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«A no ser que Drabowsky y el FBI lo estén ayudando. En cuyo caso…»

Lassiter se acercó a la ventana de la habitación y miró el paisaje urbano. La nieve golpeaba insistentemente contra la ventana. Una ráfaga de viento hizo temblar el cristal.

Lassiter se frotó los ojos y se volvió a sentar. Se imaginó a Marie A. Williams, o como se llamase ahora, conduciendo la furgoneta por una carretera cualquiera del país. O puede que la hubiera dejado abandonada en cualquier calle de cualquier ciudad y se hubiese alejado de ella igual que lo había hecho de tantas otras cosas.

No. Si hubiera querido abandonarla, ya lo habría hecho hacía mucho tiempo. Y no lo había hecho. Estaba seguro de que seguía montada en su «caballo». Y eso quería decir que… ¿Qué?

Si todavía tenía la furgoneta, ésta probablemente estaría matriculada con su nuevo nombre… Pero Lassiter no sabía cuál era.

Respiró hondo. Estaba buscando a Calista basándose exclusivamente en su instinto. El hecho de que Calista hubiera nacido en Maine y de que hubiera una fotografía de ella en Maine, o al menos en lo que Dicky Biddle decía que era Maine, no quería decir necesariamente que ella estuviera allí.

Aunque, por otro lado, ¿por qué no iba a estarlo? Tenía que estar en algún sitio y, aunque las pruebas eran escasas, era más probable que estuviera en Maine que en… Finlandia.

Lassiter descolgó el auricular del teléfono. En Maine solo había un millón de habitantes. ¿Cuántas furgonetas Volkswagen podía haber? ¿Y cuántas podían pertenecer a una mujer? Consiguió el número de la jefatura de tráfico de la capital del estado de Maine, y llamó. Pero, claro, no había nadie. Tendría que volver a llamar el lunes por la mañana.

Lassiter suspiró y cogió el siguiente artículo. Era una historia sobre «quiromancia» publicada en una revista para mujeres que había reproducido las palmas de la mano de cuatro mujeres famosas para que las analizase un equipo de expertas. Por lo visto, Calista era «excesivamente melancólica».

Al día siguiente, Lassiter cogió el metro hasta la ciudad de Cambridge y se bajó en la parada del instituto universitario MIT. Las aceras y los desagües estaban en un estado lamentable. Lassiter pensó que debería haber cogido un taxi. Toneladas de sal habían derretido la nieve, pero el agua no tenía a dónde ir. Permanecía estancada en las esquinas, obligando a los peatones a dar grandes rodeos y alguno que otro salto de longitud. El despacho de Torgoff estaba en el departamento de Biología de la facultad Whitaker de Salud, Ciencia y Tecnología del MIT. Torgoff lo estaba esperando. Era un hombre joven y robusto con el pelo negro y una alegre sonrisa. Vestía deportivamente con vaqueros, botas de montaña y una camiseta roja con dos imágenes idénticas del cantante Roy Orbison debajo de las palabras: «Sólo clones.»

– Disculpe mi aspecto -dijo Torgoff mientras se levantaba para darle la mano. -Aunque la verdad es que siempre visto así.

El despacho era pequeño y se hallaba abarrotado de libros y papeles. Las paredes estaban cubiertas con gráficos, listados, notas y chistes de científicos chiflados. Colgado del techo había un modelo polvoriento y maltratado de la estructura en doble hélice del ADN construido con cáñamo verde y trozos de plástico blanco. Al lado del escritorio había un caballete y sobre el escritorio, entre los papeles, un cubo de Rubik, algo que Lassiter no veía desde hace años. Torgoff lo invitó a sentarse mientras él se dejaba caer en su asiento, una obra maestra ergonómica de pana verde.

– ¿Hasta dónde llegan sus conocimientos de genética? -preguntó Torgoff.

Lassiter lo miró y se encogió de hombros.

– La pregunta no tiene truco -dijo Torgoff. -Si empiezo hablando del operón y la polimerización del ARN, es posible que se pierda. Y eso no es lo que queremos, ¿verdad? Así que por qué no me dice… Ya sabe. -Se tocó la sien. – ¿Cuántos conocimientos genéticos tiene almacenados ahí dentro?

Lassiter reflexionó unos instantes.

– Mendel. Había un hombre que se llamaba Mendel. Por otro lado, está lo de la herencia…

– ¡Bien! La herencia es importante.

– Genes dominantes y recesivos.

– ¿Puede explicarme lo que son?

– No. Hace años que lo estudié y… -Miró hacia el techo y vio el modelo casero del ADN. -La doble hélice -dijo.

– ¿Sabe lo que es?

– Es el ADN -dijo Lassiter. -Aunque, de hecho, supongo que sé más sobre las pruebas del ADN que sobre el ADN en sí. No, no podría decirle lo que es.

– Inténtelo.

– Bueno, cada una de nuestras células contiene algo llamado ADN. Y el ADN de cada persona es distinto del de las demás personas. Es algo así como las huellas dactilares.

– Muy bien. ¿Qué más puede decirme?

– Eso es todo. No podría distinguir un cromosoma de un Pontiac.

Torgoff asintió moviendo la cabeza como si fuera un profesor de golf que, al ver cómo le pega su pupilo a la pelota, se da cuánta de que va a tener que empezar la clase con las palabras: «Esto es un palo de golf.»

– Está bien -dijo. -Ya sabemos que sus conocimientos de genética son inexistentes. Y eso está muy bien. No hay ningún problema. -Torgoff hizo un sonido con el paladar al tiempo que juntaba las manos. -Su ayudante me dijo que está interesado en Baresi.

– Así es.

– ¿En qué exactamente? ¿Está interesado en sus trabajos sobre genética o en la persona en sí?

– Supongo que en sus trabajos sobre genética.

– ¡Muy bien! Así que podemos olvidarnos de Mendel. Excepto que… La verdad, puede que eso no sea posible. Lo digo porque Mendel y Baresi se parecían bastante. Los dos se hacían preguntas básicas. Y los dos estaban muy por delante de su tiempo.

– ¿Y eso por qué?

– Mientras todo el mundo se interesaba por Darwin, Mendel se dedicaba a contemplar guisantes. La cosa es que, como puede que usted sepa, Darwin dijo que los organismos evolucionan respondiendo a las presiones del medio. El problema es que no podía explicar de qué manera.

– Pero Mendel sí -dijo Lassiter.

Torgoff se encogió de hombros.

– No exactamente. Pero sí descifró un par de cosas. Como, por ejemplo, que cada característica hereditaria pasa de una generación a otra de forma independiente. En otras palabras, algunas personas con los ojos azules son daltónicas y otras no. Y Mendel también supo entender la dominancia. Vio que cuando cruzaba una planta grande con una planta pequeña obtenía una planta grande en vez de una de tamaño mediano. Los genes recesivos sólo aparecen al cruzar los híbridos entre sí. Entonces es cuando surgen plantas de todos los tamaños. ¿Me sigue?

– Sí.

– Pues eso realmente fue un paso muy importante. Lo que Mendel hizo fue presentar algunas de las reglas de la herencia. De hecho, resolvió uno de los misterios más antiguos del universo. Aunque, claro, nadie se dio cuenta. Estaban todos demasiado ocupados con Darwin. Y siguieron estándolo durante treinta años. Hasta que otros científicos hicieron los mismos experimentos que Mendel y, al leer sus observaciones, se dieron cuenta de que lo que acababan de hacer era reinventar la rueda; Mendel había llegado a las mismas conclusiones mucho antes que ellos.

»Y a Baresi le pasó algo muy parecido -continuó Torgoff. -Mientras Baresi producía sus mejores teorías, todo el mundo estaba mirando a Watson y a Crick. -Torgoff cogió el cubo de Rubik y empezó a jugar con él mientras hablaba. -Baresi se doctoró en bioquímica con veintidós años, o algo parecido. En cualquier caso, se doctoró en 1953. Y para un especialista en genética eso es algo así como la prehistoria. El año 1953 fue muy importante. Los científicos estaban tremendamente emocionados ante la perspectiva de una pronta solución para una serie de problemas básicos. Y el ADN, esa maravillosa molécula que está presente en las células de todos los organismos vivos, era el centro de atención.

»Ya se sabía que la clave de la herencia estaba en el ADN, pero ¿cómo funcionaba? ¿Cómo regulaba los procesos químicos dentro de las células? Porque no sé si sabe que eso es lo que hace: sintetiza proteínas. -Torgoff hizo una pausa. – ¿Me sigue?

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