidad. Porque, la verdad, es que no lo hizo nada mal.

– Gracias… Si quiere que le diga la verdad, me compré un librito que explicaba cómo hacerlo. Lo encontré en una librería de Colorado que estaba llena de libros raros: Cómo dinamitar puentes, Cómo cazar y pescar tú propia comida, Cómo fabricar tu propia pólvora. Me imagino que la mayoría de sus clientes serían paramilitares.

– ¿Y le bastó con seguir los pasos del libro?

– Sí, realmente sí. El libro recomendaba ir a un cementerio a buscar el nombre de un niño recién nacido en una lápida. Pero yo ya tenía un nombre. Yo ya tenía un nombre que no había usado en veinticinco años, así que no tuve que hacer eso. De hecho, eso es todo lo que tenía hace unos años: un nombre, un par de dientes de leche que había guardado, una foto de la boda de mis padres, un recorte de periódico de mi abuelo en la botadura de un barco y algunos bonos del Tesoro que me habían comprado mis padres cuando nací. Cobré los bonos para poder pagarme el viaje a California.

– Pero…

– Lo mejor será que durmamos un poco -dijo Marie levantándose bruscamente. -A usted, desde luego, le hace falta descansar. -Y, sin más, se levantó, apagó las lámparas de queroseno y se fue.

Lassiter durmió como un niño. Por la mañana lo despertaron los gritos de Jesse.

– Mami, hace mucho menos frío. Hoy no necesito las manoplas. ¿Me las puedo quitar? ¡Por favooor!

– No sé…

– Pero, mami… No hace frío. Sal a ver. Casi hace calor. Y también hay niebla. No se ve la isla del Oso.

Lassiter oyó la puerta al cerrarse y abrió los ojos. Al ver que estaba solo, se incorporó en la cama. Después apoyó los pies en el suelo, se levantó muy despacio y fue hasta la silla que había al lado de la estufa.

Dejó pasar un minuto mirando el fuego. Luego otro. Y otro. Hasta que Jesse entró corriendo y, al verlo, se paró en seco.

– ¡Hala! -se dijo el niño a sí mismo. – ¡Si está levantado! ¿Quiere jugar a los palitos chinos? Mami está cansada de jugar a los palitos. ¡Por favooor!

Se pusieron a jugar. Estuvieron jugando a los palitos chinos y a otros juegos hasta la hora de comer. Marie encontró algo de ropa para Lassiter en un baúl. La ropa estaba vieja y húmeda, pero le cabía.

Lassiter estaba maravillado ante la autosuficiencia que demostraba la pequeña familia. Tenían una despensa llena de alimentos, aparejos de pesca y trampas para langostas. De las vigas de madera colgaban ristras de ajos, cebollas y pimientos secos y todo tipo de manojos de hierbas y los estantes estaban llenos de grandes frascos con etiquetas: arroz, judías, leche en polvo, harina, azúcar, copos de avena… Además, obtenían el agua de un pozo, bombeándola con una palanca que había en la cocina.

– A veces se congela -explicó Jesse, -pero tenemos muchas, muchísimas botellas. Y también tenemos barriles para el agua de lluvia. ¿Quiere verlos?

El niño era irresistible. En varias ocasiones, Lassiter sorprendió a su madre mirándolo con una expresión de orgullo y amor maternal que recordaba haber visto en Kathy: «¿A que es maravilloso?»

Después del almuerzo, Marie le dio a Jesse una clase de lectura. Mientras tanto, Lassiter se sentó en una mecedora en el porche y estuvo escuchando y mirando el océano. Al acabar la lección, Jesse salió corriendo. Quería enseñarle a Lassiter cómo llevaban y traían la barca del mar a la casa.

– Lo hacemos igual que los egipcios -dijo sacando una especie de trineo de debajo del porche.

Realmente, no era más que una plancha de hierro con una estaca de madera enganchada en un extremo. En el extremo de la madera había un agujero atravesado por una cuerda que servía para tirar de todo ello. Para demostrarle cómo lo hacían, Jesse puso una piedra encima de la plancha de hierro. Después cogió la cuerda con sus manitas y tiró, levantando la estructura sobre unos pequeños troncos. Lentamente, y con mucho esfuerzo, empezó a arrastrar el invento y su carga hacia el borde del agua, deteniéndose cada par de metros para coger uno de los troncos de detrás y ponerlo delante.

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