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41 Despliegue

Sally miró a Hope. Estaban en su dormitorio, y sólo la lámpara de la mesilla de noche proyectaba una tenue luz amarilla en la habitación.

– No puedo permitir que lo hagas -dijo Sally.

– No tienes elección -contestó Hope encogiéndose de hombros-. Creo que la decisión está tomada. De todas maneras, probablemente es lo menos peligroso de esta empresa. -Eso no era así, pero Hope no sabía hasta qué punto.

– ¿Empresa?

– A falta de mejor palabra.

Sally sacudió la cabeza.

– Una bomba estalla en un mercado y hablamos de «daños colaterales». Una operación quirúrgica sale mal y hablamos de «complicaciones». Matan a un soldado y se convierte en una «baja». Vivimos a base de eufemismos.

– ¿Y nosotras? -preguntó Hope-. ¿Qué palabra elegirías para tú y yo?

Sally frunció el ceño y se acercó a un espejo. En otra época había sido hermosa y vibrante. Ahora, apenas reconoció a la persona que le devolvía la mirada desde el cristal.

– Supongo que no sabemos qué nos deparará el día. Incertidumbre. Esa es la palabra.

Hope sintió un arrebato de emoción.

– Podrías decir que me amabas.

– Te amo -respondió Sally-. Es a mí a quien ya no amo.

Guardaron silencio mientras Sally observaba sus papeles.

– Cuando hagamos esto todo será diferente. Lo sabes, ¿verdad?

– Creí que el objetivo era hacer que todo volviera a ser como antes.

– Las dos cosas -dijo Sally, envarada-. Será las dos cosas.

Cogió una serie de papeles manuscritos.

– Esto es lo que harán Ashley y Catherine. ¿Quieres acompañarme a hablar con ellas? Mejor no, ¿eh? Si no estás presente, no podrán hacerte ninguna pregunta.

– Te esperaré aquí -dijo Hope. Se tumbó en la cama, se metió bajo el edredón, y sintió un escalofrío en la espalda.

Sally las encontró en la habitación de su hija.

– ¿Podréis hacer las cosas aquí anotadas sin hacer preguntas? -las interpeló-. No es mucho. Tengo que saberlo.

Catherine cogió la lista, la leyó rápidamente y se la entregó a Ashley.

– Creo que sí -dijo.

– El guión está escrito ahí. Voy a entregarte un teléfono móvil que perderás después de hablar con él -dijo Sally-. Puedes improvisar, claro, pero tienes que dejar claros los puntos principales. ¿Lo entiendes?

Ashley leyó el papel y asintió.

– ¿Podré…?

– Parece el principio de una pregunta -la interrumpió Sally con una sonrisa triste-. El tema es que debes, repito, debes convencer a O'Connell. Tiene que creérselo. Nos parece que la furia, los celos y una pizca de indecisión son la mezcla que lo animará. Si puedes encontrar una forma mejor de expresarlo, adelante. Pero el resultado debe ser exactamente el mismo. ¿Entendido? Hope, tu padre y yo contamos con eso. ¿Podrás hacer tu parte, Ashley, cariño? Mucho dependerá de tu capacidad de persuasión.

– ¿Mucho de qué?

– Ah, otra pregunta. De momento no tendrás respuesta. Mira ahí abajo. Números de teléfono. Espero que los memorices, porque al final del día este papel, y todo lo demás, será destruido. Es todo por ahora.

– ¿Ya está? -preguntó Ashley.

– Se te pide que hagas una parte, tal como pediste. Pero no sabrás el objetivo final. Además, no correrás casi ningún riesgo. Digamos que tu exposición al peligro será muy limitada. Catherine, cuento con que lo comprendas. Y que cumplas con todo lo indicado en la lista.

– No sé si me gusta -dijo Catherine-. No sé si me gusta actuar a ciegas.

– Bueno, todos estamos en territorio inexplorado. Pero necesito estar segura al cien por cien de nuestras funciones.

– Lo haremos, vale, aunque no veo…

– Exacto: no ves. -Sally se detuvo en la puerta y las miró-. Me pregunto si comprendes cuánto te queremos -dijo-. Y lo que estamos dispuestos a hacer por ti.

Ashley asintió con la cabeza.

– Lo mismo podría decirse de Michael O'Connell -intervino Catherine-, y por eso estamos aquí.

Desde el Porsche, Scott llamó al padre de O'Connell por el móvil que Sally le había proporcionado. Sonó tres veces antes de que el viejo respondiera.

– ¿Señor O'Connell? -dijo Scott con tono profesional.

– ¿Quién es? -Palabras pastosas, tras tres o más cervezas.

– Soy Smith.

– ¿Quién?

– Jones, si lo prefiere.

O'Connell soltó una carcajada.

– Oh, sí, claro. Eh, ese e-mail que me dio no funciona. Lo intenté y me vino de vuelta.

– Un ligero cambio en los procedimientos motivado por cuestiones de seguridad. No se preocupe. -Scott suponía que O'Connell tenía un ordenador sólo para acceder a las páginas web pornográficas-. Anote este número de móvil. -Leyó el número.

– Vale, lo tengo. Pero no he sabido nada de mi chico, y no espero saberlo.

– Señor O'Connell, me consta que las cosas podrían cambiar. Creo que tendrá noticias de él en breve. Cuando ocurra, llame a este número inmediatamente. El interés de mi jefe por hablar con su hijo ha aumentado en los últimos días. Su necesidad se ha vuelto, digamos, más urgente. Por tanto, como podrá comprender, cuando usted haga esa llamada él se mostrará bastante más generoso de lo previsto. ¿Entiende lo que estoy diciendo?

O'Connell vaciló.

– Sí -dijo-. Si el chico aparece las cosas saldrán mejor para mí, lo entiendo. Pero, como le digo, no he sabido nada de él y…

– Tenga paciencia. Por el bien de todos -dijo Scott, y cortó la comunicación.

Echó atrás la cabeza y bajó la ventanilla. Sentía que se ahogaba. La náusea casi se había apoderado de él, pero, cuando intentó vomitar, sólo pudo toser en seco.

Tomó aire y miró la hoja que le había dado Sally, con su lista de tareas. Había algo terrible en su habilidad para organizar, para pensar con precisión matemática algo tan difícil como lo que se disponían a acometer. Scott se sintió febril y la boca le sabía a bilis.

Creía que toda su vida había girado en una periferia secundaria. Había ido a la guerra, porque sabía que le correspondía a su generación, pero luego dio un paso atrás y se mantuvo a salvo. Las enseñanzas que impartía ayudaban a los estudiantes, pero no a sí mismo. Su matrimonio había sido un desastre humillante, salvo por Ashley. Y ahora, ya en la madurez, por primera vez se le pedía que hiciera algo verdaderamente excepcional, algo que rompía los cuidadosos límites que había impuesto en su vida. Una cosa era actuar como un padre colérico y decir «Voy a matar a ese cabrón» como simple desahogo. Y otra muy distinta era dar los pasos necesarios para matarlo efectivamente. Entonces vaciló y se preguntó si podría hacer algo más que decir algunas mentiras al padre de O'Connell.

«Mentir -pensó-. En eso soy bueno. Tengo mucha experiencia.»

Miró de nuevo la lista. Sabía que las palabras no iban a ser suficientes. Puso el coche en marcha y se dirigió a la primera ferretería que encontró. Tarde, tal vez a medianoche, tenía que hacer un viaje hasta el aeropuerto. No esperaba dormir mucho en las horas siguientes.

Era media mañana, y en la casa sólo quedaban Catherine y Ashley. Sally se había marchado vestida como para ir al despacho, con otras ropas guardadas en el maletín. Hope también había salido como si no sucediera nada fuera de lo corriente, con la mochila al hombro. Ninguna de las dos les había dicho nada sobre lo que les depararía el día. Y tanto Catherine como Ashley habían visto una expresión furtiva en sus ojos.

Si Sally y Hope habían dormido bien la noche anterior, no se notó en sus gestos tensos y palabras cortantes. Se habían movido con una disciplina militar que sorprendió a Ashley. Nunca las había visto comportarse con aquellos movimientos resueltos y aquellas miradas de acero.

Catherine entró resoplando.

– Algo se está cociendo, querida -dijo. Traía en la mano el papel de Sally.

– Eso es expresarlo suavemente -respondió Ashley-. Maldita sea. No puedo quedarme fuera como una espectadora.

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