– Ése no es su verdadero nombre, ¿no? Es parte del rompecabezas, ¿verdad?
– Puede que sí. O que no.
– Estás complicando todo esto más de lo necesario.
– ¿De veras? ¿Quién soy yo para juzgarlo? Tal vez espero que en cierto momento dejarás de hacerme preguntas y continuarás tú solo, porque querrás saber la verdad. Ya sabes suficiente, al menos para arrancar. Empezarás a comparar lo que te he contado con lo que averigües. Ése es el sentido de contártelo. Y ponértelo un poco difícil, claro. Lo has llamado rompecabezas. Buena definición. -Si pretendía ser burlona, no se notaba en su tono.
– Muy bien -dije-. Continuemos. Si ese Michael se encaminaba hacia una vida marginal, hacia el pozo de la delincuencia menor, ¿dónde encaja Ashley? Quiero decir, ella habría podido calarlo en cinco segundos, ¿no? Tenía buena educación. Debe de haber asistido a clases o charlas sobre acosadores y esa clase de perturbados. Demonios, incluso hay un capítulo dedicado a ellos en los manuales de salud de la secundaria. Suele venir detrás de las enfermedades de transmisión sexual. Ella tendría que haberlo calado al momento. Y luego hacer lo posible por quitárselo de encima. Estás sugiriendo una especie de amor obsesivo. Pero ese tipo, O'Connell, parece un psicópata, y…
– Un psicópata en proceso. Un psicópata naciente. Un futuro psicópata…
– Eso ya lo veo, pero ¿de dónde salía su obsesión?
– Buena pregunta -respondió ella-. Y se merece una respuesta. Pero no sería inteligente pensar que Ashley, a pesar de sus muchas cualidades, estaba preparada para tratar con los problemas que presentaba Michael O'Connell.
– Cierto. Pero ¿en qué pensaba que se estaba metiendo?
– Teatro -respondió ella-. Pero no sabía qué clase de producción era.
3 Una joven de ignorancia común
A dos mesas de distancia de donde Ashley Freeman estaba sentada con tres amigos, media docena de miembros del equipo de béisbol de la Universidad Northeastern discutían acaloradamente sobre las virtudes de los Yankees y los Red Sox, enzarzados en una defensa vocinglera y a menudo mal hablada de cada equipo. A Ashley podría haberle molestado el ruido, pero tras haber pasado muchas horas en bares para estudiantes en sus cuatro años en Boston, era un debate que había oído numerosas veces. De vez en cuando terminaba con algún empujón o un breve intercambio de puñetazos, pero con frecuencia sólo acababa en un torrente de obscenidades. A menudo había suposiciones bastante imaginativas sobre las extrañas prácticas sexuales a que los jugadores de los Yankees o los Red Sox se dedicaban en sus horas libres. Los animales de corral solían destacar en estas actividades lúdicas.
Ante ella, sus tres amigos discutían apasionadamente por su cuenta. El tema era una exposición de los famosos bocetos de Goya «Los horrores de la guerra». Un grupo de estudiantes había cruzado toda la ciudad para verla, y luego contemplaron, inquietos, los dibujos en blanco y negro de desmembramientos, torturas, asesinatos y agonía. Una cosa que llamó la atención de Ashley fue que, aunque siempre se distinguía a los civiles de los soldados, no había ningún anonimato en cada rol. Ni ninguna seguridad. «La muerte -pensó- tiene una forma de igualar las cosas. Aplasta el espíritu sin consideración a la política. Es implacable.»
Se agitó en su asiento, algo incómoda. Las imágenes, sobre todo las de violencia explícita, la perturbaban profundamente desde niña. Permanecían desagradables en su memoria, bien fueran Salomé admirando la cabeza de Juan el Bautista en un horrible cuadro renacentista, o la madre de Bambi tratando de huir de los cazadores que la perseguían. Incluso las exageradísimas muertes de Kill Bill, la película de Tarantino, la inquietaban.
Su cita para esta velada era un estudiante graduado de psicología, desgarbado y de pelo largo, llamado Will, quien estaba sentado al otro lado de la mesa, argumentando, mientras trataba de acortar la distancia entre su hombro y el brazo de ella. Los pequeños contactos eran importantes a la hora del cortejo, pensó. La mínima sensación compartida podía conducir a algo más intenso. Ella tenía sus dudas sobre él. Se veía que era inteligente, y parecía reflexivo. Había aparecido antes en su apartamento con media docena de rosas que, dijo, eran el equivalente psicológico a un permiso para salir de la cárcel. Una docena de rosas, dijo, habrían sido demasiadas y ella probablemente lo habría considerado afectado, pero sólo media docena sugería cierta promesa además de un toque de misterio. A ella le pareció gracioso el razonamiento, y probablemente acertado también, y por eso el chico le gustó al principio, aunque no pasó mucho tiempo antes de advertir que él tal vez estaba demasiado pagado de sí mismo y tendía menos a escuchar que a pontificar, cosa que no le agradó nada.
Ashley se apartó el pelo de la cara y trató de prestar atención.
– Goya pretendía molestar. Quería arrojar toda la miseria de la guerra a la cara de los políticos y aristócratas que la idealizaban. Algo que fuera imposible de negar…
Las últimas palabras de su defensa se perdieron en un estallido de la mesa de al lado.
– Yo te diré en qué es bueno Derek Jeter. Es bueno agachándose y…
Ella tuvo que sonreír. Era un poco como estar en una versión bostoniana de Dimensión desconocida, atrapada entre lo pretencioso y lo vulgar.
Ella se agitó en su asiento, manteniendo una distancia neutral que ni animaba ni disuadía a Will, y pensó en su proverbial mala suerte en el amor. Se preguntó si sería algo pasajero, como tantas otras cosas de su adolescencia, o si era, en cambio, una anticipación de su futuro. Tenía la sensación de que estaba cerca de algo, pero no sabía de qué.
– Sí, la pega que tiene escandalizar y mostrar la naturaleza de la guerra a través del arte es que nunca detiene la guerra, pero se celebra como arte. Corremos a ver el Guernica y nos extasiamos en la profundidad de su visión, pero ¿llegamos a sentir algo por los campesinos vascos bombardeados? Fueron reales. Sus muertes fueron de verdad, pero su verdad queda subordinada al arte.
Era Will. Ashley consideró que era una observación inteligente, pero podrían haberla hecho un millón de universitarios políticamente correctos. Miró a los jugadores de baloncesto. Incluso borrachos, había una exuberancia en su discusión que le agradaba. Sintió una punzada de dilema. Le gustaba sentarse en Fenway con una cerveza y le encantaba visitar el Museo de Bellas Artes. Durante un largo instante se preguntó a cuál de las dos discusiones pertenecía ella realmente.
Miró de reojo a Will. Seguramente suponía que la manera más rápida de seducirla era con enrevesadas argumentaciones intelectuales. Era el pensamiento universitario típico. Decidió confundirlo un poco.
Echó bruscamente la silla hacia atrás y se levantó.
– ¡Eh! -llamó-. Tíos, ¿de dónde sois? ¿CB? ¿UB? ¿Northeastern?
Los jugadores de béisbol enmudecieron al instante. Cuando una chica guapa le grita a un puñado de jóvenes, siempre recibe su atención.
– Northeastern -respondió uno, haciendo una pequeña reverencia en su dirección.
– Bueno, ser de los Yankees es como ser de la General Motors, de IBM o el Partido Republicano. Ser fan de los Red Sox es pura poesía. En un momento crucial, todo el mundo debe decidir en la vida. He dicho.
Los deportistas de la mesa estallaron en risas y burlas.
Will se echó hacia atrás, sonriendo.
– Eso sí que ha sido conciso -dijo.
Ashley sonrió y se dijo que tal vez no era un tonto, después de todo.
Cuando era más joven, pensaba que lo mejor sería no llamar la atención. Las chicas discretas pueden esconderse.
Había atravesado una dramática fase de oposición a todo al principio de su adolescencia: berrinches con su madre, su padre, sus profesores y sus amigas, vestía ropas anchas color arpillera, teñía en su pelo una vibrante veta roja junto a una negra, escuchaba rock-grunge, bebía café solo a lo bestia, fumaba y quería hacerse tatuajes y piercings. Esta etapa sólo duró unos meses, suficientes para que entrara en conflicto con todas sus actividades en el colegio, tanto en clase como en el campo deportivo. Además, le costó algunos amigos e hizo que los restantes se pusieran en guardia.