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Ése era el mayor temor de Sally: que antes de que ellos tuvieran una oportunidad de actuar, lo hiciera él. No mencionó a Hope y a Scott que en realidad se trataba de una carrera contra el tiempo; simplemente dio por sentado que ellos también lo estaban pensando.

Ella me miró como si esperase que dijera algo, pero, como permanecí callado, preguntó:

– ¿Has pensando mucho en el «crimen perfecto»? Últimamente yo he dedicado tiempo a considerar algunas preguntas. ¿Qué está bien, qué está mal? ¿Qué es justo, qué injusto? Y he llegado a considerar que el crimen perfecto, el verdaderamente perfecto, no es sólo aquel del que uno se libra, sino el que produce algún cambio psicológico profundo. Una experiencia que altera la vida.

– ¿Robar un Rembrandt del Louvre no cuenta?

– No. Eso simplemente te hace rico. Y no te convierte en otra cosa que en un ladrón de arte. No es muy distinto de quien empuña una pistola para atracar una tienda. El crimen perfecto, quizás el crimen ideal, es algo que existe en más de un plano moral. Endereza algún error y hace justicia. Da una oportunidad de enmendar algo.

Me acomodé en el asiento. Tenía docenas de preguntas, pero preferí dejarla hablar.

– Y algo más -añadió fríamente.

– ¿Qué?

– El crimen devuelve la inocencia.

– Ashley, ¿verdad?

Ella sonrió.

– Por supuesto.

34 La mujer que amaba los gatos

El partido de semifinales se decidiría con una tanda de penales.

«El deporte diseña finales crueles -pensó Hope-, pero éste es uno de los más duros.» Su equipo había sido vapuleado, pero había sacado fuerzas de flaqueza para aguantar. Las chicas estaban agotadas. Todas estaban empapadas de sudor y tierra, y más de una tenía las rodillas ensangrentadas. La portera caminaba nerviosa de un lado a otro, separada de las demás. Hope pensó en acercarse para darle algunas indicaciones, pero sabía que en aquel momento su jugadora tenía que estar sola, y que si ella no había sabido prepararla bien en los entrenamientos previos, entonces nada de lo que pudiera añadir ahora serviría.

La suerte no la acompañó. La quinta jugadora encargada de lanzar el penalti, la capitana, toda fuerza y tesón, que nunca había fallado una falta máxima en cuatro años de juego, lanzó el balón contra el poste, y así finalizó la temporada del equipo. Tan fulminantemente como un ataque de corazón. Las chicas del otro equipo saltaron de alegría y corrieron a abrazar a su portera, que no había tocado ni una vez el balón durante la tanda de penaltis. Hope vio que su jugadora caía de rodillas al campo embarrado, se llevaba las manos a la cara y rompía a llorar. Las otras chicas estaban igualmente aturdidas. Hope también flaqueó, pero consiguió decirles:

– No la dejéis sola. Se gana como equipo y se pierde como equipo. Id y recordádselo.

Las chicas echaron a correr -a saber de dónde sacaban la energía- hacia su capitana. Hope se sintió muy orgullosa de todas ellas. «Ganar saca la felicidad, pero perder saca el carácter», pensó. Las vio reunirse como una piña y recordó que le esperaba librar otra batalla en los días venideros. Se estremeció de frío; el invierno ya había llegado. Aquel partido había acabado. Ahora llegaba el momento de jugar otro.

Aunque no lo sabía, el sitio donde Hope aparcó era el mismo que Murphy había elegido para vigilar el edificio de O'Connell. Se reclinó en el asiento y se encasquetó un poco más el gorro de lana. Luego se ajustó unas gafas de sol. Hope no estaba segura de que O'Connell no la hubiera visto nunca; antes bien, creía que los había vigilado a todos ellos, lo mismo que ella estaba haciendo en ese momento. Llevaba vaqueros y una vieja sudadera. Hope podía sacarle quince años a la mayoría de los estudiantes de la zona, pero podía parecer lo bastante joven para ser una de ellos. Había escogido la ropa con la idea de fundirse con las calles de Boston, como un camaleón que adopta el tono y color del entorno, y volverse invisible.

Dedujo que, si se quedaba quieta en el coche, después de unos minutos él la localizaría.

«Da por hecho que lo sabe todo -se recordó-. Da por hecho que sabe qué aspecto tienes y ha memorizado cada detalle de tu vieja furgoneta, incluida la matrícula.»

Hope permaneció quieta en el asiento, hasta que imaginó que parecía tan obvia que llevar gafas sería irrelevante. Miró el informe de Murphy y echó otro largo vistazo a la foto adjunta de O'Connell, preguntándose si lograría reconocerlo. Sin saber qué más hacer, decidió apearse.

Dirigió una mirada a hurtadillas hacia el edificio de O'Connell, deseando que oscureciera lo suficiente para verlo encender la luz de su apartamento, y de pronto pensó que él podía estar observándola en ese mismo instante. Se dio la vuelta y caminó rápidamente hacia el final de la manzana, imaginando un par de ojos clavados en su espalda. Giró en la esquina y se detuvo. Su misión era vigilar su apartamento, ¿y lo primero que hacía era alejarse de allí?

Inspiró hondo y se sintió una inepta.

«No te comportes como una chavala asustadiza -se dijo-. Vuelve, encuentra un sitio en un callejón o detrás de un árbol y espera a que salga. Ten tanta paciencia como tiene él.»

Sacudió la cabeza y regresó, escrutando la manzana en busca de un sitio donde ocultarse, cuando vio a O'Connell salir del edificio. Parecía despreocupado y sonriente, rezumando una felicidad y una maldad que la enfureció. ¿Acaso se estaba burlando de ella? Pero no podía saber que ella se encontraba allí. Se puso contra una pared, evitando el contacto visual. Entonces vio a una anciana caminar manzana abajo, por la misma acera que O'Connell. En cuanto la divisó, él arrugó el entrecejo. La expresión de su rostro asustó a Hope; era como si O'Connell se hubiera transformado en una fracción de segundo, pasando de aquella despreocupación descarada a una furia repentina.

La anciana parecía la encarnación de la más absoluta indefensión. Se movía con achacosa lentitud. Era baja, rechoncha y llevaba una raída rebeca negra y un sombrerito de lana multicolor. Cargaba con bolsas repletas de un supermercado. Sin embargo, los ojos de la anciana destellaron al divisar a O'Connell, y vaciló intentando cerrarle el paso.

Hope se escudó tras un árbol de la estrecha calle para ver cómo O'Connell y la anciana se enfrentaban.

La mujer alzó una mano trabajosamente, sujetando la bolsa de la compra, y agitó un dedo en su dirección.

– ¡Te conozco! -le espetó-. ¡Sé lo que estás haciendo!

– No sabe una mierda sobre mí -replicó él, alzando también la voz.

– Sé que te metes con mis gatos -continuó la anciana-. Sé que me los robas. ¡O algo peor! ¡Eres un joven malvado y desagradable, y debería denunciarte a la policía!

– No les he hecho nada a sus malditos gatos. Tal vez han encontrado a otra vieja loca que les dé de comer. Seguro que no les gusta la comida que usted les deja. O han encontrado mejor alojamiento en otro sitio, vieja bruja. Ahora déjeme en paz y tenga cuidado no vaya a ser que llame al ayuntamiento, porque seguro que cogerán a todos esos malditos gatos y los matarán.

– Eres cruel y despiadado -dijo la anciana, envarada.

– Apártese de mi camino y muérase -le espetó O'Connell, mientras la empujaba y continuaba calle abajo.

– ¡Sé lo que haces! -repitió la anciana, gritando a su espalda.

O'Connell se volvió.

– ¿De veras? -respondió fríamente-. Bueno, sea lo que sea que crea que hago, tiene suerte de que no decida hacérselo a usted.

Hope vio que la anciana se quedaba boquiabierta y daba un paso atrás, como espantada. O'Connell volvió a sonreír, satisfecho, giró sobre los talones y echó a andar calle abajo. Hope no sabía adónde se dirigía, pero sí que debía seguirlo. Cuando miró a la anciana, todavía inmóvil en la acera, tuvo una idea. Vio cómo O'Connell doblaba la esquina y corrió hacia la mujer.

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