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El edificio del News-Republican estaba situado en una engañosa zona del centro, junto a la estación de ferrocarril. Tenía una deprimente vista de la carretera interestatal, solares vacíos y otros lugares llenos de desechos. Era uno de esos sitios no exactamente deteriorado, sino simplemente ignorado, o quizás agotado. Montones de verjas, basura revoloteando al viento y pasos subterráneos decorados con pintadas. La sede del periódico era un edificio rectangular de cuatro plantas, un bloque de cemento y ladrillo. Parecía más una armería o incluso una fortaleza que un periódico. Dentro, lo que una vez se llamó sucintamente «la Morgue» era ahora una sala pequeña con ordenadores.

Una vez una servicial joven me enseñó cómo acceder a los archivos, no tardé en encontrar la noticia del último día de Matthew Murphy. O tal vez sería más correcto decir de sus últimos momentos.

El titular de primera plana rezaba: «Investigador privado y ex policía asesinado.» Había otros dos titulares más pequeños: «El cadáver fue encontrado en un callejón» y «La policía lo considera una venganza».

Llené varias páginas de mi bloc con detalles de los artículos aparecidos ese día, y de los siguientes. La lista de sospechosos parecía interminable. Murphy había intervenido en muchos casos importantes durante sus años de servicio, y al retirarse había continuado granjeándose enemigos con regularidad mientras trabajaba como investigador privado. No me cabía duda de que los detectives de Springfield que trabajaban en el caso habían dado prioridad a su muerte, y también Homicidios de la policía estatal. El fiscal de distrito habría presionado: los asesinatos de policías son casos importantes que pueden marcar carreras judiciales, para bien o para mal. Matar a un policía era como matar un poco de cada uno.

No obstante, los artículos iban enfriándose y no apareció lo que debería haber aparecido. Los detalles empezaron a repetirse. No se practicó ninguna detención. No se nombró ningún gran jurado a bombo y platillo. No se preparó ningún juicio. Era una historia donde el esperado gran final dramático se evaporaba en la nada.

Me aparté del ordenador, contemplando el parpadeante «no hay más entradas» que respondió a mi última petición.

Alguien había asesinado brutalmente a Murphy y tan espantoso hecho tenía que estar relacionado con el caso de Ashley. De algún modo.

Pero yo no lograba verlo.

25 Seguridad

La secretaria llamó con los nudillos a la puerta abierta del despacho de Sally. Traía un sobre en la mano.

– Acaba de llegar esto para usted -dijo-. No estoy segura del remitente. ¿Quiere que lo devuelva?

– No. Sé lo que es.

Sally le dio las gracias, cogió el sobre y cerró la puerta. Sonrió. Murphy era un hombre muy cauteloso, pensó. Supuso que tenía un apartado de correos para la correspondencia de naturaleza reservada. Encabezados prominentes y remites eran a menudo inconvenientes para la gente que se dedicaba a su trabajo.

La había llamado desde la carretera, al volver de Boston varias noches antes.

– Creo que su problema desaparecerá a partir de ahora, abogada.

Sally estaba en casa, sentada frente a Hope. Las dos estaban leyendo, Hope inmersa en Historia de dos ciudades de Dickens, mientras ella repasaba secciones desgajadas del dominical del New York Times.

– Me encanta oírlo, señor Murphy. Pero dígame: ¿cómo ha llegado exactamente a esa conclusión? -preguntó, adoptando su tono de abogada.

– Bueno, no sé hasta qué punto quiere que sea preciso. Pero nuestro mutuo amigo… -Se rió de la palabra-. Bueno, él y yo tuvimos una charla. Una interesante charla. Un análisis en profundidad de los pros y los contra de su… conducta. Y al final el señor O'Connell reconoció que podía representarle muchas desventajas continuar acosando a su hija. Vio la luz de la razón con un poco de ayuda y declaró formalmente que se alejaría de Ashley a partir de ese momento.

– ¿Lo cree usted?

– Tengo buenos motivos para creerlo, señora Freeman-Richards. Su sinceridad fue evidente.

Sally hizo una pausa, leyendo entrelineas.

– ¿Nadie resultó herido? -preguntó.

– No permanentemente. A menos que el señor O'Connell tenga ahora el corazón roto, pero lo dudo. Sin embargo, quedó muy impresionado respecto a lo desaconsejable de continuar su curso de acción y llegó a una clara conclusión, después de que yo le hiciera ver ciertas realidades. No estoy seguro de que quiera usted conocer más detalles, abogada. Podría sentirse incómoda.

Sally reparó en que la conversación tenía un extraño tono afable; como si ella fuese incapaz de oír ciertas cosas sin palidecer o incluso desmayarse. Tenía una sensibilidad victoriana, y Murphy lo sabía.

– No, prefiero no saberlo.

– Muy bien. Le enviaré un informe pasado mañana o así. Y si tiene alguna duda o ve algo sospechoso, por favor, llámeme y yo me encargaré. Quiero decir, siempre existe la leve posibilidad de que el señor O'Connell cambie de opinión una vez más. Pero lo dudo. Parece una persona débil, señora Freeman-Richards. Muy poquita cosa, y no me refiero a su estatura. Como sea, creo que no volverá a molestar a nadie de su familia. Bien, si necesita que investigue algo más en el futuro, sabe dónde encontrarme.

Sally se sorprendió un poco de la descripción que Murphy hacía de O'Connell. No encajaba exactamente con sus conclusiones. Pero oírlo la tranquilizó, y por eso no hizo caso a ninguna duda que pudiera albergar.

– Naturalmente, señor Murphy. Parece que ha solucionado usted el asunto de la mejor manera posible. No imagina cuánto me satisface oírlo.

– Ha sido un placer, señora.

Ella colgó y se volvió hacia Hope.

– Bueno, ya está.

– ¿Ya está qué?

– Envié a un investigador privado a explicarle las verdades de la vida a ese gusano. Como era de esperar, cuando se enfrentó a alguien fuerte, duro y experimentado, se derrumbó como un castillo de naipes. Los tipos como él son unos cobardes en el fondo. Se les hace saber que no te dejas intimidar, y desaparecen con el rabo entre las piernas.

– ¿Eso crees? -respondió Hope-. No sé. Mi impresión es que ese tipo es de cuidado, aunque no sé decir por qué. Mira el lío en que nos ha metido con un pequeño acceso informático.

– Hope, intentamos negociar de manera justa con él. Intentamos darle una oportunidad para que se marchara, ¿no? Incluso le pagamos una importante suma. ¿No crees que fuimos justos y comprensivos?

– Sí, pero…

– Fuimos sinceros, ¿no?

– Supongo.

– Y él no cedió, ¿recuerdas? No quiso hacer las cosas más fáciles para nadie. Bien, pues ahora ha recibido una pequeña lección sobre lo duros que podemos ser. Y se acabó.

Hope no sacudió la cabeza, pero tenía sus dudas. Sally lo notó en sus ojos y fue a decir algo, pero se lo pensó mejor y dejó que el silencio volviera a instalarse entre ambas.

– Bueno, se acabó -dijo, un poco irritada porque Hope no hubiera mostrado más apoyo.

Sally cogió el sobre de Murphy y se sentó a su escritorio, recordando la conversación con Hope. Tuvo la curiosa impresión de que las cosas eran al revés: debería haber sido Hope, que era más joven y a menudo más testaruda, quien tendría que haberse dado por satisfecha, no ella.

Abrió el sobre y desparramó el contenido sobre la mesa. Había una carta, unos papeles grapados, varias fotos y unos disquetes.

Las fotos eran de O'Connell, tomadas ante su apartamento. Los papeles contenían su modesto historial policial y los datos laborales y de estudios que Murphy había desenterrado, junto con algo de información familiar, incluyendo nombres y dirección de sus padres. Una nota ponía que su madre había muerto. Otra nota, ésta pegada a los CD-Rom, advertía: «Están encriptados. Un informático podrá abrirlos sin problema. Quizá contengan información sobre su hija, incluso fotos. Los cogí del apartamento de OC, pero supongo que tendrá copias ocultas en alguna parte. El ordenador que él usaba resultó destruido por accidente durante nuestra entrevista, así que la información del disco duro se habrá perdido.»

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