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Se paseó por la grava del aparcamiento, esperando el autobús, y pensó que la vida no le había dado los nietos que había esperado, pero en cambio el destino le había traído a Ashley. Desde el primer momento en que la había visto y la niña había preguntado tímidamente «¿Quieres ver mi habitación y que leamos un libro juntas», Catherine había entrado en un reino completamente diferente, donde Ashley quedaba exenta de todas las decepciones y dificultades que experimentaba con su hija, Hope.

– Por Dios -masculló Catherine-. ¿Cuánto puede retrasarse un autobús?

En ese momento oyó los resoplidos del motor diesel, aminorando para tomar la curva, y los faros hendieron la oscuridad del aparcamiento. Avanzó rápidamente, agitando ya los brazos por encima de la cabeza a modo de saludo.

La secretaria de Sally la llamó por el intercomunicador.

– Tengo a un tal señor Murphy al teléfono. Dice tener información para usted…

– Pásamelo -dijo la abogada-. Hola, señor Murphy. ¿Qué tiene para mí?

– Bueno, todavía no demasiado, pero supuse que querría estar al corriente enseguida, dada la, hum, naturaleza personal de esta investigación.

– Correcto. Cuénteme lo que sepa.

– Bueno, creo que no hay motivo para preocuparse demasiado. Es un problema, sí, pero los he visto peores.

Sally respiró con alivio.

– Muy bien. Adelante.

– El chico tiene un historial. No muy largo y sin muchas banderas rojas, si me entiende, pero suficiente para tomar precauciones.

– ¿Violencia?

– No demasiada. Peleas, riñas de bar, esa clase de cosas. Siempre a puñetazo limpio. Eso es buena señal, aunque también puede significar que simplemente no lo han pillado con un arma… Parece un mal tipo, desde luego, pero no creo que sea más que un peso ligero. Quiero decir que he visto su perfil mil veces, y con un poco de presión se doblan como una vara. Puedo hacerle una pequeña visita con un par de amigos, para meterle miedo en el cuerpo y dejarle claro que lleva las de perder. Tal vez le ayude a comprender que otra clase de vida sería más sana para él…

– ¿Se refiere a amenazarlo?

– No, abogada. No soy partidario de la violencia en ningún caso… -Murphy hizo una pausa para que Sally entendiese que era partidario de todo lo contrario-. Además, como abogada, usted nunca me contrataría para que hiciera daño a nadie. Eso lo comprendo. Lo que estoy diciendo es que se le puede, digamos, intimidar. Todo dentro de la ley, ya me entiende.

– Es un paso que deberíamos considerar.

– Por supuesto. Tampoco incrementará mucho mis honorarios. Sólo las habituales dietas por desplazamiento y un pequeño extra para mis socios, ya sabe.

– Ya -dijo Sally-. Aunque no estoy segura de querer implicar a nadie más. Incluso socios de cuya discreción pueda usted responder. Desde luego, ningún policía fuera de servicio que después pudiera ser llamado a declarar en un tribunal bajo juramento. Sólo intento ser precavida, anticipar futuros imprevistos. Hay que cubrir todas las bazas, por así decirlo.

Murphy pensó que los abogados eran incapaces de comprender la diferencia entre la realidad tal como se vivía en la calle y la versión coherente y sensata que luego se daba de ella en un juicio. «Hay distinciones que nunca entenderán -se dijo-. A veces malditas distinciones.» Suspiró, pero no dejó que se notara en su voz.

– Tiene usted razón, abogada. No obstante, creo que podría encargarme personalmente de esta parte del encargo, sin implicar a nadie relacionado con la policía.

– Sería aconsejable.

– ¿Continúo, pues?

– Prepare un plan de acción, señor Murphy, y luego lo comentamos.

– De acuerdo. La llamaré. -Y colgó.

Sally permaneció sentada, sintiéndose inquieta a la vez que aliviada, lo cual era una contradicción.

Era un típico cementerio urbano situado en una zona poco frecuentada de la pequeña ciudad, rodeado por una verja de hierro negro. Mis ojos repasaron las filas de lápidas grises. Crecían en altura a medida que ascendían por la pendiente de la colina. Simples losas de granito daban paso a estructuras y formas más elaboradas. Las palabras talladas en las lápidas también se volvían más elaboradas, no sólo nombre y fechas. Por lo que sabía de él, pensé que no era probable que Murphy estuviera enterrado bajo querubines tocando trompetas.

Me adentré entre las hileras, sintiendo que la camisa se me pegaba a la espalda y el sudor me perlaba la frente. Al fondo vi una sencilla y modesta lápida con el nombre «Matthew Thomas Murphy» y las fechas de rigor. Nada más.

Anoté las fechas y me quedé allí un instante.

– ¿Qué ocurrió? -pregunté en voz alta.

Ni siquiera un soplo de brisa o una visión espectral contestaron. Entonces, con leve irritación, pensé en quién podría tener la respuesta a esa pregunta.

A un par de manzanas del cementerio había una gasolinera con una cabina telefónica. Inserté unas monedas y marqué el número.

– Me mentiste -le reproché cuando ella contestó.

Ella inspiró hondo.

– ¿A qué viene eso? -repuso-. Mentir es una palabra muy fuerte.

– Me dijiste que fuera a ver a Murphy. Y lo he encontrado en un cementerio. ¿Eso no es mentir? Yo creo que sí. ¿De qué va todo esto?

Ella vaciló.

– Pero ¿qué viste? -preguntó.

– Vi una tumba y una lápida barata.

– Entonces no has visto suficiente.

– ¿Qué más había que ver, demonios?

Su respuesta sonó fría y profesional:

– Mira con más atención. Con mucha más atención. ¿Te habría enviado allí sin un motivo? Tú ves una losa de granito con un nombre y unas fechas. Yo veo una historia. -Y colgó.

24 Intimidación

Estimó que dedicar un día más a Michael O'Connell sería más que suficiente.

Matthew Murphy tenía encargos más importantes que demandaban su atención. Tomar fotografías comprometedoras, pruebas de evasión de impuestos, gente a la que seguir, gente a la que enfrentarse, gente que interrogar. Sally Freeman-Richards no era una abogada de éxito: no tenía un BMW ni un Mercedes, y sabía que la modesta minuta que iba a enviarle incluiría algún descuento de cortesía. Tal vez sólo la oportunidad de asustar a aquel gusano valía un descuento del diez por ciento. Ya no tenía muchas oportunidades de ejercer presión sobre gentuza como aquel O'Connell, y lo echaba en falta. «No hay nada como hacerse el duro para que el corazón bombee y la adrenalina fluya», se dijo.

Metió el coche en un aparcamiento a dos manzanas de la casa de O'Connell. Subió varios niveles hasta asegurarse de estar solo, aparcó y abrió el maletero. Allí guardaba discretamente su artillería: una larga funda roja contenía un fusil Colt AR-15 automático con un cargador de veintidós disparos; lo consideraba su arma «para resolver rápidamente problemas gordos», porque tenía potencia para volar por los aires cualquier cosa. En una funda más pequeña, amarilla, tenía una automática calibre 380 en una sobaquera. En una funda negra, un Magnum 357 con un tambor de seis balas llamadas «matapolis», porque penetraban los chalecos antibalas que usaban la mayoría de las fuerzas policiales.

Para este caso, pensó que la 380 sería suficiente. Seguramente le bastaría con que O'Connell supiera que la llevaba encima, cosa que se conseguía con una chaqueta sin abrochar. Murphy tenía experiencia en toda clase de intimidación.

Se colocó la sobaquera, sacó un par de finos guantes negros de cuero y, como acostumbraba, desenfundó rápidamente un par de veces. Una vez comprobó que sus viejas habilidades seguían casi intactas, se puso en marcha.

La brisa hizo revolotear hojarasca y desechos alrededor de sus pies mientras avanzaba por la acera. Quedaba suficiente luz natural para encontrar una sombra conveniente frente al edificio de O'Connell. Una vez apostado contra una pared de ladrillo, vio encenderse las farolas de la calle. Esperaba no tener que montar guardia demasiado tiempo, pero era un hombre paciente que conocía el arte de la espera.

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