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Sally alzó una mano y musitó:

– Si O'Connell creyera que Ashley está en la casa del viejo…

– ¿Pretendes usarla como cebo? -estalló Scott.

– ¿Qué otro cebo tenemos? -repuso su ex con frialdad.

– Habíamos acordado que Ashley quedaría fuera de todo esto -le recordó Hope.

Sally se encogió de hombros.

– Ashley podría hacer una llamada sin saber por qué la hace. Podríamos darle un guión…

Hope se inclinó hacia delante.

– Vale, suponiendo que podamos reunirlos, ¿qué pasará luego? ¿Cómo lo matamos? -Se horrorizó de su propia pregunta.

Sally hizo una pausa y pensó.

– No somos lo bastante fuertes… -dijo, pero de pronto enarcó las cejas-. ¿Dijiste que Michael O'Connell tiene un arma?

– Sí. Escondida en su apartamento.

– Pues tenemos que usar esa arma. No otra del mismo modelo, sino ésa. Su arma. La que tiene sus huellas y tal vez su ADN.

– ¿Cómo la conseguimos? -preguntó Scott.

Hope rebuscó en el bolsillo de sus vaqueros y sacó una llave. La del apartamento de O'Connell.

Los otros se la quedaron mirando. Y en ese momento, aunque ni Scott ni Sally dijeron nada, ambos pensaron lo mismo: «Puede hacerse.»

Sally se quedó sola, mientras los demás iban a tomar la cena que Catherine y Ashley habían preparado. Pensó que debería sentirse fatal, pero no era así. Una gran parte de ella se sentía llena de energía, casi excitada por la perspectiva del asesinato.

Quiso reír por la ironía de todo aquello. «Haremos algo que nos cambiará para siempre con el único fin de no tener que cambiar para siempre.» Oyó la voz de Hope en la cocina e imaginó que la única ruta de regreso al lugar emocional en que se habían amado pasaba por Michael O'Connell y su padre. «¿Puede la muerte crear vida? -se preguntó-. Sin duda que sí.» Los soldados, los bomberos, los especialistas en rescate, los policías… todos sabían que podrían enfrentarse un día a esa opción. Sacrificarse para que otros pudieran sobrevivir. ¿Estaban haciendo ellos algo diferente?

Cogió una libreta y un bolígrafo.

Empezó por una lista de las cosas que necesitarían, así como de los detalles que crearían una escena del crimen convincente para la policía. Y mientras escribía se dijo que lo crucial no era tanto el hecho de apretar el gatillo, sino cómo sería percibido después. Se inclinó como un estudiante ansioso que en un examen de pronto recuerda las respuestas.

«Inventa un asesinato», se dijo.

Se detuvo. «Estamos a punto de convertirnos en todo lo que siempre hemos aborrecido», pensó. Y apretó lentamente el puño, como si de repente rodease el cuello de O'Connell, estrangulándolo lentamente.

Era tarde y vacilé en la puerta.

Oyes algo. Alguien te cuenta una historia. Palabras pronunciadas entre susurros. Y de repente parece que hay muchas más preguntas que respuestas. Ella debió de notarlo, porque me dijo:

– ¿Comprendes ahora de dónde surge su reticencia a hablar contigo?

– Sí, por supuesto. Quieren evitar ser acusados. No hay prescripción para el asesinato.

Ella hizo una mueca.

– Eso es obvio. Ha sido obvio desde el principio. Trata de mirar más allá del aspecto práctico de todo esto.

– Muy bien -repliqué-. Porque tienen miedo de las traiciones implícitas en la historia.

Ella inspiró bruscamente, casi como si temiera algo.

– ¿Y cuáles crees que fueron esas traiciones?

Pensé un momento.

– Sally era abogada y debería haber tenido más confianza en la ley…

– Sí, sí -asintió ella-. Sólo veía los defectos de la ley, no su fuerza. Continúa.

– Y Scott, bueno, un catedrático de historia. Tal vez más que los demás, debería haber advertido los peligros de actuar unilateralmente. Era quien tenía el sentido de la justicia social…

– Un hombre que despreciaba la violencia y de pronto la abrazó -precisó ella.

– Sí. Su participación en Vietnam fue más un acto político, un acto de compromiso, una especie de patriotismo entusiasta, que mantuvo sus manos, si no exactamente limpias, al menos no exactamente sucias. Pero Hope…

– ¿Qué pasa con Hope? -preguntó ella bruscamente.

– Parece la menos indicada para verse envuelta en una conspiración criminal. Después de todo, su relación con todos los implicados era menos profunda…

– ¿Lo era? ¿No se había arriesgado más que nadie? Una mujer que amaba a otra mujer, con toda la sanción social que eso acarrea, que corre el mayor riesgo en el amor y que, según parece, había renunciado a fundar una familia propia, a presentar una cara «normal» al mundo, e incluso había adoptado a Ashley como propia. ¿Y qué veía cuando miraba a Ashley? ¿Una parte de sí misma? ¿Una vida que podría haber escogido? ¿La envidiaba, la amaba, sentía algún tipo de conexión interna distinta de lo habitual en una madre o un padre? Además, atleta como era, tenía una disposición natural para las acciones, más que para las especulaciones.

Su copioso razonamiento me envolvió tan rápidamente como la oscuridad de la noche.

– Sí -dije-. Entiendo lo que me dices.

– Toda la vida de Hope se basaba en correr riesgos y seguir sus instintos. Era lo que la hacía tan bella persona.

– No lo había considerado de esa forma…

– ¿No crees que Hope era, en ciertos aspectos, la clave de todo?

Sacudí la cabeza levemente.

– Sí y no.

– ¿Cómo es eso? -preguntó ella.

– Ashley seguía siendo la clave.

40 Una carrera a través de las sombras

Ashley apoyó los pies contra la cabecera de su cama y empujó, sintiendo sus piernas tensarse hasta que empezaron a temblarle de cansancio. Era lo que hacía de adolescente, cuando la afectaba el estirón de la edad y le parecía que sus huesos ya no encajaban en su piel. Los deportes y correr por las tardes bajo la supervisión de Hope habían ayudado, pero hubo muchas noches en que adoptaba esa postura del revés en la cama, esperando a que su cuerpo creciera en quien fuera que iba a convertirse.

Era temprano y en la casa aún se oían los sonidos ocasionales del sueño. Catherine, en la habitación de al lado, roncaba con fuerza. No había ningún ruido en la habitación de Sally y Hope, aunque por la noche las había oído hablar hasta tarde; suponía que sobre algo relacionado con ella. No oía sonidos apagados de afecto desde hacía algún tiempo, y eso la preocupaba. Quería que su madre continuara con Hope, pero Sally se había vuelto tan distante que no sabía qué iba a suceder. A veces pensaba que no saldría ilesa de los residuos emocionales de otro divorcio, aunque fuera amistoso: sabía por experiencia que eso no reduce el dolor interno.

Ashley prestó atención y luego, lentamente, dejó que unas lágrimas asomaran a sus ojos. Anónimo había dormido siempre al fondo del pasillo en una vieja estera delante del dormitorio principal, para estar cerca de Hope. Pero a menudo, cuando Ashley era adolescente, el perro intuía cuándo la preocupaba algo y venía sin que lo llamaran, se asomaba a su cuarto y con sigilo se tendía en la alfombra junto a su escritorio. La miraba hasta que ella le contaba sus preocupaciones. Y al tranquilizar al perro, se tranquilizaba a sí misma.

Ashley se mordió el labio. «Sería capaz de pegarle un tiro sólo por lo que le hizo a Anónimo», pensó.

Se levantó de la cama y contempló las cosas familiares de su infancia. En una pared, rodeando un tablón de corcho, docenas de dibujos propios. También fotos de sus amigas, de ella misma disfrazada para Halloween, del campo de fútbol y de la fiesta de graduación. Y una colorida bandera con la palabra «Paz» en el centro sobre una paloma blanca bordada, y una botella de champán con dos flores de papel dentro que recordaban aquella noche de su primer año en la facultad cuando perdió la virginidad, un hecho que había contado en secreto a Hope, pero no a sus padres. Dejó escapar un suspiro y pensó que todas aquellas cosas eran símbolos de quién había sido, pero lo que necesitaba saber era en qué iba a convertirse. Se acercó a la mochila que colgaba del armario, rebuscó y sacó el revólver.

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