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– Sí. ¿Por qué?

– Siempre lograba que las chicas se sintieran incómodas, y al mismo tiempo atraídas por él. Nunca comprendí la razón. ¿Por qué sentirte atraída por alguien que sabes que te causará problemas?

– No lo sé. ¿Tal vez debería hablar con alguna de ellas?

– Claro. Pero, después de todo este tiempo, ¿quién sabe dónde encontrarlas? De todas maneras, dudo que pueda dar con mucha gente dispuesta a hablar sobre Michael O'Connell. Como dije, dejó su huella.

– ¿Su familia?

– Ésa es su dirección. No sé si su padre todavía vive allí. Puede comprobarlo.

– ¿Madre?

– Desapareció hace años. Nunca me enteré de la historia completa, pero…

– Pero ¿qué?

La mujer se enderezó bruscamente.

– Tengo entendido que murió cuando él era pequeño, de diez o trece años. Creo que ya he dicho demasiado. No necesita mi nombre, ¿verdad?

Scott negó con la cabeza. Había oído lo que necesitaba.

– ¿Earl Grey, querida? ¿Con un poco de leche?

– Eso estaría bien -respondió Hope-. Gracias, señora Abramowicz.

– Por favor, querida, llámame Hilda.

– Bien, Hilda, es usted muy amable.

– Vuelvo en un minuto -dijo la anciana al oír silbar la tetera.

Hope miró alrededor. Había un crucifijo en la pared, junto a un colorido cuadro de la Ultima Cena rodeado de viejas fotos en blanco y negro: hombres con cuello duro y mujeres con encajes, un paisaje de calles empedradas y una iglesia con una torre puntiaguda. Hope pensó: viejos parientes en un país europeo no visitado desde hacía décadas. Era como empapelar las paredes con fantasmas. Siguió investigando la historia de la anciana: pintura descascarillada cerca del alféizar, diversos envases de medicinas, montones de revistas y periódicos, un televisor de al menos quince años de antigüedad delante de un raído sillón tapizado de rojo. Todo hablaba de soledad.

Había un único dormitorio. Junto al sillón vio una cesta con agujas de punto. El apartamento olía a rancio y a gatos. Había ocho o más encarados al sillón, el alféizar y junto al radiador. Más de uno acudió a frotarse contra Hope. Supuso que había más en el dormitorio.

Inspiró hondo y se preguntó cómo la gente podía acabar tan sola.

La señora Abramowicz regresó con dos tazas de humeante té. Sonrió al colectivo gatuno, cuyos miembros empezaron a frotarse contra ella.

– Todavía no es la cena, encantos. Dentro de un minuto. Dejad que mamá charle un poquito con su visita. -Se volvió hacia Hope-. No ve a su Calcetines, ¿verdad?

– No -respondió ella impostando un tono triste-. Y tampoco lo vi en el pasillo.

– Intento mantener a mis pequeños fuera del pasillo. No puedo estar encima todo el tiempo, porque les gusta ir y venir, así son los gatos, ya sabe, querida. Pero creo que él les está haciendo algo muy malo.

– ¿Qué le hace pensar…?

– Él no lo sabe, pero los reconozco a todos. Y cada pocos días echo en falta uno. Me gustaría llamar a la policía, pero él tiene razón. Probablemente se los llevarían a todos, y yo no podría soportarlo. Es un hombre malo; ojalá se mudara. Nunca debería…

Se detuvo, y Hope se inclinó hacia delante. La anciana suspiró, y miró alrededor.

– Me temo, querida, que si su pequeño Calcetines vino de visita, entonces ese hombre malvado puede haberlo cogido. O lastimado.

Hope asintió.

– Parece terrible.

– Lo es -dijo la señora Abramowicz-. Me da miedo y normalmente no hablo con él, excepto cuando discutimos, como hoy. Creo que también le da miedo a la otra gente que vive aquí, pero no dicen nada. ¿Qué podríamos hacer? Paga el alquiler puntualmente, no arma jaleo y no trae gente extraña al edificio, y eso es lo único que preocupa a los propietarios.

Hope sorbió el té dulzón.

– Ojalá pudiera estar segura -dijo-. Sobre Calcetines, me refiero.

La señora Abramowicz se echó hacia atrás.

– Hay una manera de que pueda estarlo -dijo lentamente-. Y podría ayudar a responder a alguna de mis preguntas también. Soy vieja y he perdido fuerzas. Y me da miedo, pero no tengo ningún otro sitio al que ir. Pero usted, querida, parece mucho más fuerte que yo. Más fuerte de lo que yo era cuando tenía su edad. Y apuesto a que no se asusta de nada.

– Sí -dijo Hope.

La anciana sonrió de nuevo, casi con timidez.

– En vida de mi marido nuestro apartamento era más grande. De hecho, incluía el espacio que ahora ocupa ese O'Connell. Teníamos dos dormitorios y una salita, un estudio y un comedor formal, todo este extremo del edificio. Pero después de que mi Alfred muriera lo dividieron. Convirtieron nuestro gran apartamento en tres. Pero fueron perezosos.

– ¿Perezosos?

La señora Abramowicz bebió otro sorbo de infusión. Hope vio sus ojos destellar con ira inesperada.

– Sí. Perezosos. ¿No cree que es de perezosos no molestarse en cambiar la cerradura de las puertas de los nuevos apartamentos? Los apartamentos que una vez fueron mi apartamento.

Hope asintió, súbitamente tensa.

– Quiero saber qué les ha hecho a mis gatos ese malnacido -añadió la anciana con voz grave. Y entornó los ojos. Hope advirtió que había algo de formidable en la anciana-. E imagino que usted quiere saber lo que le ha pasado a Calcetines. Sólo hay una manera de asegurarse, y es echar un vistazo ahí dentro.

Se inclinó y acercó el rostro a un palmo del de Hope.

– Él no lo sabe -susurró-, pero tengo la llave de su puerta.

– Bien -dijo ella mientras una sombra se deslizaba sobre su rostro-. ¿Ves ahora lo que estaba en juego?

Cualquier periodista sabe que hay una seducción necesaria entre entrevistador y entrevistado. O tal vez es saber instintivamente cómo sonsacar a una fuente la historia más difícil. De todas formas, yo sabía que ella llevaba la batuta, lo había hecho desde el principio. Nuestras reuniones eran una entrega secreta de información, pero al contar la historia yo la utilizaría a ella tanto como ella me utilizaba a mí.

Hizo una pausa antes de decir:

– ¿Cuántas veces oyes entre tus amigos de mediana edad el deseo de cambiar las cosas? ¿De ser algo distinto de lo que son? Quieren que suceda algo que vuelva sus vidas patas arriba, para no tener que enfrentarse a las aburridas y mortales rutinas cotidianas.

– Bastante a menudo -respondí.

– Pero la mayoría de la gente miente cuando dice que quiere un cambio, porque el cambio es demasiado aterrador. Lo que realmente quieren es recuperar la juventud. Cuando se es joven, todas las decisiones son aventuras. Sólo cuando llegamos a la madurez empezamos a dudar de nuestras decisiones. Nos fijamos un camino, así que tenemos que recorrerlo, ¿no? Y todo se vuelve problemático: no ganamos la lotería. En cambio, el jefe nos llama para entregarnos el finiquito. Tras veinte años de matrimonio, él o ella anuncia: «He conocido a una nueva persona y te dejo.» El médico mira los resultados de los análisis con ceño y dice: «Estos porcentajes me dan mala espina. Haremos unas pruebas adicionales.»

– ¿Scott y Sally?

– Para ellos, O'Connell había creado ese momento. O tal vez ese momento se acercaba rápidamente. ¿Podrían proteger a Ashley?

De repente se llevó la mano a los labios y soltó un largo suspiro. Tardó un segundo en recuperar la compostura.

– Aunque nadie lo había expresado todavía, todos sabían que lo que esperaban conseguir tendría un precio muy alto.

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