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35 Una sola bota

Nerviosa, Hope estaba ante la puerta de O'Connell llave en mano. Tras ella, la señora Abramowicz estaba asomada a su propia puerta, con los gatos arremolinados en torno a sus pies. Gesticuló ansiosamente para que Hope continuara.

– Yo vigilaré. No pasará nada. Pero dése prisa -susurró la anciana.

Hope inspiró hondo y encajó la llave en la cerradura. No estaba segura de lo que hacía ni de qué buscaba, y tampoco sabía exactamente qué esperaba descubrir. Pero mientras giraba la llave con un leve chasquido, imaginó a O'Connell regresando a su apartamento. Pudo sentir su aliento tras la oreja, imaginó el siseo de su voz. Apretó los dientes y se dijo que lucharía con fuerza, llegado el caso.

– Rápido, querida -la apremió la señora Abramowicz-. Descubra qué les ha hecho a mis gatos.

Hope abrió la puerta y entró.

No supo si cerrarla o dejarla entornada. «¿Y ahora qué? -pensó-. Si vuelve, estaré atrapada aquí. No hay puerta trasera ni escalera de incendios. No hay forma de huir.» Cerró la puerta casi del todo. Al menos contaba con que la señora Abramowicz la advirtiera si veía entrar a O'Connell, si la anciana era capaz de advertirla.

Observó el apartamento. Todo estaba sucio y descuidado. A O'Connell no le importaba su entorno inmediato. No había pósters en las paredes, ni plantas en la ventana, ni una alfombra de colores vivos. Tampoco había televisor ni aparato de música. Sólo algunos libros de informática en un rincón. El apartamento era decrépito y austero: el refugio de un monje. Esto inquietó a Hope; la constatación de que toda la vida de Michael O'Connell discurría en su mente perversa. Vivía en un lugar diferente de donde dormía.

Hizo acopio de valor y se dijo: «Memoriza y recuérdalo todo.»

Sacó un papel y cogió un bolígrafo. Dibujó un burdo esbozo del apartamento y luego se volvió hacia la mesa. Era de madera barata y estaba apoyada en dos archivadores de metal negros. Había una única silla, colocada delante de un ordenador portátil. El ambiente tenía una simplicidad total: pudo imaginar a O'Connell sentado ante la pantalla, su frío resplandor bañándole el rostro concentrado. El ordenador parecía nuevo. Estaba abierto y el piloto ámbar encendido.

Hope prestó atención a algún sonido procedente del pasillo y luego se sentó delante del ordenador. Anotó la marca y el modelo. Luego contempló la pantalla negra. Como un operario que busca un cable expuesto, tocó el ratón. La máquina zumbó y la pantalla destelló al cobrar vida.

Hope se quedó de una pieza: el salvapantallas era una foto de Ashley.

Estaba un poco desenfocada, y parecía tomada deprisa a pocos metros de distancia. La mostraba en el acto de girarse con gesto de sorpresa. Su expresión reflejaba miedo.

Hope la contempló y oyó su propia respiración entrecortada. Aquella foto le dijo varias cosas, ninguna de ellas buena. Le dijo que O'Connell adoraba ese momento en que Ashley, pillada desprevenida, mostraba miedo.

Era amor, pensó. De la peor clase.

Mordiéndose el labio, movió el cursor hasta «Mis documentos» e hizo clic. Había cuatro carpetas: «Ashley amor», «Ashley odio», «Ashley familia» y «Ashley futuro».

Hizo clic en la primera y salió un recuadro: «Introducir contraseña.» Abrió «Ashley odio». Igual que la anterior.

Sacudió la cabeza. Pensó que podría encontrar la contraseña si se concentraba, pero le preocupaba el tiempo que llevaba allí. Cerró todo y dejó el ordenador tal como estaba. Luego abrió los archivadores, que estaban vacíos aparte de algunos lápices y papeles de impresora.

Cuando se levantó, se sintió un poco mareada. «Deprisa -se dijo-. Estás forzando tu suerte.» Miró alrededor y decidió echar un vistazo al dormitorio.

La habitación olía a sudor y descuido. Rebuscó un poco en una cómoda desvencijada. Había un colchón en un somier, con un revoltijo de sábanas y mantas encima. Se agachó y miró bajo la cama. Nada. Se volvió hacia el armario. Contenía unas chaquetas y camisas, una única chaqueta negra cruzada, dos corbatas, una camisa de vestir y unos pantalones grises. Nada fuera de lo común. Estaba a punto de volverse cuando vio en un rincón una única bota de trabajo, con un calcetín de deporte gris manchado de tierra encima. Estaba parcialmente cubierta por un montón de prendas sudadas.

Una única bota.

Buscó la pareja, sin éxito.

Se quedó inmóvil, mirando la bota como si pudiera decirle algo. Luego se inclinó, extendió la mano hasta el fondo y apartó las ropas para apoderarse de la bota. Era pesada y pensó que tenía algo dentro. Como un cirujano que retira un trozo de piel, quitó el calcetín y echó un vistazo al interior.

Gimió.

Dentro de la bota había una pistola.

Fue a cogerla, pero se dijo: «No la toques.» No supo por qué.

Una parte de ella quiso cogerla, robarla, quitársela a O'Connell. «¿Es ésta la pistola que usará para matar a Ashley?»

Se sintió atrapada, como si la retuvieran bajo el agua. Sabía que si cogía el arma O'Connell sabría que uno de ellos había estado allí. Y reaccionaría, tal vez de manera violenta. Tal vez tenía otra arma en alguna parte. Tal vez, tal vez. Dudas y cuestiones se debatían en su interior. Deseó que hubiera algún modo de volver estéril el arma, como quitarle el percutor. Lo había leído una vez en una novela policíaca, pero no sabía cómo hacerlo. Y llevarse las balas sería inútil. Él sabría que alguien había estado allí, y simplemente las sustituiría.

Miró la pistola. En un lado del cañón vio la marca y el calibre: 25.

Sin saber si era lo adecuado, devolvió la bota al rincón del armario y luego puso las ropas exactamente como estaban antes.

Quiso correr. ¿Cuánto tiempo llevaba en el apartamento? ¿Cinco minutos? ¿Media hora? Le pareció oír pasos, voces. «¡Márchate ya!», se ordenó.

Se incorporó, dejó atrás el cuarto de baño y fue a la pequeña cocina. «Los gatos», recordó. La señora Abramowicz esperaba esa información.

No había mesa, sólo un frigorífico, una cocina pequeña de cuatro quemadores y un par de estantes llenos de sopas en lata y preparados. No había comida para gatos, ni raticida para mezclar en una comida letal. Abrió el frigorífico. Algunos embutidos y un par de cervezas eran todo lo que O'Connell guardaba dentro. Cerró la puerta y entonces, casi por instinto, abrió el congelador, esperando ver un par de pizzas congeladas.

Lo que vio fue un mazazo y apenas pudo sofocar un grito.

Los cadáveres congelados de varios gatos la miraron sin verla. Uno de ellos tenía los dientes expuestos, como una gárgola, en una mueca aterradora.

El pánico se apoderó de Hope. Dio un paso atrás, la mano sobre la boca, el corazón desbocado, sintiendo náuseas y mareo. Necesitaba gritar, pero tenía la garganta atenazada. Cada fibra de su ser le decía que huyera, que saliera de allí para no regresar nunca. Trató de calmarse, pero era una batalla perdida. Cerró el congelador con mano temblorosa.

En el pasillo oyó de pronto un siseo.

– ¡Rápido, querida! ¡Alguien sube en el ascensor!

Hope corrió hacia la puerta.

– ¡Aprisa! -susurraba la señora Abramowicz-. ¡Aprisa!

La anciana estaba en la puerta de su apartamento cuando Hope salió al pasillo. Vio el indicador del ascensor que empezaba a subir, y cerró la puerta de O'Connell. Tanteó con la llave y estuvo a punto de dejarla caer al tratar de encajarla en la cerradura.

La señora Abramowicz retrocedió para dejarle espacio. Los gatos a sus pies se movían inquietos, como si hubieran captado el miedo en la voz de la anciana.

– ¡Deprisa, deprisa!

La anciana había desaparecido en su apartamento, dejando la puerta apenas entornada. La llave por fin giró y Hope se volvió hacia el ascensor. Lo vio llegar a la planta.

Se quedó petrificada.

El ascensor pareció detenerse, pero siguió hacia arriba.

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