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De repente, lo recordó todo: Kathy, Brandon, Bepi, el padre Azetti… ¡Todos estaban muertos!

– Calista -dijo.

La mujer abrió la boca y endureció la mirada. Después cogió a Jesse y lo alejó de la cama. Durante algunos segundos, sólo se oyó el ruido de la tormenta. Cuando ella por fin habló, no quedaba ninguna ternura en su voz.

– ¿Quién es usted? -inquirió.

Cuando Lassiter se volvió a despertar, era de noche. La casa resplandecía con la luz amarillenta de las dos lámparas de queroseno que colgaban de la pared. Lassiter miró a su alrededor. Estaba en una gran habitación con las paredes revestidas con paneles de madera de pino y grandes vigas descubiertas en el techo. Una gigantesca chimenea de piedra ocupaba la mayoría de la pared del fondo, que estaría a unos seis o siete metros de distancia. Dentro de la chimenea, las llamas bailaban detrás de las puertas de cristal de una estufa de leña. No veía ni a la mujer ni al niño, pero oyó una voz, un débil murmullo, en alguna parte.

«Tengo que levantarme», pensó. Se apoyó sobre un codo y bajó los pies de la cama. Cuando por fin consiguió sentarse sintió un escalofrío de debilidad. Después sintió náuseas. La habitación se calentaba y se enfriaba cada vez que él inspiraba aire y lo expulsaba. Se levantó, balanceándose como si estuviera en medio de un vendaval. Miró hacia el techo; la habitación empezó a girar a su alrededor, y Lassiter se desplomó contra el suelo.

– ¿Es que se ha vuelto loco? -preguntó ella mientras lo ayudaba a volver a la cama. -Lleva dos días inconsciente.

– ¿Tengo la cara desfigurada?

– No. -Ella se apartó el pelo de la cara, claramente sorprendida por la pregunta. – ¿Qué tipo de pregunta es ésa?

– No… Lo que quiero decir es que… -dijo Lassiter. -Lo que quiero decir… -Ella estaba aún más hermosa que cuando la había visto en el funeral. Incluso en la luz temblorosa, podía verse que había cambiado. Había madurado. Parecía mayor y más fuerte y femenina al mismo tiempo. – ¿No me reconoce?

– No -contestó ella. Su voz denotaba mucha más cautela que curiosidad. -No. ¿Quién es usted?

– Usted vino al funeral -explicó Lassiter. -En Virginia.

Al funeral de mi hermana. Al funeral de mi hermana y mi sobrino.

Ella lo miraba fijamente.

– Kathy Lassiter -añadió él. -Y Brandon.

Ella frunció el ceño, pero algo cambió en sus ojos.

– Fue en noviembre. Usted llevaba un sombrero pequeño con un velo. Tenía el pelo rubio.

Aunque ella intentó ocultarlo, Lassiter vio en sus ojos que lo había reconocido. Se imaginaba lo que estaría pensando: «Está aquí por alguna razón, y eso no puede ser bueno.»

– Conoció a mi hermana en Italia, en la clínica.

– ¿Qué? -Ella se alejó de la cama y se volvió a apartar nerviosamente el pelo de la cara.

– Esto no tiene nada que ver con Calista Bates. Encontré su nombre en el libro de registro…

– ¿Qué libro de registro?

– El de la pensión Aquila. Encontré el nombre de Marie A. Williams y después me enteré de que era usted.

Ella se volvió a acercar a la cama y se sentó a sus pies, pero fuera de su alcance.

– No entiendo lo que me está diciendo. ¿Por qué fue a la clínica?

Lassiter tardó una hora en contarle toda la historia. Se quedó sin voz en dos ocasiones y, cada vez, ella fue a buscarle agua. Al acabarse el queroseno de las lámparas, ella las cambió por otras dos nuevas. De vez en cuando se levantaba para poner más leña en la estufa. Cuando Lassiter por fin acabó, ella dijo:

– No lo entiendo.

– ¿El qué? -preguntó Lassiter.

– Nada. No entiendo nada. ¿Por qué iba a hacer nadie una cosa así?

Lassiter movió la cabeza.

– No lo sé -reconoció. -Sólo sé que había dieciocho mujeres y dieciocho niños y que ahora sólo quedan usted y su hijo.

Ella se cogió el cabello con los dedos y se lo levantó sobre la cabeza. Parecía tan vulnerable que a Lassiter le hubiera gustado abrazarla para reconfortarla. Pero, claro, no podía hacerlo. Por fin, ella dijo:

– ¿Cómo puedo saber que no me está mintiendo?

– Porque se acuerda de mí -contestó Lassiter. -Me recuerda del funeral de Kathy.

Ella se soltó el pelo y se alejó de la cama. Unos segundos después, Lassiter oyó el chirrido de la estufa al abrirse y el sonido seco de un tronco al chocar contra los que ya ardían en su interior. La puerta de la estufa volvió a chirriar al cerrarse, y Lassiter observó la sombra de mujer deslizándose por el techo a la débil luz de las lámparas de queroseno. Finalmente, ella se dejó caer en una mecedora y movió nerviosamente un pie.

– Podría llamar a la pensión -sugirió Lassiter. -Así sabría que no miento. Podría hablar con Nigel o con Hugh. O podría llamar al detective Riordan de la policía de Fairfax. O podría llamar a…

– El teléfono no funciona -lo interrumpió ella. -Y, además, Jesse y yo estamos a salvo aquí. Yo me siento segura en la isla. Nadie nos va a encontrar en esta isla.

– ¿Por qué no? Yo los he encontrado.

Ella lo miró con gesto desafiante y cambió de tema.

– La tormenta está amainando -dijo. -Seguro que los guardacostas vienen por la mañana. Ellos lo llevarán a tierra firme. Después, olvídese de nosotros. Siento muchísimo lo de su hermana y lo de las otras mujeres… y le agradezco lo que ha hecho. Le agradezco que se preocupara por nosotros…, pero Jesse y yo estamos bien aquí.

Lassiter suspiró. Ya no podía hacer nada más.

– Está bien -aceptó. -Si no quiere que la ayude, no lo haré, pero quizá pueda ayudarme usted a mí.

Ella parecía sorprendida.

– ¿Cómo lo voy a ayudar yo a usted? -preguntó.

– Todo esto empezó porque yo no podía entender por qué habían matado a Kathy y a Brandon. Y sigo sin entenderlo. Pero…, tal vez, si me dejara hacerle un par de preguntas…

– ¿Como qué?

– No lo sé… ¿Por qué fue a la clínica Baresi? ¿Por qué fue precisamente a esa clínica en vez de ir a cualquier otra?

Calista…, Marie se encogió de hombros.

– Por la misma razón que fue su hermana -repuso. -Me informé sobre la clínica y tenía un alto índice de éxito. Baresi era un médico muy respetado. Y, además, la suya fue una de las primeras clínicas en practicar el procedimiento que me interesaba. El único problema era que la clínica estaba en el extranjero, pero, pensándolo bien, eso también fue una ventaja. Me dio la oportunidad de volver a Italia.

– ¿Volver?

– Viví cerca de Génova cuando era una niña.

– ¿Se crió en Italia?

– No. Sólo estuvimos allí tres años. Aunque, de no ser porque mi tía se puso enferma, supongo que habría acabado el colegio en Arenzano.

– ¿Sí? -la animó a continuar Lassiter.

– Mi tío era constructor -explicó ella. -Supongo que debía de ser bastante bueno, porque tenía trabajo en muchos países. Estuvimos en Pakistán, en Arabia Saudí… y también aquí, claro. Estudié tercero de primaria en Tulsa y quinto, sexto y séptimo en Delaware. Después nos mudamos a Tacoma, pero ahí ni siquiera llegué a ir al colegio. Los siguientes dos años los pasamos en Houston y después fuimos a Italia. De hecho, vivimos más tiempo ahí que en ningún otro sitio.

– La mujer de la oficina postal me dijo que sus padres murieron cuando usted todavía era una niña.

– Sí. Me fui a vivir con mis tíos. De hecho, creo que a ellos la idea no les atraía demasiado, pero eran la única familia que me quedaba.

– ¿Y sus tíos se apellidaban Williams?

Marie asintió.

– Sí. La tía Alicia y el tío Bill.

– ¿La adoptaron legalmente?

La pregunta hizo que Marie volviera a mostrarse desconfiada.

– No entiendo qué relación puede tener eso con la muerte de su hermana.

– No tiene nada que ver con mi hermana. Tiene que ver con usted. Porque, si sus tíos la adoptaron legalmente, tiene que existir un documento que lo atestigüe en algún juzgado.

– Querían que tuviera el mismo apellido que ellos. Me acuerdo de que la tía Alicia decía que las cosas serían «menos complicadas» si todos tuviéramos el mismo apellido. Si no, era un lío cada vez que teníamos que pasar por una aduana extranjera. -Movió la cabeza y se rió. -Así que me adoptaron porque resultaba más práctico, no porque me quisieran ni porque eso ayudara a hacer que nos sintiéramos como una familia. Me adoptaron para que las cosas fueran «menos complicadas». -Hizo una pausa y se volvió a reír. -No me extraña que yo tuviera tantos problemas.

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