Scott estacionó la furgoneta en el aparcamiento de estudiantes de un colegio mayor situado a unos quince kilómetros de la decrépita casa donde había crecido Michael O'Connell. La furgoneta quedó camuflada entre un mar de vehículos.
Después de cerciorarse de que no había nadie cerca, se quitó la ropa y se puso unos vaqueros viejos, una camiseta, una cazadora azul gastada y zapatillas de deporte. Se encasquetó un gorra y, aunque se estaba poniendo el sol, se colocó unas gafas de sol. Cogió la mochila, metió el móvil en el bolsillo de la chaqueta y bajó de la furgoneta.
El cronómetro le dijo que Michael O'Connell llevaba viajando unos noventa minutos. Iría a toda velocidad, se recordó, y no se detendría por ningún motivo, a menos que lo parara la policía, lo cual no perjudicaría el plan.
Encogió los hombros y cruzó el aparcamiento. Un autobús que pasaba cerca de la entrada del colegio lo llevaría a un kilómetro de la casa de O'Connell. Había memorizado el horario y tenía las monedas para el viaje de ida en el bolsillo derecho, y para la vuelta en el izquierdo.
Había media docena de estudiantes esperando bajo la marquesina de la parada. Se mezcló entre ellos: en una universidad comunitaria podías ser estudiante a los diecinueve años o a los cincuenta. No miró a nadie a los ojos y se obligó a pensar en cosas anodinas; tal vez eso le ayudaría a parecer invisible.
Cuando llegó el autobús, se sentó al fondo, solo. Contempló el paisaje otoñal durante todo el trayecto.
Fue el único pasajero que bajó en aquella parada. Se quedó un momento en el arcén de la carretera, mientras el autobús desaparecía en la penumbra de la tarde. Luego echó a andar, preguntándose hacia dónde se dirigía realmente, pero sabiendo que el tiempo era esencial.
Las fotografías de escenas de crimen tienen una cualidad especial. Es como ver una película fotograma a fotograma, en vez de en acción continua. Veinte por quince, brillantes, a todo color, son piezas de un gran puzzle.
Traté de imbuirme de cada instantánea, observándolas como si fueran las páginas de un libro.
El detective estaba sentado frente a mí, estudiando mi reacción.
– Trato de visualizar la escena -dije-. Para comprender mejor lo que sucedió.
– Las fotos deben mirarse como líneas de un mapa. Todas las escenas de crimen acaban por revelarnos un orden, un sentido -dijo él-. Aunque, desde luego, ésta no fue ningún picnic. -Señaló una foto-. Mire aquí. -Mostraba un mueble ennegrecido y chamuscado-. A veces es sólo cuestión de experiencia. Aprendes a mirar más allá del desorden, y eso te dice algo.
Miré, tratando de ver con sus ojos.
– ¿Exactamente qué? -pregunté.
– Hubo una pelea infernal -dijo-. Verdaderamente infernal.
43 La puerta abierta
Haber vigilado el barrio varios días atrás le había enseñado a Scott dónde apostarse.
Sabía que no tenía que llamar la atención; si alguien lo veía y relacionaba la figura vestida de oscuro que vigilaba la casa de O'Connell desde las sombras con el hombre de traje y corbata que había estado haciendo preguntas, crearía un problema importante. Pero necesitaba ver la parte delantera de la casa, sobre todo el camino de tierra. Necesitaba hacerlo sin alertar a ningún perro ni ningún vecino. Estaba apostado junto a un ruinoso cobertizo con medio techo hundido. Desde allí podía ver la entrada a la casa. Contaba con que Michael O'Connell condujera rápido e hiciera rechinar los neumáticos cuando doblara la última curva, salpicando grava y tierra cuando hiciera chirriar los frenos delante de su antiguo hogar. «Mete todo el estrépito que puedas -le pidió mentalmente-. Asegúrate de que alguien te vea llegar.»
Había luces encendidas en las casas y caravanas adyacentes. Scott inhaló el aire frío. De vez en cuando veía alguna silueta pasar ante una ventana y el ubicuo resplandor de los televisores.
Sostuvo la mano ante los ojos para comprobar si temblaba. Sí, temblaba un poco, pero no lo suficiente para obstaculizar su misión.
«Esta noche habrá muchas respuestas», se dijo. Cualquier duda que aún pudiera albergar sobre quién era él en el fondo, o quién era Sally o incluso Hope, obtendría respuesta. Pensó en Hope un instante y tragó saliva. «En realidad no la conozco -pensó-. Sólo tengo una leve idea de quién es.» Pero todo en su vida giraba de pronto en torno al desempeño de Hope.
Scott tomó aire y se preguntó qué les hacía pensar que podrían conseguir algo tan monstruosamente ajeno a sus vidas. En ese breve segundo de duda, oyó un coche que se acercaba velozmente.
Para entonces, Sally ya había regresado a la zona de Boston. Se dirigió a un frecuentado distrito comercial de Brookline. Su primera parada fue en un cajero automático delante de una galería comercial, donde extrajo cien dólares con su tarjeta de crédito. Cuando recogió el dinero, alzó la cabeza para que la cámara de seguridad grabara nítidamente su rostro. Se entretuvo guardando en el bolsillo el resguardo, donde aparecía marcada la hora.
Luego entró en la galería y se dirigió a una tienda de lencería.
Anduvo entre los estantes de sedas y encajes hasta que divisó a una joven dependienta, probablemente no mayor que Ashley. Sally se le acercó.
– ¿Podrías ayudarme con algo? -pidió.
– Naturalmente -respondió la joven-. ¿Qué está buscando?
– Bueno, quería algo para mi hija, que tiene más o menos tu talla. Algo especial, porque la pobre está atravesando un bache. Rompió con su novio, ya sabes cómo son esas cosas, y quiero regalarle algo que la haga sentirse sexy y hermosa, ya que ese cretino la ha hecho sentirse justo lo contrario.
– Entiendo -asintió la chica-. Es todo un detalle por su parte.
– Bueno, para eso estamos las madres. Y me gustaría también algo bonito para regalar a una amiga especial. Alguien con quien no he sido, bueno, muy amable últimamente. ¿Tal vez un pijama de seda?
– No hay problema. ¿Sabe la talla?
– Oh, claro que sí. Compartimos mucho juntas, ¿sabes?, allá en el oeste de Massachusetts, donde vivimos. Las cosas han estado algo tirantes últimamente y me gustaría compensarla. Las flores siempre están bien, pero, cuando tienes una relación especial, a veces es mejor un regalo especial, ¿no crees?
La dependienta sonrió.
– Desde luego.
Sally pensó que la mención del oeste de Massachusetts, con su reputación de ser el lugar preferido por las lesbianas, subrayaría la clase de regalo que pretendía hacer. Siguió a la joven hasta la sección de lencería fina, pensando que ya había explicado suficientes cosas como para que, llegado el caso, la chica la recordase. Sally utilizó también la tarjeta de crédito, porque eso la situaría en esa tienda ese día y a esa hora. Pensó en hablar con la encargada de la tienda para felicitarla por la eficiencia de sus dependientas; la clase de comentarios que siempre se recuerda más tarde.
Sally pensó que estaba en un escenario interpretando un papel inventado por la desesperación.
– Aquí tiene algunas de nuestras prendas más bonitas -dijo la chica.
Sally sonrió, como si aquello fuera lo más natural del mundo.
– Oh, sí. Desde luego.
Más o menos en el mismo momento, Catherine y Ashley estaban en un supermercado de Whole Foods, a menos de un kilómetro y medio de casa, empujando un carrito lleno de chucherías y comida. Las dos habían guardado silencio durante toda la expedición de compras.
Cuando recorrían un pasillo cerca de la parte delantera de la tienda, Ashley vio una gran pirámide de calabazas decorada con espigas de maíz. Era el típico adorno con vistas a Acción de Gracias, con un puñado de nueces y grosellas y un pavo de papel en el centro. Se la enseñó a Catherine con una mirada significativa, que asintió.
Las dos se acercaron, pero de pronto Catherine exclamó:
– ¡Maldición, hemos olvidado las latas de judías!