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Se reclinó en su asiento y soltó otra risotada. No por primera vez, se preguntó cómo eran tan insensatos para creer que podían derrotarlo.

Mientras sonreía, pensando en las desagradables sorpresas para los padres y la familia de Ashley, el teléfono móvil sonó.

Dio un respingo. No tenía amigos que pudieran llamar. Había renunciado a su trabajo de mecánico, y nadie en el colegio donde de vez en cuando asistía a clases tenía su número.

Miró el visor que identificaba la llamada y leyó un nombre que le paró el corazón: «Ashley.»

Antes de darme el nombre del detective, ella me había hecho prometer que sería discreto.

– No dirás nada. Nada que lo ponga en alerta. Promételo o no te daré su nombre.

– Seré cauteloso. Lo prometo.

Ahora, en la sala de espera de la comisaría, sentado en un sofá gastado, estaba menos seguro de mi discreción. A mi derecha se abrió una puerta por la que salió un hombre de aproximadamente mi edad. De pelo canoso y con una chillona corbata gris, exhibía un estómago prominente y una sonrisa tranquila. Me tendió la mano y nos presentamos. Me indicó su mesa.

– Bien, ¿en qué puedo ayudarle?

Repetí el nombre que le había dado en una anterior llamada telefónica. Asintió.

– No tenemos demasiados homicidios por aquí. Y cuando los tenemos, suelen ser novio-novia, marido-esposa. Éste fue un poco diferente. Pero ¿cuál es su interés en el caso?

– Algunas personas me sugirieron que podría ser una buena historia para un libro.

El detective se encogió de hombros.

– Ya. Bueno, la escena del crimen era un caos, un auténtico caos. La investigación fue engorrosa. No somos exactamente la brigada de Homicidios de Hollywood -dijo, señalando alrededor. Era un sitio modesto, donde todo, incluyendo los hombres y mujeres que trabajaban allí, mostraba el deterioro de la edad-. Pero, aunque la gente piense que somos tontos como borregos, al final lo resolvimos todo…

– No lo creo -dije-. Que sean tontos como borregos, me refiero.

– Bueno, usted es la excepción que confirma la regla. Normalmente la gente se ríe hasta que está sentada y esposada frente a nosotros, los acusamos formalmente y se enfrentan a un sentencia seria. -Hizo una pausa, sopesándome-. No trabajará para el abogado defensor, ¿eh? ¿Uno de esos que se cuelan en un caso y tratan de encontrar algún error al que agarrarse en un tribunal de apelaciones?

– No. Sólo busco una historia para un libro, ya se lo he dicho.

Él asintió, pero no supe si me creía del todo.

– Si usted lo dice… -repuso-. Podría ser una historia, sí, pero es antigua. Muy bien, aquí tiene.

Metió la mano bajo la mesa, sacó un archivador estilo acordeón y lo abrió sobre su mesa. Contenía unas brillantes fotos en color que extendió encima de todos los papeles. Me incliné hacia delante y vi que las fotos mostraban basura y desorden. Y un cadáver.

– Un caos -murmuró el detective-. Como le he dicho.

42 El arma en la bota

Casi al mismo tiempo que Catherine y Ashley rodeaban la manzana preguntándose dónde andaría Michael O'Connell, Scott estaba aparcado al fondo de un área de descanso arbolada en la carretera 2. El sitio quedaba oculto a la carretera por árboles y matorrales. Por eso, en parte, habían elegido esa carretera como ruta a Boston. No era tan rápida como la autopista, pero había menos tráfico y coches patrulla. Estaba en su vieja furgoneta; el Porsche había quedado en casa.

Oía su respiración entrecortada. Se dijo que era una locura, que por grande que fuese la tensión en ese momento, sin duda sería mucho peor al final del día. Su paciencia fue recompensada unos minutos más tarde cuando vio un Ford Taurus blanco último modelo aparcar en la zona de descanso. Se detuvo a seis metros de él. Hope iba al volante.

Scott cogió del asiento del pasajero una pequeña bolsa de deporte roja. Sonó a metálico. Se apeó y cruzó rápidamente el aparcamiento.

Hope bajó la ventanilla.

– Vigila -dijo él sin más-. Si ves que llega alguien, avísame.

Ella asintió.

– ¿Dónde las…?

– Anoche. Después de medianoche. Fui hasta el aparcamiento del aeropuerto de Hartford.

– Buena idea -dijo ella-. Pero ¿no tienen cámaras de seguridad en el aparcamiento?

– Fui a la zona exterior. Esto sólo durará un segundo. ¿Es alquilado?

– Sí. Es más seguro así.

Scott abrió la bolsa roja y se dirigió a la parte trasera del coche.

Sólo tardó cinco minutos en cambiar las matrículas de Massachusetts por las de Rhode Island cogidas de un coche la noche anterior. En la bolsa también había una pequeña llave de rosca y unos alicates. Guardó las matrículas reales del coche en la bolsa y se la tendió a Hope.

– No olvides reponerlas cuando devuelvas el vehículo.

Hope asintió. Ya parecía pálida.

– Mira, llámame si tienes algún problema. Estaré bastante cerca y

– ¿Crees que si hay algún problema tendré tiempo de hacer una llamada?

– No, claro que no. Muy bien, me guiaré… -Calló. Demasiado que decir. No había palabras suficientes.

Scott dio un paso atrás.

– Sally debe de estar de camino por la autopista.

– Entonces me marcho -dijo Hope. Colocó la bolsa de deporte en el asiento del pasajero.

– No superes el límite de velocidad -le advirtió él-. Te veré dentro de un rato.

Pensó que debería decir «buena suerte» o «ten cuidado», o darle ánimos de alguna manera. Pero no lo hizo. Vio cómo Hope salía del aparcamiento y consultó el reloj, tratando de calcular dónde estaría Sally. Seguía una ruta paralela hacia el este. Parecía un detalle tonto, cambiar las matrículas por un día, pero comprendía que, cuando Sally les había dicho que prestaran atención a los detalles pequeños y aparentemente insignificantes, había mucha verdad en esa advertencia. Todo lo que había aprendido hasta ese momento, de poco le serviría en las actuales circunstancias.

Al borde de una súbita cobardía, Scott volvió a su furgoneta y se preparó para dirigirse hacia el este y la incertidumbre.

Hope condujo hacia el cruce donde la interestatal se bifurcaba hacia el noreste. Siguió las indicaciones de Sally, sin superar nunca el límite de velocidad, y se dirigió al punto de reunión establecido por Sally. Decidió que lo mejor era compartimentarlo todo. Pensó en lo que se disponía a hacer como meras entradas de una lista de tareas, y pasaba rápidamente de una a otra.

Trató de pensar analítica y fríamente sobre las tres últimas.

«Cometer el crimen. No dejar ninguna huella. Escapar y reunirse con Sally.»

Deseó ser matemática para poder ver todo aquello como una serie de números y probabilidades y poder imaginar vidas y futuros como una fría estadística.

Eso era imposible. Así que intentó provocarse una especie de justa furia contra Michael O'Connell, y se repitió que aquella solución era la única que él, sin saberlo, les había dejado. Si lograba enfurecerse lo suficiente, la ira la impulsaría a cumplir con su cometido.

«Alguien tiene que morir para que Ashley viva», se dijo. Lo repitió una y otra vez, como un mantra perverso, a lo largo de varios kilómetros de carretera.

Recordaba partidos donde todo pendía de un hilo hasta el silbato final. En esas situaciones era fundamental reunir el último soplo de energía y hacer un esfuerzo supremo.

Como entrenadora, siempre había instado a las jugadoras a visualizar ese momento en que el triunfo o la derrota se equilibraban en la balanza, de modo que cuando llegara estuvieran psicológicamente preparadas para actuar sin vacilación.

Imaginaba que esta experiencia sería igual.

Y así, mordiéndose el labio, empezó a ver las cosas tal como las había imaginado Sally, con la ayuda de la descripción que Scott había hecho del lugar. Imaginó la casa decrépita y descuidada, el coche quemado en el patio delantero, aquella especie de cobertizo lleno de basura y componentes de motor. Creyó saber lo que habría dentro: periódicos y revistas, botellas de cerveza y comida para llevar, un rancio aroma de dejadez. Y él estaría allí. El hombre que había creado al hombre que había creado aquella amenaza contra todos ellos. Cuando se enfrentara a él, tendría que visualizar a Michael O'Connell.

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