O que echara de menos a uno.
Se agachó rápidamente y agarró al gato blanco y negro bruscamente por el lomo. El gato maulló y lo arañó.
O'Connell contempló el súbito arañazo rojo en el dorso de su mano. Aquel hilo de sangre le facilitaría hacer lo que tenía en mente.
Ashley Freeman permaneció acostada en la cama.
– Tengo problemas -susurró para sí.
Y se quedó sin apenas moverse hasta que el sol asomó a su ventana, perfilando las sombras suaves que daban a su habitación aspecto de cuarto de niña pequeña. Un rayo de luz se movía lentamente por la pared. Algunas de sus propias obras estaban colgadas allí, dibujos a carboncillo hechos en una clase de Anatomía, una del torso de un hombre que le gustaba, otra de la espalda de una mujer que se curvaba sensualmente a lo largo de la página blanca. Había también un original autorretrato: sólo había dibujado con detalle la mitad de su cara, dejando el resto en la penumbra.
– Esto no puede estar sucediendo -dijo.
Naturalmente, pensó, todavía no sabía qué era «esto».
La llamé más tarde ese mismo día. No me molesté con amabilidades ni tonterías, sino que fui directo a la primera pregunta.
– ¿De dónde vino exactamente la obsesión de Michael O'Connell?
Ella suspiró.
– Es algo que tienes que descubrir por ti mismo. ¿Ya no recuerdas lo que es ser joven y encontrarte de repente con un arrebatador momento de pasión? La aventura de una sola noche, el encuentro casual. ¿Te has vuelto tan mayor que no te acuerdas de cuando las cosas eran todo posibilidad?
– De acuerdo, sí -dije-. Quizá me he vuelto mayor demasiado aprisa.
– Sólo había un problema. Todas esas experiencias son más o menos benignas, como mucho embarazosas. Errores que te hacen ruborizar, o momentos que guardas para ti mismo y nunca mencionas a nadie. Pero no fue este caso. Ashley, en un momento de debilidad, resbaló una vez y entonces, bruscamente, se encontró inmersa en un camino de barro. Un camino de barro no es necesariamente letal, pero Michael O'Connell lo era.
Hubo una pausa y luego dije:
– Encontré a Will Goodwin. No se llama Goodwin.
Ella vaciló, y en las palabras que llegaron lentamente a través de la línea telefónica se notó una leve sorpresa.
– Bien. Probablemente has descubierto algo importante. Al menos, tu comprensión del… hum… potencial de Michael O'Connell debería haber aumentado. Pero no es ahí donde empezó todo y probablemente tampoco es donde termina. No sé. Eres tú quien ha de averiguarlo.
– De acuerdo, pero…
– Tengo que irme. Ahora te hallas en el mismo punto que Scott Freeman, antes de que las cosas empezaran a volverse… bueno, no estoy segura de la palabra adecuada. ¿Tensas? ¿Difíciles? Él sabía algunas cosas, pero no muchas. Lo que tenía principalmente era carencia de información. Creía que Ashley podía estar en peligro, pero no sabía cómo, ni exactamente dónde o cuándo, ni ninguna de esas cosas que nos preguntamos cuando percibimos una amenaza. Scott Freeman sólo tenía unas pocas cosas de qué preocuparse. Sabía que no era el principio y sabía que no era el final. Era como un científico, lanzado en medio de una ecuación, tratando de averiguar qué camino seguir para encontrar una respuesta…
Ella hizo una pausa, y por primera vez sentí un atisbo del mismo escalofrío.
– Debo irme -dijo-. Volveremos a hablar.
– Pero… -empecé. Ella me interrumpió.
– Indecisión -dijo-. Es una palabra sencilla. Pero conduce a cosas feas, ¿no? Naturalmente, lo mismo puede pasar siendo alocado a la hora de decidir. Ése es más o menos el dilema. Actuar o no actuar. Una cuestión intrigante, ¿no crees?
5 Anónimo
Cuando Hope entró por la puerta de su casa, por instinto batió dos veces las palmas. Oyó a su perro correr a su encuentro desde el salón, donde pasaba la mayor parte del tiempo asomado al ventanal, esperando su regreso. Los sonidos le resultaron familiares; primero el golpe, cuando saltaba del sofá donde le permitían encaramarse, luego el repiqueteo de las uñas contra el parquet, el resbalón sobre la alfombra oriental, y finalmente el galope urgente cuando se abalanzaba hacia el vestíbulo. Ella sabía que tenía que soltar la compra o los periódicos y prepararse para el recibimiento.
«No hay nada que supere emocionalmente al recibimiento de un perro», pensó. Se arrodilló y dejó que le lameteara el rostro, mientras su cola marcaba un fuerte ritmo contra la pared. «Es algo que saben quienes tienen perros -pensó Hope-: a pesar de que todo lo demás vaya mal, el perro siempre sacude la cola cuando entras en casa.» Su perro era un cruce extraño. El veterinario le había dicho que era el resultado de un retriever dorado y un pitbull, lo cual le daba un pelaje corto y rubio, un hocico chato y una lealtad feroz e inquebrantable, menos la desagradable agresividad, y un grado de inteligencia que a veces le sorprendía incluso a ella. Lo había comprado en un refugio donde lo habían entregado cuando era un cachorrito. Preguntó por su nombre al encargado y éste le dijo que aún no estaba bautizado, por así decir. Así que, en un arrebato de creatividad levemente maliciosa, lo bautizó como Anónimo.
Cuando era un perro joven, ella le enseñó a recuperar los balones perdidos en los entrenamientos, un espectáculo que nunca dejaba de divertir a las chicas de los equipos que entrenaban. Anónimo esperaba pacientemente junto al banquillo, con una expresión tonta, hasta que ella le hacía una señal con la mano. Entonces cruzaba el césped, rodeaba la pelota y, empujándola con el hocico y las patas, corría hacia donde ella esperaba con una bolsa de red. Les decía a las chicas que, cuando aprendiesen a conducir el balón como Anónimo, entonces serían campeonas.
Ahora era demasiado viejo, no veía ni oía demasiado bien, y tenía un poco de artritis. Recoger una docena de pelotas era probablemente más de lo que podía pedírsele, así que ella lo llevaba cada vez menos a los entrenamientos. No le gustaba pensar en su fin: había estado con ella casi tanto tiempo como Sally Freeman.
A menudo pensaba que, si no hubiera sido por Anónimo, ella no habría tenido éxito en su relación con Sally. Había sido el perro quien las había obligado a Ashley y a ella a encontrar un territorio común. Los perros conseguían esa clase de cosas sin esfuerzo. En los días posteriores al divorcio, cuando Sally y Ashley se fueron a vivir con ella, Hope recibió toda la frialdad que una hosca niña de siete años era capaz de acumular. Toda la furia y el dolor que Ashley sentía fueron ignorados por Anónimo, que se volvió loco de alegría con la llegada de la niña, sobre todo tratándose de una con la energía de Ashley. Así que Hope reclutó a Ashley para sacar a pasear al cachorro con ella y adiestrarlo, cosa que hicieron con resultados dispares: era bueno recogiendo cosas, pero no
hacía caso cuando se trataba de hurgar en los muebles. Y así, hablando de los éxitos y fracasos del perro, llegaron por fin a un acuerdo, luego a una comprensión, y finalmente a una sensación de fraternidad que había roto muchas de las otras barreras que las separaban.
Hope acarició a Anónimo tras las orejas. Le debía más de lo que él le debía a ella, pensó.
– ¿Tienes hambre? ¿Quieres comer?
Anónimo ladró una vez. Era una pregunta tonta para un perro, pensó ella, pero le gustaba oírla. Fue a la cocina y recogió el cuenco del suelo, mientras empezaba a pensar en qué le prepararía a Sally para cenar. Algo interesante, decidió. Un trozo de salmón con salsa de crema de hinojo y arroz. Era una cocinera excelente, y se enorgullecía de lo que preparaba. Anónimo se sentó, expectante, golpeando el suelo con la cola.
– Tú y yo somos iguales -le dijo ella-. Los dos esperamos algo. La diferencia es que tú sabes que es la cena, y yo no estoy segura de lo que espero.