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VF: Tienes razón. Seamos justas. Hazme una pregunta. Adelante, pregúntame lo que quieras.

CB: De acuerdo. (Se aclara la voz.) Dime, ¿con cuánta frecuencia te masturbas?

VF: (Gritando y riéndose.) ¡Eso no vale! Yo no te estaba preguntado nada tan personal.

CB: Un disc-jockey de la radio lo haría.

VF: Pero tú te negarías a contestar, ¿verdad?

CB: Sí. Pero, si lo hiciera, la gente diría que soy esquiva. O que no llevo bien la fama. Mira, yo no quiero parecer difícil. Antes hablaba de mí misma todo el tiempo.

VF: ¿No te parece que estás exagerando?

CB: No. De verdad, hablaba mucho de mí. Pero cuando contaba algo sobre mí misma sentía como si se me erizara el vello.

VF: ¿Qué quieres decir?

CB: Por ejemplo, si conozco a alguien y esa persona ya lo sabe todo acerca de mí, me parece que la situación está desequilibrada. Al cabo de cierto tiempo, uno deja de hablar de gran parte de su vida porque, una vez que comparte las cosas, ya no son suyas. ¡Se van! Lo que quiero decir es que… No me estoy explicando demasiado bien.

VF: Pero ése es precisamente el precio de la fama, ¿no? Si quieres que la gente pague seis dólares por ir a verte, ¿no crees que tú les debes dar algo a cambio?

CB: No. No lo creo. El público paga por ver mi película, no por saber quién es mi jugador favorito de los Lakers o si llevaba trenzas cuando tenía cinco años.

VF: Así que no me vas a ayudar, ¿eh?

CB: ¡Eres implacable!

VF: ¡Por favor! Cuéntanos algo, cualquier cosa.

CB: (Suspiros.) Está bien. Pero sólo porque quizá sirva para que otras chicas no hagan la misma tontería que hice yo. Aunque, claro, no creo que sirva para nada. ¿A quién estoy intentando engañar?

VF: Vamos, vamos. ¡Estamos esperando!

CB: Está bien, pero es una estupidez. No es una anécdota graciosa, sino más bien una estupidez, una estupidez peligrosa. (Suspiros.) Cuando vine a California tenía diecinueve años. Casi no tenía dinero. Vine conduciendo yo sola con Gunther.

VF: ¿Quién es Gunther?

CB: Gunther es una vieja furgoneta Volkswagen con las llantas peladas que siempre se calienta demasiado. Prácticamente tuve que cruzar las montañas Rocosas muy despacio para que el motor no se calentara demasiado. Desde luego, no es una furgoneta segura. Y, para ahorrar, paraba en la cuneta o en cualquier aparcamiento y dormía allí mismo, en la furgoneta. Todavía me cuesta creer que lo hiciera.

VF: Y… ¿te ocurrió algo terrible?

CB: No, pero ésa no es la cuestión. La mayoría de la gente era increíblemente simpática, pero me ocurrieron cosas que podrían haber sido… No sé… Peligrosas.

VF: ¿Como qué?

CB: Como la vez que un tipo intentó arrastrarme hasta su coche. O esa otra vez que otro tipo se subió encima de la furgoneta y no se quería bajar; estaba completamente drogado.

VF: Pero, de todas formas, conseguiste llegar, ¿verdad? ¿No es eso lo que importa?

CB: No. Yo tuve suerte. Pero puede que otra chica no la tenga.

VF: Tienes razón. Pero no puedo resistirme a preguntarte una cosa. ¿Quién es tu jugador favorito de los Lakers?

La entrevista continuaba durante un par de páginas más. Cuando Lassiter acabó de leerla, la dejó a un lado y cogió otro artículo. Pero después cambió de idea. La historia de la furgoneta tenía alguna relación con otra cosa. Pero ¿el qué?

Entonces se acordó. La revista L. A. Style había publicado un artículo con el titular «Esto es todo, amigos. ¡Calista se marcha!»

¿Se habría traído ese artículo? Lassiter había dejado la mayoría del material de Calista en Washington. Sólo había llevado consigo lo que todavía no había leído y varios artículos que le habían parecido que podrían ser importantes. El artículo del L. A. Style debería estar entre estos últimos. Y, de hecho, lo estaba. Lo sacó del montón que tenía en el maletín y pasó las páginas.

Era una entrevista concedida en el hotel Beverly Hills, donde Calista se estuvo hospedando después de vender su casa. El artículo estaba abarrotado de detalles irrelevantes expuestos con gran precisión. Los ojos de Calista eran de color «añil herido». Calista contestaba las preguntas «con el cinismo sincopado de un amante maltratado». ¿Qué querrá decir eso?, se preguntó Lassiter.

Las columnas de texto rodeaban una fotografía de la estrella de cine. Calista llevaba una blusa y unos pantalones cortos. Estaba sentada con las piernas cruzadas. «La única señal de tensión era el movimiento esporádico de un dedo del pie», escribía el articulista.

Se estaba despojando de los lazos que la unían a la ciudad. Eso estaba claro. Había vendido su casa y sus muebles y había devuelto el Bentley a los estudios. En el pasillo de entrada de su suite encontré una maleta solitaria detrás la puerta.

Le pregunté por sus planes. Ella permaneció sentada en la bóveda de silencio en la que habita desde que se celebró el juicio. Después se sacudió la melena y dijo: «Ya se me ocurrirá algo.» Estaba removiendo el líquido transparente del vaso que tenía delante con una pajita, observando cómo las gotas de condensación caían por el perfil externo del vaso.

«¿No te has quedado con nada?»

Calista movió la cabeza.

«¿Nada? ¿Ni siquiera algo de ropa? ¿Ni una foto? ¿Qué me dices del Mercedes?

«Lo he vendido», respondió Calista. Detrás de ella, una lagartija subía por la pared soleada del bungalow. Se movía tan deprisa que parecía una alucinación. Calista sonrió, se puso las gafas y se levantó. Estaba claro que la entrevista había terminado.

«Estaba pensando que podría irme en el mismo caballo en que llegué», dijo Calista. Después se dio la vuelta y se marchó.

Lassiter dejó el artículo sobre la mesa y frunció el ceño. Se sentía desilusionado. Pensaba que el artículo daría más de sí. De todas formas: «Podría irme en el mismo caballo en que llegué.» Estaba claro. Se refería a Gunther. Si se interpretaba literalmente, el caballo era la furgoneta. Así fue como había llegado a California: en Gunther.

Cogió el teléfono y llamó a Gary Stoykavich a Minneapolis.

– ¿Tiene algo nuevo para mí? -le preguntó Lassiter.

– No.

– Pues déjeme que le haga una pregunta: ¿se podría enterar de qué tipo de coche tenía Williams cuando vivía en Minneapolis?

– Eso ya lo sé -dijo el detective. -Tenía dos coches. Un Honda Accord que compró aquí y un Volkswagen.

– ¿Un escarabajo?

– No. Una furgoneta.

– ¿De verdad? -inquirió Lassiter.

– Sí, así es. Y lo gracioso del caso es que cuando se marchó se llevó la furgoneta. Dejó el Honda tirado en el garaje y se llevó la maldita furgoneta. Claro que puede que necesitara mucho espacio para cargar cosas. En cualquier caso, eso es lo que piensa Finley.

– Así que Finley sabe que tenía una furgoneta.

Era una afirmación, no una pregunta. Lassiter vio cómo su efímera alegría se desvanecía al tiempo que la posible pista se encontraba con un nuevo callejón sin salida. Si Finley sabía que se había ido en una furgoneta, sin duda le habría seguido la pista al vehículo.

– Sí, claro que sí -contestó Stoykavich. -Finley mandó el nombre de Marie A. Williams y su número de la Seguridad Social a las jefaturas de tráfico de todos los estados del país, incluido Alaska.

– ¿Y no dio con nada?

– Creo que dio con un montón de Williams, pero ninguna era propietaria de una furgoneta Volkswagen.

– ¡Joder!

– ¿Qué pasa? ¿Son malas noticias?

– No -mintió Lassiter. Después le dio las gracias y colgó.

Desde luego que eran malas noticias. Y lo peor de todo era que Grimaldi y sus amigos le llevaban una ventaja de tres o cuatro meses. Y, aunque, sin duda, habrían concentrado todos sus esfuerzos en eliminar a las mujeres y los niños que fueran más fáciles de encontrar, tres o cuatro meses era mucho tiempo. «Por otro lado -pensó Lassiter, -seguro que hago este tipo de trabajo mejor que ellos. Y, si a mí me está costando tanto, no creo que a Grimaldi le vaya mucho mejor.»

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