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El muelle era nuevo y estaba pintado de gris. Una sección estaba unida de forma permanente a la plataforma, como un trampolín suspendido sobre el agua. El resto de la estructura, un gran flotador con forma de balsa y una pequeña rampa, descansaban en la plataforma, esperando a que alguien los bajara y los uniera a la sección fija del muelle.

Al irse, Jesse lo llevó a otra cala, donde liberaron a dos cangrejos de una trampa para langostas. Después, Lassiter se mostró debidamente impresionado cuando Jesse le enseñó un roble cuyo tronco crecía a través de los muelles oxidados de una vieja cama de hierro. Su última parada fue en otra cala, al final de la isla, donde estaban los restos astillados del viejo muelle.

– Antes guardaban los barcos aquí -le explicó Jesse, -pero ahora… -El niño ladeó la cabeza y levantó un dedo.

Lassiter también lo había oído: el murmullo de un motor.

– Los guardacostas -dijo Jesse. El ruido del motor se hizo más alto y luego desapareció repentinamente. Un instante después oyeron el quejido de otro motor. -Ése es un barco pequeño -indicó Jesse. -Es de los que se inflan, como el nuestro. -Miró fijamente a Lassiter. -Todavía no le he enseñado mi fuerte.

– No.

– ¡Venga! -exclamó Jesse. Cogió a Lassiter de la mano y lo condujo por un camino que subía hacia el «fuerte»: un claro rodeado de una maraña de pequeños robles y abetos. Jesse había dibujado una serie de habitaciones colocando trozos de madera en el suelo. Lo llevó al salón del fuerte y se sentaron en un tronco podrido.

– Es el sofá -dijo Jesse. Después le contó una fábula sobre una foca perdida y los hombres que la buscaban por el mar.

Era una historia extraña. Justo cuando Jesse acabó de contársela oyeron una serie de silbidos. Lassiter captó el mensaje: «Campo libre. Los guardacostas se han ido.»

– ¿Se sabe algo de Roger? -preguntó Lassiter.

Marie movió la cabeza.

– Todavía no han encontrado el cuerpo, pero, antes o después, lo encontrarán. La corriente lo arrastra todo hacia Nubble, así que…

– ¿Preguntaron por mí?

Marie asintió.

– Dijeron que Roger había salido a llevar a la isla a alguien que quería verme. Por lo visto han encontrado su coche en Cundys Harbor.

Lassiter bajó la cabeza y murmuró entre dientes:

– ¡Joder!

– Me preguntaron si conocía a un hombre que se llamaba Lassiter.

– ¿Y por qué no les dijo que estaba aquí? -exclamó Lassiter exasperado.

– ¿Le hubiera gustado que lo hiciera?

– Pues claro que no.

– Es que… había algo raro. Para empezar, no traían un bote de salvamento y, además, no eran todos guardacostas.

– ¿Qué quiere decir?

– Dos de los hombres iban vestidos con traje.

– ¿Qué aspecto tenían?

Marie se encogió de hombros.

– Eran grandes -repuso.

– ¿Parecían policías? -preguntó Lassiter

– No lo sé. Puede que sí.

– Pero no está segura.

– No -respondió ella. -Y eso es lo que me preocupa.

Lassiter respiró hondo.

– ¿Qué querían saber? -inquirió.

– Preguntaron por usted. También querían saber si yo había visto el barco. Y me preguntaron dónde estaba Jesse: «¿Donde está el pequeño?»

– ¿Y qué les dijo?

– Les dije que estábamos dormidos cuando ocurrió y que encontramos el barco al día siguiente, pero que no había nadie. Y después les dije que Jesse estaba durmiendo la siesta.

– ¿Cree que la creyeron?

Marie asintió.

– Sí, soy buena actriz… O al menos solía serlo.

Después de comer, cuando faltaba una hora para que la marea alcanzara su punto más alto, empezaron a bajar el muelle. El proceso era bastante complejo y tardaron casi tres horas en tenerlo todo a punto. Al final, Lassiter se subió en el flotador mientras Jesse y Marie bajaban la rampa con cuerdas y poleas. Cuando por fin acabó de enganchar la rampa al flotador, Lassiter dijo:

– No puedo creer que haga esto usted sola.

Jesse se sintió insultado.

– ¡No lo hace sola!

El bote neumático pesaba lo suficientemente poco para poder cargar con él. Con la ayuda de Jesse, Lassiter lo llevó hasta el agua. Después, bajaron la lancha haciéndola rodar sobre tres troncos. A cada metro, Jesse gritaba «¡ya!», y Marie y Lassiter paraban mientras el niño cogía el tronco que había quedado atrás y lo volvía a colocar delante de la proa de la embarcación. Al llegar al muelle dieron la vuelta a la lancha y la dejaron caer en el agua. Lassiter entró en el cobertizo y salió con el motor fueraborda en las manos y un gesto de incredulidad en la cara; no entendía cómo Marie podía cargar sola con ese peso. Ajustaron el motor a la lancha y conectaron el depósito de gasoil. Envuelto en un gigantesco chaleco salvavidas, que lo hacía parecer el muñeco de Michelin, Jesse estrujó la pera de goma del conducto del depósito de combustible cuatro o cinco veces y apretó el botón de encendido bajo la atenta mirada de su madre. Después de un par de intentos, el motor rugió, expulsando una densa nube de humo azul.

Esa noche, cuando Jesse se fue a dormir, Lassiter y Marie se volvieron a sentar delante de la estufa. Marie estaba en la mecedora, con las rodillas abrazadas contra el pecho.

– ¿Tiene dinero? -preguntó de repente.

Lassiter se enderezó. La pregunta lo había sorprendido.

– No me puedo quejar -repuso.

Marie sonrió.

– No, no es eso lo que quería decir. ¿Lleva dinero encima? Lo digo porque va a necesitarlo cuando lo deje en tierra firme,

Lassiter asintió. Creía que las cosas habían cambiado, pero estaba claro que ella seguía queriendo deshacerse de él. Se levantó lentamente y se acercó al perchero del que colgaba su chaqueta de cuero.

– No creo que eso sea un problema -replicó. -La que me preocupa es usted.

Marie movió la cabeza.

– No se preocupe por nosotros -contestó. -Desapareceremos en un par de días. Tengo dinero. Encontraremos una casa en algún sitio, y esta vez lo haré bien.

– Yo podría ayudarla. Cuando estaba en el ejército me dedicaba a ese tipo de cosas -dijo Lassiter mientras metía la mano en el bolsillo interior de la chaqueta. Al sacar la cartera, un sobre húmedo cayó al suelo.

¡La carta de Baresi!

– Si quiere, puede llevarse a Gunther -dijo Marie. -Necesita alguna reparación, pero…

– Me había dicho que sabía hablar italiano, ¿verdad?

– ¿Qué?

– ¿Podría leer una carta en italiano?

– Claro -repuso ella. -Pero…

Dentro del sobre había tres o cuatro hojas de papel cebolla pegadas entre sí. Todavía estaban húmedas. Lassiter se acercó a la estufa, se sentó en el suelo, junto a la mecedora de Marie, y separó las hojas cuidadosamente.

– Menos mal que se inventaron los bolígrafos -comentó.

– ¿De qué está hablando? -preguntó ella. – ¿Qué es eso?

– Es una carta que Baresi le escribió al párroco de Montecastello. Me la dio el cura antes de que lo mataran. Tome -dijo ofreciéndole las hojas. – ¿Le importaría traducírmela?

Marie cogió las hojas de mala gana y empezó a leer con fluidez:

2 de agosto de 1995.

Querido Giulio:

Con la muerte llamando a mi puerta, te escribo con el corazón lleno de gozo, pues estoy convencido de que pronto estaré delante de nuestro Señor, esperando a que Él juzgue mis acciones.

Ahora veo que acudí a ti en mi momento de mayor debilidad y que no sólo buscaba en la confesión el perdón de la Iglesia, sino también su complicidad. La magnitud del secreto con el que he cargado todos estos años, la magnitud de lo que yo creía en ese momento que era mi pecado, parecía tal que no podía seguir soportando el peso. Necesitaba compartirlo.

Y eso hice, pero no debí hacerlo.

Me han dicho que cerraste la iglesia y te fuiste a Roma. Y creo que estuviste muchos días fuera. Pobre Giulio. ¡El peso que cargué sobre tus espaldas!

Pero ahora sé que fue el cristal del falso orgullo lo que hizo que yo confundiera los deseos del Señor con mis propios logros. Ahora sé lo que tú siempre has sabido como hombre de Dios que eres: que todos nosotros somos instrumentos del Señor y que todo lo que hacemos es la voluntad del Señor.

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