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Me parecía que la verdad es a veces indeciblemente evasiva.

Cada día durante una semana, la foto en blanco y negro del niño muerto me miró desde las páginas del periódico. Tenía una sonrisa bellamente irónica, casi tímida, bajo unos ojos que parecían sugerir muchas cosas. Tal vez eso había dado mayor interés a la noticia, antes de que fuera tragada y desapareciera en la constante marcha de los acontecimientos; había algo deshonesto en la muerte. Alguien era engañado.

A nadie le importaba el niño. Al menos, no lo suficiente.

Supongo que yo no era muy distinto de todos los que leyeron la historia, o la escucharon en las noticias, o la discutieron a la hora del café. Hacía pensar en lo frágil que es la vida y lo endeble que es nuestro asidero a eso que pasa por felicidad. Supuse que, a su modo, esto es lo que quedó claro para Scott, Sally y Hope.

12 El primer plan

Scott cogió el coche a la mañana siguiente, tan temprano que el sol oblicuo reflejado en el embalse cerca de Gardner cegó momentáneamente el parabrisas con su resplandor. Normalmente cuando conducía el Porsche por la carretera 2, con sus tramos largos y vacíos a través de algunos de los paisajes menos atractivos de Nueva Inglaterra, pisaba el acelerador. Una vez lo multó un patrullero con cara de pocos amigos por ir a más de ciento cincuenta kilómetros por hora, y le endilgó el proverbial sermón sobre la seguridad vial. Cuando conducía solo y rápido, que era tan frecuentemente como podía, a veces pensaba que era el único momento en que no se comportaba según los cánones de su edad. El resto de su vida estaba dedicada a ser responsable y adulto. Sabía que la intrepidez que exhibía en la carretera se debía a algo que lo roía por dentro.

El Porsche empezó a zumbar con su peculiar tono, un recordatorio tipo «puedo ir más rápido si me dejas», y él se concentró en la conducción, pensando en la breve conversación mantenida con Ashley la noche anterior.

No había habido discusión sobre el motivo de ir a recogerla. Él había empezado con un par de preguntas, pero ella ya había hablado con Hope y con su madre, así que era probable que ya hubiera respondido esas mismas preguntas. Así que todo se redujo a «estaré allí temprano» y «no te molestes en aparcar, haz sonar el claxon y yo bajaré corriendo».

Scott suponía que, una vez en el coche, ella se sinceraría, al menos lo suficiente para hacer una valoración de las cosas.

Hasta ahora no sabía qué pensar. Constatar que su sombrío presentimiento tras leer la carta había acertado no le producía ninguna satisfacción.

Tampoco sabía hasta qué punto debería sentirse preocupado. En cierto sentido levemente egoísta, anhelaba ayudarla porque dudaba de tener muchas más oportunidades para actuar verdaderamente como un padre. Ella era casi una mujer adulta, y pronto dejaría de necesitar a sus padres como cuando era niña.

Scott se colocó las gafas de sol. «¿Qué necesita Ashley ahora?», se preguntó. Un poco de dinero extra. Tal vez una boda, en el futuro. ¿Consejo? Probablemente no.

Pisó el acelerador y el coche se tragó la carretera.

Era agradable que le necesitaran, pensó, pero dudaba que volviera a pasarle alguna vez. Al menos, no al estilo padre con hijo pequeño. Ashley estaba capacitada para salir ella sola del problema. De hecho, él intuía que ella así lo dejaría claro. Tal vez él tendría que limitarse a aplaudir desde la banda del terreno de juego y hacer un par de modestas sugerencias.

Cuando había encontrado aquella carta, lo habían asaltado los sentimientos protectores que solía experimentar durante la infancia de su hija. Ahora, mientras iba a buscarla, se daba cuenta de que su papel iba a ser secundario, a lo sumo de apoyo logístico, y que lo mejor sería guardar sus sentimientos para sí. Con todo, mientras los bosques que todavía conservaban sus colores otoñales iban quedando atrás, una parte de él se sentía entusiasmada por participar en la vida de su hija de una manera que no fuese meramente periférica. Scott sonrió.

Ashley oyó el claxon sonar dos veces, se asomó a la ventana y vio a su padre en el Porsche negro. Él la saludó con la mano, un gesto que era a la vez saludo y prisa, porque estaba bloqueando la estrecha calle y en Boston los conductores no se andan con chiquitas a la hora de encararse con los infractores de las normas de tráfico. A los bostonianos les encanta tocar el claxon y gritar improperios injuriosos. En Miami o Houston, ese tipo de incidente puede terminar con pistolas, pero en Boston se considera más o menos habla protegida.

Ashley cogió una maleta pequeña y cerró con llave su apartamento. Ya había desenchufado el contestador y apagado el móvil y el ordenador.

«Nada de mensajes. Nada de e-mails. Ningún contacto», pensó mientras bajaba las escaleras.

– Hola, cariño -dijo Scott al verla aparecer.

– Hola, papá -sonrió Ashley-. ¿Vas a dejarme conducir?

– Tal vez la próxima vez.

Era un chiste entre ellos. Scott nunca dejaba a nadie conducir su Porsche. Decía que era por cosa del seguro, pero Ashley sabía que el motivo era otro.

– ¿Eso es todo lo que vas a necesitar? -preguntó él, señalando la maletita.

– Sí. Ya tengo suficientes cosas allí, en tu casa o en la de mamá.

Scott sacudió la cabeza y sonrió mientras la abrazaba.

– Hubo una época -dijo con tono afectado-, por cierto no muy lejana, en que tenía que cargar con baúles y maletas y mochilas y enormes petates militares, todos repletos de ropa innecesaria, sólo para satisfacer tu capricho de cambiarte al menos media docena de veces al día.

Ella sonrió y rodeó el coche.

– Vámonos de aquí antes de que algún repartidor aparezca y decida aplastar tu cochecito fruto de la crisis de los cuarenta -bromeó.

Ashley se acomodó y cerró los ojos, experimentando por primera vez en horas una sensación de seguridad. Resopló lentamente, notando que se relajaba.

– Gracias por venir, papá -dijo sinceramente.

El deportivo se puso en marcha. Naturalmente, Scott no habría reconocido la figura que se deslizó hacia la sombra de un árbol cuando pasaron, pero ella lo habría hecho si hubiera tenido los ojos abiertos y hubiera estado más alerta.

Michael O'Connell la miró, tomando nota del coche, el conductor y la matrícula.

– ¿Escuchas alguna vez canciones de amor? -me preguntó ella sin que viniese a cuento.

Vacilé un momento antes de repetir:

– ¿Canciones de amor?

– Exacto. Canciones de amor. Ya sabes, «Dubi dubi dubi, me molas cantidubi», o «Helen, mi vida se llama Helen».

– Pues en realidad no. Quiero decir, supongo que lo hace todo el mundo, hasta cierto punto. ¿No tratan de amor el noventa y nueve por ciento de las canciones pop, rock, country, lo que sea, incluso punk? Amor perdido, amor no correspondido, amor bueno, amor malo… Pero ¿qué relación tiene con lo que estamos hablando…?

Me sentía un poco exasperado. Lo que quería era averiguar el siguiente paso de Ashley. Y desde luego quería saber más de Michael O'Connell.

– La mayoría de las canciones de amor no tratan del amor, sino de otras cosas relacionadas. Sobre todo de frustración, lujuria, deseo, necesidad, decepción. Rara vez tratan de lo que es realmente al amor. Si lo despojas de todos los aspectos vinculados, el amor no es más que dependencia mutua. El problema es que cuesta verlo, porque nos obsesionamos con alguno de los otros aspectos de la lista y supeditamos todas las emociones a eso.

– De acuerdo -dije-. ¿Y Michael O'Connell?

– Para él, el amor era furia. Ira.

Guardé silencio.

– Y le resultaba tan imprescindible como el aire que respiraba.

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