Sonó el teléfono. Ahora sólo quería librarse por un rato de todos los problemas. Supuso que la llamada sería de Sally, tal vez para anunciar que iba a llegar tarde. Ya nunca llamaba para decir que llegaría temprano. Hope no quería oír esto, y su primer impulso fue ignorar la llamada.
El teléfono seguía sonando.
Se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo y volvió. Cogió el teléfono.
– Diga -dijo secamente.
– ¿Hope?
Hope no sólo oyó la voz de Ashley, sino un mundo de problemas.
– Hola, killer -respondió, utilizando el mote que sólo ellas dos conocían-. ¿Algo va mal? -añadió con un tono distendido que contrariaba no sólo su propia situación, sino el nudo que de pronto sintió en el estómago.
– Oh, Hope -gimió Ashley, y la otra percibió las lágrimas-. Creo que tengo un problema.
Sally estaba escuchando la emisora local de rock alternativo cuando empezó a sonar Poor, poor pitiful me, de Warren Zevon, y, por un motivo que no pudo comprender, se sintió obligada a pararse en el arcén, donde escuchó la canción completa, tamborileando con los dedos en el volante.
Luego se miró las manos. Las venas del dorso destacaban, azuladas como las carreteras en un plano. Sus dedos estaban tensos, tal vez un poco artríticos. Los frotó, tratando de recuperar parte de la flexibilidad perdida. En su juventud, muchas cosas hermosas destacaban en ella: su piel, sus ojos, las curvas de su cuerpo, pero lo que más le gustaba eran sus manos, que parecían contener notas en su interior. En su adolescencia tocaba el violoncelo y pensaba presentarse a las pruebas para Juilliard o Berklee, pero al final había seguido una educación más normal que, de algún modo, había desembocado en un marido, una hija, una aventura con otra mujer, un divorcio, una licenciatura en derecho, su trabajo actual y su vida actual.
Ya no tocaba el violoncelo. No lograba que sonara tan puro y sutil como antes, y prefería no escuchar sus errores. Sally no soportaba ser torpe.
La canción llegaba a su fin, y Sally se vio los ojos en el retrovisor. Lo ajustó para echarse un vistazo. Estaba a punto de cumplir los cincuenta; algunos la consideraban una fecha clave, pero ella la temía. Aborrecía los cambios en su cuerpo, desde los sofocos hasta el dolor en las articulaciones. Detestaba las arrugas que se formaban en las comisuras de los ojos. Y la piel floja de la barbilla y los glúteos. Sin decírselo a Hope, se había apuntado a un gimnasio local, y corría en la cinta sinfín y en las máquinas de marcha cuantas veces podía.
Había empezado a leer publicidad sobre cirugía plástica, e incluso había pensado en escapar a un spa de moda, aduciendo un viaje de trabajo. No sabía por qué escondía estas cosas a su compañera, pero reconocía lo que en sí mismo significaba.
Inspiró hondo y apagó la radio.
Por un momento pensó que le habían robado la juventud. Sintió un sabor amargo en la lengua, como si todo en su vida fuera predecible, establecido y fijado. Incluso su relación sentimental, que en algunas partes del país habría provocado habladurías y reprobación, en el oeste de Massachusetts era una rutina tan habitual como la llegada de las estaciones. Sally ni siquiera era una proscrita por sus preferencias sexuales.
Aferró el volante y dejó escapar un grito breve y furioso. No un grito, sino más bien un aullido de dolor. Luego miró alrededor, para asegurarse de que ningún peatón la había oído.
Puso el coche en marcha.
«¿Y ahora qué me espera? -se preguntó mientras se incorporaba al tráfico, consciente de que una vez más llegaba tarde para cenar-. ¿Alguna enfermedad horrible? ¿Tal vez cáncer de mama, osteoporosis, anemia?» Fuera lo que fuese, no sería peor que la furia sin control, la frustración y la locura que sentía latir en su interior y que no era capaz de dominar.
– Entonces, ¿las dos mujeres tenían problemas?
– Sí, supongo que puede decirse así. Pero eso no abarca todo
lo que significó la entrada de O'Connell en sus vidas, y cómo su mera presencia redefinió gran parte de lo que estaba sucediendo.
– Comprendo.
– ¿De verdad? No lo parece.
Estábamos en un pequeño restaurante, cerca del ventanal, y ella contemplaba la calle principal de la pequeña ciudad universitaria donde vivíamos. Sonrió y se volvió hacia mí.
– Lo damos todo por hecho en nuestras bonitas y seguras vidas de ciudadanos de clase media, ¿verdad? -Y añadió-: Los problemas a veces ocurren no sólo cuando menos los esperamos, sino cuando estamos menos preparados para hacerles frente, -Había una pizca de nerviosismo en su voz que parecía fuera de lugar en aquella hermosa y casi perezosa tarde.
– De acuerdo -suspiré-. Así que la vida de Scott no era lo que se dice perfecta, aunque, en conjunto, no estaba tan mal. Tenía un buen trabajo, cierto prestigio y un sueldo más que aceptable, que debería haber compensado por al menos parte de su soledad. Y Sally y Hope estaban pasando por un momento difícil, pero aun así tenían recursos. Recursos significativos. Y Ashley, a pesar de ser educada y atractiva, afrontaba también una etapa escabrosa. Así es la vida, ¿no? ¿Cómo…?
Ella me interrumpió, alzando la mano como un guardia de tráfico, mientras con la otra cogía su vaso de té. Bebió antes de responder.
– Necesitas perspectiva. De lo contrario, la historia no tendrá sentido.
No respondí.
– Morir es algo muy simple -prosiguió-. Pero hay que aprender que todos los minutos que llevan a ese desenlace, y todos los minutos posteriores, son terriblemente complicados.
11 La primera respuesta
A Sally le extrañó que la puerta estuviera abierta. Anónimo estaba tendido junto a la entrada, medio dormido medio montando guardia. Alzó la cabeza, y agitó la cola al verla. Sally lo rascó entre las orejas, que era más o menos hasta donde llegaba su relación con el perro. Sospechaba que si Jack el Destripador hubiera aparecido con una galleta en una mano y un cuchillo ensangrentado en la otra, Anónimo se habría abalanzado hacia la galleta.
Alcanzó a oír el final de una conversación mientras dejaba el maletín en el pequeño vestíbulo.
– Sí… sí. De acuerdo, comprendo. Volveremos a llamarte esta noche. No te preocupes, todo saldrá bien. Sí. Hasta luego.
Sally oyó el auricular volver a su horquilla, y luego a Hope resoplar y añadir:
– Dios mío…
– ¿Qué ocurre? -preguntó Sally.
Hope se volvió.
– No te he oído entrar…
– La puerta estaba abierta. -Sally observó su atuendo deportivo y añadió-: ¿Salías o entrabas?
Hope ignoró la pregunta y el tono.
– Era Ashley -dijo-. Está muy preocupada. Resulta que es verdad que tuvo relación con un tipo de Boston, y ahora se siente asustada.
Sally vaciló un instante.
– ¿Qué significa «tuvo relación»?
– Tendrías que preguntárselo a ella. Yo he entendido que tuvo un rollo de una noche y ahora el tipo no la deja en paz.
– ¿El mismo que escribió la famosa carta?
– Así parece. No deja de insistir en «estamos hechos el uno para el otro», pero será mejor que Ashley te lo explique. Parecerá, no sé, más real, si se lo oyes a ella.
– Bueno, supongo que la niña está haciendo una montaña de un grano de arena, pero…
Hope la interrumpió.
– No me lo pareció. Desde luego que puede ser melodramática cuando se lo propone, pero la oí asustada de verdad. Creo que deberías llamarla ahora mismo. Le hará bien hablar con su madre. Para tranquilizarse, ya sabes.
– ¿Ese tipo le ha pegado? ¿O amenazado?
– No exactamente. Sí y no. Es difícil de decir.
– ¿Qué quieres decir con «no exactamente»? -repuso Sally con rudeza.
Hope sacudió la cabeza.
– Quiero decir que «voy a matarte» es una amenaza clara, pero «siempre estaremos juntos» también podría serlo, aunque más sutil. Es difícil de decir hasta que oigas las palabras por ti misma. -Sally se mostró irritantemente tranquila al respecto. Esto sorprendió a Hope-. Llama a Ashley -repitió.