El momento siguiente era crucial.
«No te retrases ni un segundo -le había dicho Sally-. Debes entrar apenas él se vaya.»
Se levantó.
Hope podía oír la voz de Sally en su mente: «No vaciles. No esperes. Entra directamente. No digas una palabra. Sólo aprieta el gatillo, vuélvete y márchate.»
Hope inspiró hondo y se dirigió sigilosamente hacia el pequeño arco de luz que filtraba la puerta lateral. Giró el picaporte y entró en la casa.
Estaba en la cocina, pero podía ver la sala al fondo del pasillo, tal como Scott había descrito. Se quedó allí, casi petrificada, y vio que el padre de O'Connell empezaba a levantarse del suelo.
De pronto la vio, pero no pareció sorprendido.
– ¿Le envía el señor Jones? -preguntó mientras se sacudía el polvo-. Esa basura de hijo mío se ha marchado hace menos de un minuto en su coche.
Hope alzó el arma y apuntó.
El viejo O'Connell parecía confundido.
– ¡Eh! -dijo bruscamente-. Es al puñetero chico a quien quieren, no a mí.
Todo se había vuelto súbitamente grotesco: cada color más brillante, cada sonido más fuerte, cada olor más penetrante. La propia respiración de Hope resonaba en sus oídos atropelladamente. Trató de no pensar.
Apuntó directamente al corazón del viejo y apretó el gatillo.
Y no pasó nada.
El detective trajo una caja grande atada con una cinta roja y la dejó sobre su mesa. La abrió. Luego se inclinó hacia delante y me preguntó con una sonrisa:
– ¿Sabe cómo se portan los niños la mañana de Navidad, cuando se quedan mirando todos esos paquetes envueltos bajo el árbol?
– Claro. Pero ¿qué…?
– Recoger pruebas es un poco como eso. Los niños siempre piensan que el regalo más grande será el mejor, pero a menudo no lo es. Es la caja menos llamativa la que a veces contiene el regalo más valioso. En cierto modo, eso también nos pasa a nosotros. El detalle más pequeño puede convertirse en el más grande cuando se llega a juicio. Así que cuando estás en la escena del crimen y recoges esto y lo otro, o cuando cumples una orden de registro, hay que tener en cuenta todas las piezas.
– ¿Y en este caso?
El detective sonrió. Sacó una pistola dentro de una bolsa de plástico sellada. Me tendió el arma y la miré a través del plástico. Vi residuos de polvo recogehuellas en la culata y el cañón.
– Tenga cuidado -dijo-. No creo que esté cargada, pero el seguro está en la culata, así que… -sonrió-. Le sorprendería saber cuántos accidentes tienen lugar en las salas de pruebas cuando la gente empieza a mover armas que se suponen descargadas.
Alcé el arma con cautela.
– No parece gran cosa -dije.
El detective asintió.
– Una mierda de arma -dijo sacudiendo la cabeza-. De las más baratas que se pueden encontrar. Fabricada por una compañía de Ohio que crea los componentes por separado y luego los ensambla, los mete en una caja y los envía a armerías de poca monta. Una buena armería nunca vendería una basura como ésta. Y ningún profesional auténtico la emplearía.
– Pero funciona, ¿no?
– Más o menos. Es una automática del veinticinco. Un calibre pequeño. Pesa poco. Los asesinos profesionales (y por aquí no tenemos tantos) nunca utilizarían un arma de usar y tirar como ésta. Poco fiable. No es fácil de manejar, el seguro y el percutor se encasquillan y, a menos que se dispare desde muy cerca, no es muy precisa. Y tampoco tiene mucha potencia. No detendría a un pitbull de tamaño medio ni a un violador, a menos que consigas darles en la cabeza con el primer tiro.
Volvió a sonreír mientras yo examinaba el arma.
– O la dispararas desde muy cerca. Por ejemplo, un enamorado a su pareja. -Sonrió de nuevo.
– Pero, hablando en general, no es aconsejable acercarte tanto a la persona que intentas matar.
Asentí, y el detective se dejó caer en su asiento.
– ¿Ve? -añadió-. Se aprende algo nuevo cada día.
Levanté de nuevo el arma, colocándola a la luz, como si pudiera decirme algo.
– Claro, ahora que le he dicho lo mala que es el arma, he de agregar que en este caso cumplió con su cometido -dijo el detective-. Más o menos.
44 Eligiendo
Hope advirtió al instante que había cometido un error.
Mientras su mente sopesaba las más descabelladas posibilidades, con el pulgar empujó el seguro hacia abajo, asegurándose de que estuviera en posición de disparo. Alzó la mano enguantada y tiró del percutor para meter una bala en la recámara… algo que debería haber hecho antes de entrar en la casa. El arma se amartilló con un chasquido. Tuvo la terrible idea de que ni ella ni Sally se habían molestado en comprobar si el arma funcionaba correctamente.
Vaciló un instante.
Y O'Connell, que empezaba a levantar las manos en gesto de rendición, de pronto dejó escapar un aullido y se abalanzó contra ella. Hope apretaba ya el gatillo cuando el hombre se le venía encima.
Se produjo una detonación y la pistola medio se le escurrió. Giró hacia atrás y chocó contra la mesa de la cocina, volcándola con estrépito y enviando botellas vacías contra paredes y muebles. Cayó al suelo casi sin respiración. El padre de O'Connell, emitiendo gruñidos viscerales, cayó sobre ella. Le lanzaba manotazos al pasamontañas, tratando de cogerla por el cuello.
Hope no sabía si el primer disparo lo había alcanzado. Trató desesperadamente de volver a dispararle, pero la mano de O'Connell de repente aferró la suya y trató de apartar el arma.
Hope le dio un rodillazo en la entrepierna y lo oyó jadear de dolor, pero no tanto como para soltarle la mano. Era más fuerte que ella y trataba de girar la pistola hacia atrás, para que encañonara a Hope. Al mismo tiempo, continuaba golpeándola con la mano libre. Falló la mayoría de los manotazos, pero la alcanzaron los suficientes para hacerle ver relámpagos de dolor rojo.
Hope soltó una patada y esta vez la fuerza de su pierna los lanzó a los dos hacia atrás, derribando más cosas en la habitación. Una papelera se volcó, esparciendo posos de café y cascaras de huevo por el suelo. Oyó más cristales rompiéndose.
O'Connell padre era un veterano de peleas de bar y sabía que la mayoría se ganan en los primeros golpes. Estaba herido, pero logró ignorar el dolor y pelear con fuerza. Mucho más que Hope, sentía que esa pelea contra un enemigo anónimo y encapuchado era la más importante de su vida. Si perdía, moriría. Empujó más el arma, tratando de colocarla contra el cuerpo de su atacante. Muchos años antes había hecho casi exactamente lo mismo, cuando su esposa borracha acabó muerta.
Hope estaba más allá del pánico. Nunca en su vida había sentido aquella clase de fuerza masculina avasalladora. La adrenalina le pulsaba en las sienes y agitó una mano tratando de encontrar fuerzas. Con un esfuerzo inmenso, golpeó de lado a O'Connell y los dos rodaron contra la encimera. Platos y cubiertos cayeron en cascada alrededor. El movimiento pareció conseguir algo: el hombre gritó de dolor y Hope atisbo una mancha de sangre en el armario blanco. El primer disparo lo había alcanzado en el hombro, pero aun así él luchaba tratando de sobreponerse al dolor.
O'Connell agarró el arma con ambas manos y Hope de repente lo golpeó con el brazo libre, haciéndole chocar la cabeza contra el armario del fregadero. Pudo ver su rostro convertido en una máscara de furia y terror. Alzó la rodilla de nuevo y volvió a darle en la entrepierna. Lo empujó y le golpeó la mandíbula. O'Connell retrocedió, conmocionado por el furioso ataque, pero siguió reteniéndola bajo su peso.
Ella lo golpeó con la mano izquierda, manteniendo con la derecha una fiera presa sobre el arma para impedir que la apuntara. Y en ese momento sintió que él aflojaba la presión sobre la pistola. Hope supuso que O'Connell cedía, pero entonces una súbita punzada de lacerante dolor le recorrió el cuerpo. Puso los ojos en blanco y estuvo a punto de desmayarse. La negrura que amenazaba con engullirla giraba mareante a su alrededor.